Alfonso Moreno
Tengo por costumbre pasear por el campo; parece que uno es más libre entre caminos de tierra y huertas. Mis pasos están acompañados del paisaje que a lo largo del tiempo han ido esculpiendo aquellos que nos alimentan y que ahora se afanan a recoger su cosecha. Parece como si la prisa de la ciudad hubiera contagiado la sabiduría campesina. Observándolos, me vienen a la cabeza las palabras del escritor Mircea Eliade: «En la naturaleza podemos distinguir tres importantes ritmos temporales: el tiempo geológico, el tiempo vegetal y el tiempo humano. En otras palabras, la naturaleza es un inmenso organismo viviente, en que cada uno de sus componentes tiene un ritmo propio que debemos respetar».
Las palabras de Mircea resuenan en mi cabeza mientras continúo mi camino entrelazando pensamientos, el movimiento es un gran generador de ideas. Últimamente, creo que vivimos en una continua carrera para producir sin descanso, una vía rápida donde no hay tiempo para reflexionar sobre la necesidad de respetar el ritmo del cultivo, las dinámicas de regeneración del suelo y las necesidades del campesinado. Tengo la sensación de que vivimos desconectados de la naturaleza. ¿En qué momento decidimos trabajar alejados de las necesidades del campo? Puede que la presión por ser competitivos, por producir cada día con el fin acceder a un sistema masivo de mercado, fuera el inicio de la desconexión. La intensificación, forzar el ecosistema agrario a partir del uso masivo de fertilizantes de síntesis, pesticidas y herbicidas ha roto la relación directa entre el campesino y el campo. No hay observación ni búsqueda sobre las causas de los problemas que sufren los cultivos. No se reflexiona sobre por qué las plantas enferman cada vez con más frecuencia. No se deja que la tierra descanse y se labra continuamente con el pretexto de eliminar las llamadas malas hierbas. Los ritmos temporales se han acelerado y el sistema intensivo ha creado un calendario propio de trabajo desvinculado de las necesidades de la tierra, del campesinado y de los cultivos.
El camino me adentra entre campos desnudos, sin vegetación y expuestos a un sol mediterráneo lleno de energía. No puedo dejar de ver con inquietud cómo maltratamos el suelo, la tierra nutricia. Hoy en día pocas fincas conservan esa fascinante capa de mantillo activo, un resguardo de vida compuesto por materia orgánica, bacterias, hongos, lombrices, artrópodos e insectos, esa laboriosa comunidad que interactúa entre el trabajo del campesino y los cultivos, que proporciona los nutrientes necesarios a las plantas y estructura el suelo generando espacios porosos por dónde circula el aire y el agua. Es una capa de vida, un complejo ecosistema microscópico que se ve afectado por las labores de cultivo intensivas. El abuso de la maquinaria pesada, junto con el constante apoyo en los fertilizantes de síntesis y en los pesticidas, ha deteriorado la estructura del suelo y afectado gravemente a la composición del mantillo. El resultado a lo largo de los años es palpable, la capa fértil de las zonas de cultivo ha desaparecido a favor de un sustrato inerte y una tierra sin capacidad de retener sus propias partículas ni de generar nutrientes, completamente dependiente de las aportaciones externas para poder producir. Leí hace tiempo que, en el Estado español, más de un 50 % del terreno está clasificado como zona con un riesgo medio-alto de erosión.
Abuelo haciendo toniza. Prado del Rey, Cádiz. Foto: Eva Mena
Buscando resistir. Prado del Rey, Cádiz. Foto: Eva Mena
Una explosión de vida subterránea
A veces, entre los campos, puedo ver pequeños montículos de estiércol y siento un calor reconfortante. Son almacenes de nutrientes que se esparcen en el suelo con la esperanza de mejorar el nivel de materia orgánica. La vida campesina está llena de esperanzas, es una búsqueda incesante para entender la naturaleza. Después de esparcir el estiércol, toca esperar y confiar. El trabajo de descomposición que realiza la biomasa del mantillo, transformando las heces en humus, tiene la capacidad de regenerar la fertilidad de la tierra. La masa inerte de roca, de arena, de limo y arcilla se agrupa en gránulos y recobra la vida a través del humus y la biodiversidad que lo habita. Los hongos se nutren y regeneran sus hifas, se conectan con las raíces de las plantas e intercambian nutrientes. Las lombrices encuentran alimento, crecen, se mueven por el suelo llevando el humus hacia las capas más profundas y excavan miles de túneles que airearán el sustrato. En este ambiente, las bacterias se multiplican acelerando la descomposición de la materia orgánica, liberan nutrientes y fijan el carbono y el nitrógeno que necesitan las plantas para crecer. La tierra respira, se llena del dióxido de carbono que surge de la actividad microbiana y que reducirá el pH del agua de riego, liberando los nutrientes retenidos en los gránulos que alimentarán las plantas. La materia orgánica genera una explosión de vida dentro del suelo, pero es vital que la biomasa microbiana esté presente y que se encuentre activa para que el campesino se beneficie de su trabajo. Por mucha materia orgánica que aportemos a la tierra, si la tierra no está viva, no obtendremos nada.
La vida campesina está llena de esperanzas, es una búsqueda incesante para entender la naturaleza.
El sendero de tierra que guía mis pasos se eleva hacia una pequeña cuesta, el cuerpo nota el desnivel y las piernas necesitan un esfuerzo mayor. La respiración se acelera y el corazón bombea con fuerza. La subida me acerca hacia unos antiguos bancales cultivados. Un momento de respiro me permite observar con detalle las construcciones de piedra y las plantas que las recubren. Algunas piedras hace tiempo que abandonaron su lugar dentro del muro y los huecos que dejaron continúan vacíos. Me parece una metáfora de la situación que vivimos. El sistema ha forzado el ritmo natural y el tiempo ya no pertenece a la naturaleza. Me doy cuenta de esta grave afirmación mientras reanudo el camino y miro la poca diversidad de flores que bordean los campos. Los efectos de los herbicidas y fertilizantes se hacen evidentes en la escasa variedad de vegetación que encuentro a mi paso. La mayoría son especies jóvenes, plantas vivaces y competitivas que colonizan rápidamente el medio y mueren. No hay prosperidad en ellas más allá de la reproducción. La hostilidad del sistema intensivo hacia las plantas ajenas al cultivo ha tenido como consecuencia la desaparición de los márgenes, coloridos espacios de vida y refugio de aliados para el campesino. Esta pérdida de riqueza herbácea tiene su reflejo en la monotonía de los vegetales que nos alimentan. Cuesta encontrar plantaciones alejadas de las variedades comerciales; plantamos y nos alimentamos de unas pocas especies. Dejar perder los cultivos tradicionales a favor de los cultivos adaptados a las condiciones intensivas tiene sus consecuencias en la biodiversidad del suelo. Los sistemas radiculares de las especies comerciales están especializados en la extracción rápida de nutrientes y no suelen desarrollar toda la capacidad de la planta. Son una suerte de atletas que necesitan su droga para alcanzar récords. Pero esas sustancias (fertilizantes de síntesis, pesticidas, herbicidas...) dependen del petróleo que ya ha rebasado su pico. La tierra padecerá el síndrome de abstinencia y quienes dependemos de ella, también.
La regeneración reclama tiempo y confianza. Tiempo para permitir que las raíces se desarrollen, que exploren la tierra, que enriquezcan el ambiente del subsuelo y sean resguardo de vida. Este espacio vital, además de nutrir la biomasa, tiene un papel importante en el manejo y descontaminación del suelo. Fomentar la diversidad de raíces en las parcelas permite trabajar su estructura a diferentes profundidades, disminuyendo los pases del arado mecánico y aportando materia orgánica a las partes más alejadas de la superficie. Además, manejar el suelo con diversidad de cultivos favorece la absorción y captura de partículas contaminantes como los metales pesados y los derivados del petróleo, y disminuye los residuos que las personas generamos en las plantaciones.
>El sistema ha forzado el ritmo natural y el tiempo ya no pertenece a la naturaleza.
Nuestra vida estuvo dentro de la naturaleza
El camino continúa y mis pasos me llevan a atravesar un pequeño grupo de pinos arropados entre matas de romero y lentisco. El pequeño mosaico de vegetación se abre hacia una pequeña casa abandonada que me invita a revivir vidas pasadas. Al ver el paso del tiempo en las paredes, junto a los restos que abandonaron los últimos inquilinos, tengo la sensación de que en el pasado nuestra vida estuvo más cerca de la naturaleza, más adentro de ella. Entre los restos, encuentro antiguas herramientas para trabajar el campo con caballos. Labrar con tracción animal me parece una forma respetuosa de relacionarse con la tierra; el paso del animal no afecta a su porosidad, fomenta el trabajo en la zona precisa y le aporta valor y nutrientes con sus excrementos. La superioridad humana no tiene lugar trabajando con animales, la conexión entre la tierra, el animal y el campesino permite sentir el lugar que ocupamos en la naturaleza.
Aprovecho la generosa sombra de un algarrobo para descansar, un árbol acostumbrado a sobrevivir entre personas. Mientras descanso, se levanta un viento caliente que eleva una nube de hojas y polvo seco. No puedo dejar de pensar sobre el futuro que les espera a estos campos. A causa de la crisis climática, se cree que en el 2050 solo un 10 % de nuestra tierra se mantendrá fértil y libre de erosiones. El aumento de la temperatura, de las rachas de viento, de los inviernos glaciales y de las tormentas torrenciales tendrá un efecto directo sobre la fertilidad y el cosmos subterráneo. La subida de la temperatura y la falta de lluvia acelerarán la desertificación y dificultarán la permanencia de los cultivos. El suelo perderá materia orgánica debido a la escasez de vegetación y de seres que la descompongan y, en consecuencia, se perderá la estructura, dejando la tierra apelmazada y sin vida. La degradación se hará evidente cuando las rachas de viento provoquen la perdida de las capas de suelo más ligeras, la arena fina y el limo volarán con facilidad, exponiendo los horizontes a los antojos del clima. En este panorama, la lluvia caerá en un suelo desnudo y desestructurado que habrá perdido la capacidad de retener el agua. Las gotas de lluvia discurrirán sin obstáculos entre los surcos, disminuyendo la infiltración y aumentando la fuerza de la escorrentía. El intenso frío del invierno también afectará al suelo, el agua helada deshará los agregados en partículas más pequeñas que el viento y el agua arrastrarán con facilidad. El cielo se nubla, parece como si la borrasca de augurios se trasladase a las nubes que me acompañan.
Durante el camino de vuelta empieza a llover, el agua fresca y el olor a suelo mojado reconfortan el alma y una bandada de pensamientos me sobrevuela, no todo está perdido. Quizás no podamos escapar del cambio climático, pero si podemos prepararnos para que sus consecuencias sean lo menos drásticas posible. Empecemos por gestionar la tierra desde una visión holística, fomentemos la fertilidad a partir del conocimiento y la mejora del entorno, respetemos los ritmos de trabajo de los cultivos y los procesos de la tierra. Permitámonos parar, observar y entender que el suelo, la tierra, es nuestro mayor aliado, sin él no hay soberanía rural.
Alfonso Moreno
Ingeniero agrícola, ambientólogo y profesor de secundaria