Reseña de Los bosques perdidos, de Rachel Carson (Ediciones El Salmón, 2020)
Laia de Ahumada
Los bosques perdidos es una recopilación de textos inéditos, algunos íntimos, como cartas o notas de campo; otros, fruto de discursos o artículos, editados de forma admirable por su biógrafa Linda Lear, que además nos regala un preámbulo que contextualiza la figura de la autora. El título procede de un texto del naturalista inglés H. M. Tomlinson, con el que la autora nombraba una pequeña extensión de tierra en Southport Island, que imaginaba como un santuario, un lugar de preservación de las zonas salvajes; por ello su editora decidió titular así el libro.
Yo nací en la década en que la bióloga marina, escritora y ecologista americana Rachel Carson (1907-1964) estaba inmersa de lleno en la defensa del cuidado del planeta, tarea a la cual dedicó toda su vida. Nunca oí hablar de ella en aquella época y poco imaginaba yo, en aquellos tiempos, que todo lo que nos parecía un progreso se convertiría en una amenaza que nos ha llevado donde estamos: como, por ejemplo, en aras de la revolución verde, rociar los cultivos con pesticidas y de paso también rociar nuestras habitaciones, antes de acostarnos, con Flit, el famoso insecticida que contenía DDT y que toda la familia inhalábamos con placer, mientras nos llenaba los pulmones de veneno. Tan cotidiano se nos hizo su uso que, en catalán, la marca dio lugar al verbo flitar, que significa rociar insecticida con una máquina del mismo nombre.
Años estuvimos con esas prácticas hasta que Carson, implacable en su lucha contra el uso masivo de pesticidas, tras la publicación de su último libro Primavera silenciosa (1962), consiguió la prohibición del agresivo DDT. Dos años después, con 57 años, moría de un cáncer que nunca confesó públicamente para que no relacionaran la enfermedad con sus denuncias a la industria química y evitar así que se desacreditara su objetividad científica.
Los bosques perdidos es una recopilación de textos inéditos, algunos íntimos, como cartas o notas de campo; otros, fruto de discursos o artículos, editados de forma admirable por su biógrafa Linda Lear, que además nos regala un preámbulo que contextualiza la figura de la autora. El título procede de un texto del naturalista inglés H. M. Tomlinson, con el que la autora nombraba una pequeña extensión de tierra en Southport Island, que imaginaba como un santuario, un lugar de preservación de las zonas salvajes; por ello su editora decidió titular así el libro.
Carson trabajó durante quince años para el gobierno, en el Servicio de Pesca y Vida Silvestre de Washington (FWS, por sus siglas en inglés), como bióloga marina y como jefa de redacción de sus publicaciones. Al dejar el trabajo, a pesar de sus múltiples obligaciones familiares ¾ya que tenía a su cargo a su madre, sus hermanas y sobrinas¾, pudo dedicarse a escribir los libros Bajo el viento del mar (1941), El mar que nos rodea (1951), La orilla del mar (1955) y Primavera silenciosa (1962). Sus temas eran científicos, pero al mismo tiempo divulgativos, adaptados al público en general, al que quería despertar el sentido de la emoción ante la naturaleza, mostrándole procesos ocultos a los ojos humanos, reconociendo sonidos, a menudo inaudibles si no se estaba en silencio, y movimientos minimalistas de una gran belleza. La autora se empapaba de la naturaleza y transmitía su sentir, con lo que despertaba la capacidad de asombro en sus lectores.
Ya de pequeña se sintió atraída por el mar, a pesar de que no pudo verlo hasta que acabó la carrera universitaria. Hablaba de un mundo compuesto de agua e invitaba a sus lectores a sentirlo, a desprenderse de sus percepciones humanas «y entrar de forma indirecta en un universo dominado en su totalidad por el agua». Sentía también un gran interés por las aves. Su devoción por el mar la llevaba a encontrar en la montaña muchas cosas que se lo recordaban. El aire, decía, era otro océano: «un océano navegado por halcones».
Más allá de su faceta de naturalista, Carson era una activista nata, convencida de la relación entre la actividad humana y las alteraciones del clima, de la necesidad de defender la vida salvaje porque «el hogar de la vida salvaje también es nuestro hogar». Defensora también de un trato digno para con los animales, fue muy crítica con la ganadería intensiva, con los «edificios como fábricas en los que los animales viven su miserable existencia sin sentir nunca la tierra bajo sus pies». Estaba convencida de que «el ser humano nunca estará en paz con los suyos hasta que incluya la digna consideración por todas las criaturas vivientes, una verdadera reverencia por la vida».
Preocupada por la era atómica en la que le tocó vivir, por los vertidos de desechos atómicos en el mar, por el uso desmesurado de pesticidas que ponían en peligro la vida contemporánea y la de las generaciones futuras, estaba convencida de que intervenían en el complejo sistema ecológico de forma irreversible y que por ello era necesario atajar su uso antes de que fuera demasiado tarde. Así, en la última etapa de su vida, de 1959 a 1963, se dedicó a escribir y defender Primavera silenciosa, una acusación contra el uso de pesticidas químicos sintéticos y los peligros de la contaminación. Denunciaba que «las verdades científicas básicas se estaban poniendo en peligro para servir a los dioses del beneficio y la producción» y defendía el derecho de la población consumidora a conocer la verdad para así conseguir «una revuelta de tales proporciones que esta nueva y vasta industria agrícola se vea obligada a enmendar sus métodos».
No quiero acabar esta reseña sin hablar de su vertiente filosófica, que se muestra en una conferencia que dio en 1954 ante mil mujeres de la hermandad universitaria de mujeres periodistas, en Ohio. En ella habló de su parte más íntima, sobre el sentido de la vida y la relación entre la belleza natural y el desarrollo espiritual de la persona. Estaba convencida que «la belleza natural debe ocupar un lugar en el desarrollo espiritual de todo individuo y toda sociedad» y, por tanto, se tenía que ir en contra de todo aquello que suponía la destrucción de la belleza y su «sustitución por la fealdad creada por la mano del hombre, esta tendencia hacia un mundo peligrosamente artificial».
La belleza, la capacidad de admiración, de compasión, junto con el rigor científico y su implicación activa en la defensa de una naturaleza con la que sentía una plena conexión, hacen de Rachel Carson una mujer admirable, siempre activa, siempre con algo por investigar. Así lo demuestran estas palabras que escribía antes de su muerte: «lo que me dará consuelo en mis últimos días es una infinita curiosidad por lo que vendrá después».Laia de Ahumada
Escritora e integrante de Terra Franca