#Verano2060
Una aldea abrazada a los cuidados
Sara Córdoba
Ilustración de Marrabila
Después de años de reflexión profunda y práctica radical, en la Vacalloria los cuidados se han interiorizado. Relacionarse es cuidar, cocinar es cuidar, divertirse es cuidar. De la comunidad, del entorno, de la memoria colectiva. Asimismo, el autocuidado es fundamental para aprender, para conocerse y para disfrutar. ¿Cómo se ha llegado hasta aquí? ¿Cómo se organizan?
Hay publicaciones que afirman que La Vacalloria[1] fue la experiencia que abrió camino a las decenas de aldeas pobladas y gestionadas únicamente por mujeres que proliferaron en Galicia y el territorio asturleonés a partir de los años treinta. Inspiradas en aquel momento por las comunidades no mixtas de Rojava (en el antiguo Kurdistán sirio), pusieron en marcha una economía y una forma de vida adaptada a la climatología y las condiciones del territorio en busca de la soberanía y el buen vivir (ya hablamos de ello extensamente hace unos años). Treinta años después, y ya con población mixta, La Vacalloria vuelve a ser referente, esta vez por su manera de entender los cuidados, las relaciones de poder y los afectos.
Visitamos la experiencia a principios de primavera. La aldea se encuentra en la base de Peña Taranes, dispersa en uno de esos valles cerrados que caracterizan el territorio astur, orientada al sur, como es común en estas tierras para aprovechar al máximo la escasa luz solar, sobre todo en invierno. El valle está salpicado por varias quintanas (grupos de casas) separadas entre sí por dos o tres kilómetros y un núcleo central donde se sitúan algunas viviendas y servicios comunes, como la casa del pueblo, la cocina y el llagar. Hacia la montaña se extiende el bosque de avellano, castaño y roble que luego va a ser sustituido por las majestuosas hayas. Hacia el valle, encontramos una franja de bosque de ribera, prados y huertas que aprovechan los espacios más fértiles, ahora con los manzanos y otros frutales en flor.
Había una vez un pueblo en ruinas…
… donde las piedras amontonadas hablaban de un pasado humilde pero autosuficiente. Este parecía un buen escenario para empezar una nueva historia, debieron pensar sus primeras pobladoras en 2026. Ya había pasado el momento en que la gente despreciaba su pasado rural mientras su modo de vida arruinaba el futuro de la biosfera, ahora tocaba encontrar lugares para volver a poner en marcha una forma de vida consciente de su interdependencia y ecodependencia.
«El tema de los cuidados y de las relaciones de poder estuvo presente desde el momento en que se gestó la idea de establecerse juntas en una comunidad». Quien habla es Berta, hija de una de las repobladoras originarias y cuidadora de la Casa del Pueblo o Casa de la Memoria, donde nos tomamos sidra mientras conversamos. Nos cuenta que vinieron huyendo, entre otras cosas, del extractivismo de su tiempo vital que suponían los cuidados en el pasado: no elegidos, despreciados e invisibles. Querían organizarlos de otra manera, colectivizarlos, tanto los de sus mayores, como los de sus criaturas, y que a la vez fueran de mayor calidad, disfrutables y transmitiendo otros valores. Decidieron hacerlo de forma no mixta debido a varios conflictos previos con compañeros hombres. «Su forma de entender la interdependencia quedó plasmada en la estructura y organización cotidiana de comunidad. Como cuidados, incluían los afectos, la sexualidad, la creatividad, la escucha…, incluso la deconstrucción de su mentalidad capitalista», explica Berta.
Conscientes de que limitar el grupo a personas que se viven mujeres no iba a garantizar horizontalidad en las relaciones de poder, se plantean intentar construir una comunidad no mixta desde una visión más pragmática que esencialista. «Por el hecho de creernos mujeres, la mayoría de nosotras hemos sido socializadas generando más empatía, menos espíritu competitivo, más capacidad para la colaboración…, aunque somos totalmente conscientes de que es necesario reforzar y trabajar estos valores permanentemente para mantenerlos». Estas son palabras extraídas de los Anuarios de La Vacalloria, una colección de más de cincuenta libros donde ha ido detallando, hasta el día de hoy, su devenir, incluyendo los debates, conflictos y contradicciones. Ezme los ha leído de principio a fin, fascinada con lo que contienen y por lo visionario de documentarlo de esa manera. Lleva desde el otoño haciendo una estancia en casa de Berta para conocer el funcionamiento de la comunidad y estudiar la manera de adaptarlo a su propio valle, Laguar, en las montañas del País Valencià. «Todas tenían que asumir una parte de los cuidados, independientemente de su situación, pero, al mismo tiempo, todas tenían derecho a tiempo propio, no solo para leer, estudiar o formarse, aspectos que se consideraban como parte del quehacer comunitario, sino tiempo para descansar, para relajarse o para aburrirse», nos cuenta. En ocasiones, había quien tenía mucha energía para sostener a otras personas y también, claro, había quien no podía hacerlo por diversos motivos. «Todo esto se hablaba, intentando no perpetuar roles de personas cuidadoras y personas cuidadas. La idea fundacional no era que cuidar fuera una imposición, sino una responsabilidad colectiva».
Estas dinámicas no se organizaron por arte de magia, a pesar del consenso teórico y el compromiso de las primeras pobladoras». La reciprocidad en las relaciones de poder se trabajaba constantemente mediante talleres, grupos de trabajo para promover la horizontalidad y grupos de observadoras que, de forma rotativa, estaban atentas a los conflictos, a las desigualdades, a las incomodidades de las personas, a los buenos resultados… y también con mucho trabajo personal e introspectivo», explica Ezme, que comparte a continuación la complejidad de adaptar esta experiencia a su pueblo, habitado ininterrumpidamente desde la época morisca y con población mixta.
La Vacalloria fue acogiendo mujeres durante los años sucesivos, creciendo, según las crónicas, de forma orgánica. Fue a finales de los años cuarenta, con más de un centenar de pobladoras, cuando decidieron abrirse a continuar la construcción de comunidad con hombres adultos cis, manteniendo sus valores.
De colectivizar los cuidados a interiorizarlos
Con la entrada de los compañeros se debatió, en primer lugar, la necesidad de revisar el protocolo existente para las agresiones. «Algunas mujeres recuperaron antiguos miedos de naturaleza patriarcal cuyo análisis dio para muchas páginas en los anuarios. Finalmente, se decidió que fueran los mismos hombres los principales encargados de evitar y gestionar los posibles nuevos conflictos o violencias, y funcionó muy bien; fue una especie de transición hacia la justicia restaurativa que desarrollaron después», nos cuenta Ezme.
Durante los primeros años de la integración de los hombres cis en la comunidad consideraron que era importante trabajar los cambios de roles de forma quizás un poco drástica, en palabras de Berta, que entonces era adolescente. «Decidimos que aquellos sujetos que habían sido privilegiados antes de la revolución asumirían una mayor carga de cuidados que las demás, de hecho, no contaban prácticamente con tiempo para sí mismos y asumían la mayor parte de los trabajos considerados menos agradables, como limpiar los baños secos», ríe Berta. Pero pasado un tiempo y tras un proceso de aprendizaje sobre la importancia e invisibilidad de los trabajos de cuidados por parte de los hombres, decidieron que había llegado el momento de buscar un nuevo equilibrio. «La reparación que necesitaban nuestras madres y abuelas se había producido, pero con lo que de verdad soñábamos, lo que queríamos construir, era otra cosa: que todas las tareas de sostén de la vida fuesen compartidas, valoradas y, cuando fuera posible, disfrutadas», aclara Berta. Por otro lado, tampoco el binarismo de género satisfacía sus anhelos ni los de las siguientes generaciones. Querían ser personas que se cuidan entre sí desde la alegría y no hombres y mujeres reparando injusticias históricas.
La cocina es uno de los centros neurálgicos de La Vacalloria. Se trata de un edificio amplio, ventilado y espacioso, con una gran bancada de roble y un comedor de invierno y otro de verano en el exterior. Además, existen otros espacios específicos para la elaboración de pan, conservas, mermeladas o dulces, y una gran despensa. Visitamos el lugar por la mañana y allí encontramos a Antón, que nos cuenta entre fogones y con una radio de fondo que el trabajo en la cocina está muy interiorizado en la comunidad, todo el mundo en algún momento del año viene a trabajar aquí y normalmente es un espacio de socialización. «Yo esta semana he pedido cocinar en solitario porque necesito estos momentos de introspección, los disfruto», nos explica. «Pero, sobre todo cuando hay algún encuentro o la celebración de algún producto de temporada, trabajar en este lugar es una fiesta, incluso las criaturas participan». Hoy Antón cocina con leña, pero disponen también de biogás del biodigestor de la vaquería. Aquí se cocina para cualquier persona de la comunidad, aunque algunas quintanas más apartadas tienen su propio espacio de cocina también.
Cuidar hacia dentro y hacia fuera
Mientras la olla está al fuego, salimos a sentarnos al sol. Hace un día precioso y hay luna de siembra, así que mucha gente está en los huertos. Se respira un ambiente idílico y cuando lo mencionamos, Antón se ríe porque no quiere que nos llevemos una visión equivocada. No todo es amor en La Vacalloria. «El vivir sabroso, como dijo en su día Francia Márquez, expresidenta de Colombia, implica no solo el disfrute, sino también poner encima de la mesa los conflictos, quitarles el estigma negativo que tuvieron en el capitalismo y aprender a gestionarlos colectivamente, incluso cuando son graves», explica mientras se lía un cigarro. «En ese sentido, llevamos décadas trabajando la justicia restaurativa, que no solo supone dejar atrás la perspectiva punitivista, sino responsabilizarnos colectivamente de lo que ha provocado el supuesto conflicto, complejizándolo más allá de víctima y victimario, y a partir de un trabajo muy fuerte en comunicación y cultura de paz». Después nos cuenta que algunas personas de la comunidad estuvieron hace mucho tiempo formándose sobre esto con las culturas nativas de Norteamérica, en un viaje organizado por la Plataforma asturiana contra la guerra.
A veces la exigencia de repensarse, reeducarse y sobrevivir en un nuevo espacio, cultivar la tierra, gestionar la energía, consensuar acuerdos y todo el resto de las ocupaciones, era física y mentalmente agotador. Entre la emoción de ser un referente, de estar creando algo por lo que merecía la pena luchar, asomaba a menudo el hastío y la melancolía. Al principio la comunidad no supo aceptarlo, el terror al fracaso que habían sufrido otras aldeas llegaba a bloquear esa necesidad de descanso. Deshacerse de esa presión y abrirse al contacto con otras comunidades del entorno supuso para la gente de La Vacalloria un gran punto de inflexión. Los viajes para intercambiar productos y conocimiento, las jornadas de apoyo mutuo con otros valles, las fiestas y los encuentros, generaban una energía y emoción inusitada. La comunidad necesitaba enormemente de los aportes e intercambios materiales, pero también de los afectivos. «Fue fundamental saber que no estábamos solas, aprender otras maneras de hacer cosas, otros sabores de la comida, otros problemas y otras soluciones. También darles importancia a las fiestas, al descanso, a abandonar temporalmente incluso el rol de cuidadora», nos cuenta Berta.
En La Vacalloria las fiestas tuvieron un papel cada vez más importante. Con el paso del tiempo los momentos del año marcados para festejar, bailar, celebrar carnavales y desconectar en la propia comunidad o desplazándose a otras fueron más frecuentes. Organizarse para que algunas personas realizasen los cuidados imprescindibles a las más dependientes mientras todas las demás podían transgredir y gozar fue una de las claves para superar conflictos y sobrecargas, para sobrellevar el esfuerzo del trabajo diario, para entender que la perfección no existe y, sobre todo, para sentir que la vida que se estaba construyendo era digna de ser amada y elegida y, por tanto, digna de ser defendida.
[1] En asturianu significa ‘ciervo volante’, ‘persona alocada’ y ‘acebo’.
Sara Córdoba
[Patricia Dopazo, Irene García Roces, y Verónica Sánchez Livi]