#Verano2060
Camil Giné
Embarcaciones con vela latina. Foto: David Segarra
Nos acercamos a la vivencia a pie de barco de la primera edición del Potlach mediterráneo. Estamos a punto de divisar tierra.
Marina siente el impacto de una ola bajo la quilla cuando pone un pie en cubierta. Unas gotas le salpican las gafas. Se las limpia en un acto reflejo y contempla de nuevo el mar ante sí. Otra cálida mañana de un día de primavera. El viento lame con fuerza las velas latinas.
Mira a su alrededor. El capitán está al timón y anuncia a viva voz que, si este viento los acompaña con la misma intensidad que ayer, en pocas horas llegarán a su destino. Los compañeros que ya están en cubierta jalean la noticia con vítores. Otros que van saliendo del comedor con algún que otro trozo de desayuno en la boca, la extienden rápidamente. Algunos compañeros se abrazan. No obstante, la brevedad de sus gestos denota cierta tensión. El viaje de ida está a punto de concluir y, pese a algún pequeño contratiempo, todo ha ido según lo programado. Pero se perciben las ganas de llegar.
Es primera hora de la mañana y ya se siente el calor de la jornada. Una vez terminadas las tímidas muestras de celebración, cada quien busca su quehacer bajo una sombra. Unos simplemente estiran las piernas, otros se ponen cómodos con un libro en la mano y Marina, ahora, centra la vista hacia el horizonte, en la dirección que lleva el barco.
Ni un atisbo de tierra aún.
La mar a estas alturas parece no terminar nunca. Aun así, ya no le parece tan terrible el viaje. Ella, que se siente y se sabe animal terrestre, nunca se hubiera imaginado cruzándolo. Pero aquí está y ya se ha acostumbrado al balanceo, y hasta puede decir que le gusta cómo la mar la acuna cada noche dentro de un camerino minúsculo. Quizás sea lo más parecido a volver al vientre.
Aparta el pensamiento de su mente y se gira hacia babor, camino de popa, mientras estira los brazos. Otra vez la misma sensación. A pesar de llevar varias jornadas viéndolo, no deja de sorprenderle el espectáculo que tiene ante sí.
Utiliza la mano como visera en dirección al resto de barcos. ¿A quién se le ocurrió esta locura?
Cincuenta barcos, cada uno con su tripulación, transportando a centenares de hombres y mujeres libres, personas destacadas en decenas de ámbitos profesionales y venidas de toda la ribera del Mediterráneo, hoy —finalmente— tomarán tierra en la costa norteafricana.
Mira a sus compañeros de viaje. Han pasado dos semanas desde que partieron de sus casas. Ahí está Saíd, que es un experto en el modelo silvopastoral y un gran líder comunitario, hablando con Bruna, que es una ecóloga muy reputada. El sonido de las olas y el viento no le deja escuchar la conversación. Tampoco quiere entrometerse. A medida que su llegada se ha ido materializando, se ha visto cada vez más tensa y no le apetecen las conversaciones. Su cerebro carbura sobre cómo va a ser capaz de discernir las cosas importantes de las intrascendentes... «¿Podré desarrollar el papel para el que me he preparado los últimos cuatro años?».
Como antropóloga, desde que tomó consciencia de ello, nunca ha dejado de fascinarle la plasticidad con la que se moldea a los seres humanos. De un sistema de economía regional propio de los pueblos salish, haida, tlingit, tsimshian, nuu-chah-nulth y kwakiutl en la costa del Pacífico de Norteamérica a su extensión por todos los biomas del planeta. De ser una práctica prohibida a recibir ahora el impulso de las instituciones.
Hoy, después de dedicarle miles de horas —junto con otros miles de personas en un esfuerzo sin parangón en la historia de la humanidad—, Marina verá materializada la primera edición mediterránea del potlach o, sencillamente, la economía del regalo o del don: un mecanismo social y económico, que sirvió a diferentes pueblos amerindios para conseguir una plena autosuficiencia colectiva regional en el pasado. Hoy se trata del modelo sobre el que construir pueblos resilientes en la lucha contra el cambio climático y otros conflictos.
Marina recuerda que la economía del regalo venía siendo estudiada y manoseada las últimas décadas por las universidades más prestigiosas en los ámbitos de economía, sociología o antropología.
Se resolvió, pocos años después de la Gran Caída y a petición de los Concejos Abiertos Confederados, que se importara el modelo para crear pueblos adaptados en la lenta lucha contra la desertificación y el cambio climático, así como frente a otros problemas regionales que padecían distintas áreas del globo.
La idea, muy ambiciosa, se había dotado con los mejores recursos económicos, técnicos y científicos posibles, y ya llevaban años recogiendo sus frutos en muchas partes. El comercio dentro de las distintas regiones ya era estable y, en los últimos tiempos, encarnar esa fraternidad se había constituido como algo cada vez más necesario e imperante.
Se siente de nuevo abrumada por el encargo. Claro. Normal. Mientras todos los demás oficiales estén intercambiando conocimientos y experiencias y participando en esa fiesta de la abundancia, Marina tendrá que documentar y registrar distintos espacios significativos de interacción.
Su objetivo tiene que servir a medio plazo para mejorar estas mismas relaciones sociales y económicas a escala global. Cada neopotlach regional hará lo mismo, entrecruzando sus datos con los demás en la búsqueda de un saber acumulativo que permita a millones de cabezas pensantes adecuar su respuesta local a los problemas globales.
Por si los objetivos mencionados no entrañaran ya de por sí una meta difícil de alcanzar, su encargo en particular también contiene trazas para el eterno debate sobre las gobernanzas globales. Simposios, reuniones y congresos rellenan su agenda para estos días.
Estas tensiones nunca resueltas, esos dudosos límites entre las gobernanzas locales del común y sus ámbitos hasta la más alta esfera, llevaban ya tiempo generando conflictos en algunos continentes. Desandar el camino después de la Caída no había sido igual para todas las culturas del planeta. Algunas prácticas anómicas tan enraizadas no se podían borrar tan rápido. Sin embargo, Marina cree firmemente que la experiencia del neopotlach tiene que servir de base para alcanzar una paz mundial duradera.
Recuerda su experiencia en la última escala. Fue en una isla de pescadores. Allí tuvo lugar parte del encuentro con participantes de otras orillas.
Después de la Caída, los pueblos con una alta tradición pesquera fueron de los primeros en conseguir una alta resiliencia ecológica. Beneficiados por la disminución del tráfico de mercancías y las vedas, pronto los mares habían producido excedentes y riquezas que se extendieron por distintas costas. Esa comunidad en concreto había atraído a artesanos y técnicos de distintas culturas que aún habían contribuido más a aumentar su reputación regional. Otras zonas también se habían visto favorecidas por sus flujos comerciales.
Fue en esa escala en la isla cuando pudo documentar algunos de los distintos ritos que acompañaban al neopotlach. Durante la primera noche del encuentro, después de un banquete en el que no faltó de nada, se celebró probablemente uno de los actos más significativos. El gremio de pescadores congregó con música a lugareños y visitantes camino del puerto.
Toda la comitiva se dirigía a presenciar uno de los actos más simbólicos de igualación económica y social. Una vez cesó la música, un largo silencio se extendió entre los asistentes. Entonces, uno de los pescadores más destacados del gremio local prendió la chispa. Su barca de pesca, la más lujosa de las que había mandado construir, terminaría pasto de las llamas.
Quemaba físicamente su barca más equipada, aquella con la que habría conseguido un número de capturas mayor, para la obtención de un prestigio inconmensurable.
Mientras prendía el fuego sobre la barca, el pescador lucía con orgullo su gesto, sabiendo que con su quema obtendría aún más reputación entre su comunidad. Había sido elegido de entre todos los miembros del gremio. Se trataba de un título rotativo en el que solo se seleccionaba a la persona más competente. Mantuvo la cabeza bien alta hasta que el fuego devoró la estructura.
La multitud, por el contrario, se mostró pasiva hasta su hundimiento. Después volvió a celebrar la abundancia como si no existiera el mañana.
De esa noche recuerda cómo embriagó todos sus sentidos. Por el contrario, sabe que su cabeza hoy debe estar fría y clara. La levanta y se percata de gavilanes en lo alto del cielo. Se dice para sí misma que si hay pájaros, hay tierra. Entorna el cuello y vislumbra una gran masa marrón ante sus ojos. Un aire seco y plomizo le azota la cara.
Entrecierra los ojos para ver mejor. A primera vista le parece un paisaje muy hostil, una gran masa amorfa de tierras y cordilleras desnudas bajo el sol abrasador. Conforme se acerca, empieza a distinguir unas diminutas manchas verdes. Primero son pocas, pero, a medida que adapta su vista al paisaje, no paran de multiplicarse. Solo pueden ser árboles. Miles. Millones. Sin duda, en gran parte, serán las palmeras datileras comunales sobre las que han basado su proyecto de mitigación del cambio climático.
Y en línea con la proa se empieza a apreciar unas barcas que parecen salir de un punto gris entre tanto verde. Reconoce la ciudad tras el puerto. El viaje pronto terminará.
Todos sus compañeros de viaje se han reunido mirando rumbo a tierra. Se repiten las escenas fraternas. Cuando un abrazo la orienta hacia estribor, ella también se emociona. Ahí está Saïd, susurrándole algo a la oreja. Bruna le ofrece otro. Este será silencioso. Durante unos instantes no hay nada más en el mundo.
En el resto de las embarcaciones también se han percatado de su pronta llegada. Se oyen gritos de alegría. Son tan fuertes que en ocasiones pueden llegarle entrecortados. Ahora se gira hacia el puerto.
Aprecia decenas de balandras pequeñas y ligeras que se acercan. Están profusamente decoradas y llevan flores y colores vivos en sus velas y banderines. Cubriendo la distancia a gran velocidad se sitúan a su altura. Acordes dispersos. Cada balandra trae una banda de músicos, y mujeres y niños los acompañan con palmas y voces. Coordinadamente, van ocupando los espacios, hasta que, en un abrir y cerrar de ojos, una se sitúa junto a ella y se lanzan sogas para establecer los primeros lazos.
Marina aprovecha esos breves instantes para hacer un rápido análisis de su balandra. Los colores de las velas, sus dibujos y símbolos, los frutos y obsequios exuberantes que la decoran… En cada uno de los detalles, percibe un florecimiento técnico y cultural muy avanzado. Los pasajeros van habillados con ropas ricamente decoradas. Sus pañuelos, sus sombreros y el resto de ropa hechos de tejidos naturales, se complementan con los colores del bote. Llegan sonriendo. Hay tímidos saludos de los más pequeños. Los primeros cabos ya se están atando y lentamente se va estrechando la distancia entre las naves.
En unos minutos empezarán los compases de las relaciones sociales. Amistades y enemistades, amores y desamores. Encontronazos que marcaran las experiencias personales de todos los individuos para bien o para mal. Quién sabe. Ella cree que difícilmente estas filias o fobias individuales pueden comprometer el proyecto. No existe la persona que detente tal poder.
Marina toma consciencia. Se gira y se dirige hacia un banco de la cubierta. Lo abre y descubre allí una mochila y extrae de un bolsillo la cámara monofocal. Comprueba que se encuentra lista para su uso y se la pone meticulosamente en la frente, con un gesto suave y decidido, para que su pelo no la moleste.
Delante de ella solo la mar. La invade el recuerdo de las historias de su abuelo de cuando esta fue frontera entre países, culturas y religiones y de cuantas vidas inocentes se vertieron sobre ella. Piensa que es un regalo envenenado que aún puede seguir siendo azul, pero para aprender del pasado siempre existirán las buenas historias —a veces tristes— que cuentan los viejos.
Hoy, sin embargo, empieza otra muy distinta.
Activa la cámara, respira profundamente y se da la vuelta. Una niña con una amplia sonrisa se le acerca tímidamente. Lleva una guirnalda de flores en las manos y Marina se arrodilla.
Hoy, definitivamente, empieza otra clase de historia.
Camil Giné
[Gerard Calaf]