Grupo de estudios castellanos Abrigaño

 

Motines del Pan Valladolid

Acto de conmemoración de los Motines del Pan en Valladolid, organizado el 1 de julio de 2022 por el Grupo de Estudios Abrigaño. Foto: Abrigaño

La invasión rusa de Ucrania desatada el pasado febrero, y sus conflictos asociados, abre la puerta a reciclar los viejos dichos del campo castellano.

 

A mediados del siglo xix, con la industrialización agraria del campo castellano en torno al negocio harinero, la guerra de Crimea catapultó a los productores castellanos. Entonces se acuñó la frase «Agua, sol y guerra en Sebastopol», en referencia a los tres ingredientes que propiciaron el crecimiento del sector que reposaba en la asalarización de la población jornalera, la concentración de parcelas para su cultivo intensivo y la explotación de nuevas infraestructuras de transporte como el Canal de Castilla. Hoy, de aquella industria boyante no quedan más que restos y sabemos que esa prosperidad estuvo envenenada: la oportunidad de subir precios para obtener mayores ganancias en el mercado internacional abocó al hambre a las clases humildes castellanas.

Los motines del pan

Las penurias sobrevenidas, alternadas con epidemias de cólera y un nuevo tipo de explotación laboral, condujeron a este nuevo proletariado a numerosos estallidos sociales conocidos como «motines de subsistencia». Entre ellos, destacamos los motines del pan ocurridos en Castilla en 1856, por su intensidad y extensión, y por ser un momento histórico realmente aleccionador. El principal detonante tuvo lugar en Valladolid, cuando la mañana del 22 de junio las campanas tocaron a rebato llamando al motín. Hubo una concentración de centenares de personas, especialmente mujeres, que destrozaron el puesto de recaudación de impuestos de la Plaza Mayor y, acto seguido, asaltaron las fábricas de harina del canal y las incendiaron. Como respuesta, el gobierno declaró el estado de guerra, pero no fue suficiente: por la tarde, cientos de personas incendiaron otra fábrica en Medina de Rioseco y a la mañana siguiente un tercio de la población de Palencia, encabezado por los obreros textiles, hizo arder otras tres harineras. Las noticias se propagaron y a lo largo del Canal de Castilla se multiplicaron los incendios en las propiedades de la pujante burguesía harinera, identificada como origen de la carestía. En las horas que siguieron se llegó al medio millar de detenciones y se iniciaron las ejecuciones de quienes pronto se conocerían como «héroes de Castilla». Está documentado el fusilamiento de 21 personas y la muerte por inanición en la cárcel de al menos 60 de las personas detenidas. Las semanas del verano de 1856 que siguieron a estos sucesos estuvieron marcadas a la vez por las cuadrillas de incendiarios de campos que, al modo del capitán Swing, vengaban a los caídos; por los milicianos pasados al bandolerismo y por las pesquisas gubernamentales sobre las conspiraciones que explicasen los motines. Meses después, ante una inestabilidad que no acababa, caía el gobierno y con él el bienio progresista.

Todo parece repetirse

Una guerra internacional, una crisis de precios, un empobrecimiento de la población. Epidemias, revueltas, represión. Todo parece repetirse.

«La historia no se repite, pero rima», dicen. «La historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa», dice otro. También resuena aquello de que «Los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla».

Esto no es un tratado sobre las leyes de la historia, pero es que hoy resulta inevitable ver repeticiones, rimas y farsas. Durante el pasado semestre en el Centro de Estudios Abrigaño dedicamos bastante esfuerzo a preparar una conmemoración de los motines del pan, con pretensión de continuidad y con el ánimo de desenterrar de la memoria colectiva estos sucesos. Mientras tanto, el expansionismo ruso lanzaba su cruzada contra el decadente occidente y sacaba músculo de su virilidad en una guerra con mucha tendencia a justificarse como repetición, o más bien como farsa, unos exhibiendo banderas rojas y cintas de san Jorge, y otros, esvásticas y saludos romanos. Mientras tanto, la cesta de la compra nos subía un 10 %, empujada por el precio de las materias primas energéticas —petróleo, gas, uranio...—. Y, además, pasábamos olas de calor inauditas en la península ibérica que han dejado una sequía brutal y calamitosa para la producción alimentaria. Poca agua, mucho sol y demasiada guerra en Mariúpol.

Lo que no ha ocurrido todavía es el estallido. Ni la revolución. Ni ningún motín. Hay quien ve que tenemos un gobierno progresista que invita a «la esperanza y el progreso», aunque atenazado por una coyuntura internacional endemoniada. También quien teme, como pasó con aquel bienio progresista de Espartero, que una oleada de descontento y revueltas termine con un nuevo gobierno conservador a los mandos del Estado español. A pesar de la letanía del conformismo, lo cierto es que todo puede suceder. La inestabilidad que atravesamos es un campo abierto para cualquier escenario y, por eso, cosas impensables hace años hoy son titular recurrente. No obstante, pareciera que sigue siendo más fácil pensar en el final de todo, en un Mariúpol global tras una oleada de devastación, que en el principio de algo mejor. Parece que sigue siendo más fácil pensar el final del mundo que el del capitalismo. ¿Es posible que siga siendo más fácil pensar la manifestación, la queja y la revuelta que la organización, la propuesta y la revolución? ¿Tan lejos nos quedan?

Preparar el día después de la revolución

Es cierto que si los motines del pan en la Castilla del siglo xix no terminaron en revolución, posiblemente tenga que ver con la falta de organización y la ausencia de una colectividad capaz de avivar la llama una vez saltada la chispa. Pero no es menos cierto que el estudio de la historia nos debe servir para establecer una nueva hoja de ruta en el presente: 1) forjar organizaciones, trenzar alianzas capaces de canalizar las pavesas de conatos pasados para trasladarlas a los nuevos conflictos (huelgas, manifestaciones, luchas por el territorio) que estallan día sí, día también, en nuestros territorios; 2) dibujar con nuestras propuestas un futuro esperanzador, un futuro que apetezca ser vivido: más sostenible, más saludable, más equitativo, más igualitario; y 3) apuntalar las redes solidarias que nos sostengan —sindicatos, cooperativas de consumo, de vivienda, de información— mientras preparamos, como diría Ursula K. Le Guin, el día después de la revolución.

 


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