Diálogo con Marta Soler y Jeromo Aguado

Revista SABC

MARTA JEROMO MESA1

En una feria de intercambio de semillas, en el pequeño pueblo de Argençola (Catalunya), dos referentes de la soberanía alimentaria dialogan sobre el momento crucial que estamos viviendo. Un pensar llega desde Palencia, el de Jeromo Aguado, campesino de huerta, ovejas y pollos desde hace más de 30 años. El otro, de la economista agraria Marta Soler, llegada de todas sus militancias en Sevilla. Un diálogo entre el campesinado, la academia y los activismos.

 

 

  El momento actual podría interpretarse como un punto de inflexión para un modelo de agricultura capitalista que depende de materiales en disputa y que se agotan, y que se ve afectado por una emergencia climática que ese mismo modelo ha provocado. ¿Hay de verdad indicadores de que se acerca su colapso?

Jeromo: Yo creo que ya colapsamos hace mucho tiempo. Son signos del colapso nuestros pueblos sin gente, que estamos haciendo agricultura sin agricultores, que muchos ecosistemas se encuentran muy deteriorados o que la agricultura y la ganadería dejaron de existir como sectores complementarios. Los grandes cerealistas se frotan las manos cuando sube desmesuradamente el precio del cereal y no se dan cuenta de que están hundiendo económicamente a los compañeros ganaderos. Otro indicador es ver cómo el productor (yo ya no lo llamaría agricultor) se ha convertido en un mero intermediario del flujo financiero (cientos de millones de euros en ayudas de la PAC) entre los bancos que le prestaron el dinero para supermecanizarse y las plusvalías que se lleva la agroindustria. Todo ese dinero público tiene muy poca repercusión en dar vida a los territorios. Son efectos del colapso que hacen que quienes creemos en otro tipo de agricultura tengamos cada vez más difícil la vida en el campo.

Marta: Sí, estamos en colapso, otra cosa es que no seamos conscientes. Tenemos suficientes indicadores desde la década de los setenta, cuando ya se habló de que la tierra tiene límites y que la humanidad formamos parte de una complejidad biofísica que necesitamos. Desde entonces, nuestras sociedades de «progreso», en vez de tomar decisiones para solucionar ese problema, han pisado el acelerador. Este año el colapso está siendo especialmente visible por los costes de los fertilizantes y del diésel. Lo que nos estamos jugando es cómo nos vamos a alimentar. Hemos vivido en una economía que no está al servicio de la gente y que se apropia del campo y genera un modelo destructivo que nos devuelve unos alimentos falsamente baratos, porque son carísimos en términos sociales y ambientales. Andalucía lleva décadas apostando mayoritariamente por un modelo de agroexportación que destruye nuestro territorio, que nos deja sin agua, sin tierra... Hay mucha crispación porque ahora mismo no es viable y tampoco hay energía ni materiales para sostener la promesa de la digitalización.

 
   Es muy importante repensar la vida campesina como aquella que nos permite vivir, rearticular redes y deshacernos de esa mirada colonial.   
 

  En Catalunya esos límites se ven en otro sector de exportación, el del porcino. Pero hasta ahora las grandes empresas no han colapsado. ¿Cómo de fuertes son? ¿Qué vendrá antes, el colapso financiero o el de la naturaleza?

Jeromo: Son procesos paralelos. El sistema capitalista colapsa en la medida en que ya no tiene posibilidades de extraer más recursos de la naturaleza sin dar tiempo a regenerarse. El debate de las macrogranjas hubiera permitido desenmascarar dicho sistema, pero lo han querido conducir hacia el número de animales para determinar qué es una macrogranja, sin profundizar en hacia dónde nos conducen estos modelos agroganaderos, en los que el pez grande se va comiendo al pequeño. En nuestro territorio, granjas con un gran número de animales (200-300 vacas) están cerrando porque no son viables económicamente. Años atrás cerraron las que tenían 30 o 40. La dinámica es imparable.

Marta: Sí, pero la actividad financiera que mueve el dinero del sector porcino mañana estará en otro sector, se moverá con rapidez y dejará caer a los más pequeños. Es lo que tiene el modelo de integración ganadera: las grandes empresas venden y garantizan unos ingresos a partir de la subordinación, pero lo que hacen es externalizar el riesgo. Así en todo el sector agrario. A mí lo que me da miedo es que estas empresas con tanto poder han demostrado que su estrategia es la de tierra quemada, la de salvar los flujos financieros y dejar que se arrase lo local y su gente.

Jeromo: Fijaos, soy de una comarca con mucha superficie regable. Cuando empecé a trabajar en el campo, el 20 % de la población activa éramos agricultores, frente al 3-4 % que tenemos en la actualidad. Los regadíos hace 40 años se contemplaban como una fuente importante de riqueza; el aumento de las producciones o la incorporación de nuevos cultivos se traducían en más empleos. Hoy, los nuevos regadíos, con una tecnología muy controvertida, permiten producir más, pero sin la presencia de gente, agudizando más el proceso de acaparamiento de tierra para una futura agricultura digitalizada dominada por las corporaciones del agronegocio. La duda es si este modelo va a poder sobrevivir dentro de 15 años. En un pueblo donde podía vivir mucha gente con pequeñas unidades productivas, lo que ha quedado es una auténtica desolación. Sin embargo, la gente que hizo una apuesta por modelos agroecológicos y no tan dependientes de tecnologías ni petróleo, a pesar de todas las amenazas, recuperan autonomía y tienen más posibilidades de sobrevivir.

Marta: De hecho, ya están sobreviviendo. Cada vez los insumos cuestan más, cada vez se produce más, con lo cual caen los precios. ¡No salen las cuentas! Quien está en esa lógica de intensificar y competir en las cadenas globales está estrangulado tanto por los costes como por la distribución. ¿Qué se hace? La receta siempre ha sido crecer en la escala, pero eso va dejando a mucha gente en el camino. ¿Quién ha resistido? Quien no ha entrado en esa lógica del salto de escala. Es muy difícil no hacerlo porque el discurso dominante de las últimas décadas ha ido en el sentido de competir y crecer en los mercados globales y esa es la receta del suicidio rural y agrario, con condiciones laborales cada vez más degradadas. Hay personas que están rompiendo con esto de la mano de la agroecología campesina y la rearticulación de los territorios, y muchas de ellas son mujeres.

 
   Por la mirada que nos ha colonizado, la del desarrollo y la del patriarcado, no somos capaces de ver las alternativas que ya existen.   
 

  Esa realidad de asfixia de quienes están el modelo industrial, ¿tiene que ver con el malestar que lleva a las movilizaciones del mundo rural?

Jeromo: El malestar es lógico que exista. A mí me produce mucha angustia ver a los ganaderos supertecnificados, pero que siguen trabajando 13 o 14 horas diarias. No les salen las cuentas ni con asalariados mal remunerados. La respuesta a este dilema —y así lo hemos intentado hacer desde algunos colectivos— es caminar hacia la desintensificación. Yo tengo un vecino que tenía 500 ovejas que, poco a poco, ha ido desintensificando su granja y dice que produce menos, pero vive mejor, e incluso gana más dinero. Cuando ganaderos propietarios de 1500 ovejas venían a mi finca para conocer mi experiencia, les contaba la filosofía del proyecto, que elegí el camino de la simplicidad y la sobriedad, expresado en una agricultura pobre, con la mínima dependencia tecnológica, lo que yo denomino «la tecnología de las manos». La primera pregunta que me hacían es cuánto dinero ganaba, y les contestaba que por qué no me preguntaban por mi grado de felicidad. Eso los descolocaba. Mi opción fue aprender a vivir con poco, pero con dignidad. A veces algunos de los visitantes se atrevían a acercarse y darme la razón, decían que ellos movían cientos de miles de euros y todo el tiempo tenían dependían de las pólizas de crédito anticipadas. Con un volumen de negocio así, pedir 6000 euros más para poder comer no se nota.

Marta: Quienes han entrado en la industrialización han trabajo y arriesgado muchísimo respondiendo a las exigencias del modelo agroindustrial con «gran profesionalidad» y con unas expectativas de bienestar material y reconocimiento social que no se han cumplido. Tenemos que reconocer que la agricultura sufre un gran desprecio social histórico. Ahora están al borde del abismo y han perdido un conocimiento propio que les permitía un margen de autonomía; se han dado cuenta de que el dinero lo ganan otras empresas en la cadena alimentaria. También creo que la gente de la ciudad somos responsables porque hemos fallado a la gente del campo, no les hemos apoyado ni acompañado en la construcción de otro modelo agroganadero posible.

  ¿Qué se necesita para que la desintensificación sea viable?

Jeromo: Lo primero, reorientar la idea de viabilidad. Si lo reducimos a la dimensión monetaria, estamos perdidos, somos víctimas y a la vez cómplices de un modelo que niega las otras muchas dimensiones que tiene la vida y confunde vivir con hacer dinero. Nuestra gente campesina vivía, no hacía dinero. Vivía con dificultades, pero vivía. Sus quehaceres campesinos formaban parte de una forma de vivir y de relacionarse con la naturaleza, y no se reducían a una mera profesión. Cuando tienes clara esa dimensión, cambian muchas cosas, y la desintensificación resulta viable. Vivir no es trabajar 16 horas para mover mucho dinero y, además, estar endeudado.

Marta: Decía Vandana Shiva, en el libro Abrazar la vida, que los ingleses, cuando llegaron a las comunidades campesinas de la India, lo que vieron con su mirada colonial fue pobreza. «Pobreza percibida culturalmente», lo llama ella. Sin embargo, allí había diversidad, comunidad, no había plagas… Cuando llegaron la revolución verde y el endeudamiento, se generó una «pobreza real por privación». Aquí, ahora, estamos llegando a esa pobreza. Es muy importante repensar la vida campesina como aquella que nos permite vivir, rearticular redes y deshacernos de esa mirada colonial, mirar de forma crítica todo este modelo de desarrollo.

  Las administraciones proponen avanzar en digitalización, renovables a gran escala, «alimentación sostenible», ciudades inteligentes… ¿Hay una salida ahí, en esa manera de ver la ecología?

Marta: Este escenario es muy peligroso porque es el de la falsa sostenibilidad alimentaria, que se está apropiando de elementos que ha defendido la soberanía alimentaria, especialmente a través del marketing. «Local, fresco, ecológico…» y barato. Nos coloca en una situación en la que si antes ya era difícil comunicar la diferencia de modelos, ahora lo es más aún. Hay que dejar claro que la agricultura ecológica de sustitución de insumos (como la que se hace en Almería), unida a la agricultura empresarial, no es lo mismo que la agroecología, que trata de rediseñar, minimizar las necesidades de insumos y priorizar tu tecnología de las manos, que es autonomía. Un producto agroecológico transforma las comunidades rurales.

Jeromo: Ayer, viniendo a Catalunya, me entristeció ver toda la Ribera del Ebro llena de aerogeneradores. Han destruido el paisaje en nombre de lo verde. Para mí este sistema de energías renovables no es sustentable, su promoción se sostiene sobre minerales robados a los países pobres y matando a sus gentes de hambre. Además, la riqueza que generan se va de los territorios donde se implantan estas tecnologías. Si lo llevamos a la agricultura y la ganadería, es más de lo mismo; las políticas agrícolas quieren compatibilizar la agricultura intensificada —digitalización— con la ecología y la alimentación sostenible. Yo creo que esto no es compatible, salvo que entendamos que los dos modelos han sido instrumentalizados por el capital, concibiendo lo verde como otro gran nicho de negocio. Soy muy crítico con algunas experiencias agroecológicas que se construyen obviando el debate de la sostenibilidad energética y solo contemplan la viabilidad económica; claro está, nada quieren saber de costes externalizados con cargo a los países pobres para modelos «verdes» que no quieren dejar de crecer.

  El escenario al que queremos llegar, entonces, es el de la reconexión con la naturaleza, la sobriedad. ¿Cómo podemos avanzar hacia un cambio cultural en ese sentido?

Jeromo: Hay que pensar en clave de procesos, donde todos tenemos que evolucionar hacia un cambio de valores. El más importante es aumentar nuestra capacidad crítica sobre lo que acontece en el mundo y comprometernos en su transformación-humanización. El camino de la necesaria reconexión con la naturaleza hay que recorrerlo desde una dimensión menos individualista y más comunitaria; por ejemplo, todas las alianzas campo-ciudad. Mi propia subsistencia campesina ha dependido del compromiso de personas que deseaban alimentarse con los productos de mi granja, establecemos vínculos y relaciones más allá de un acto comercial. Un referente de este planteamiento lo tenemos en Francia con el modelo de agricultura sostenida por la comunidad. En este sentido, me identifico con Carlos Taibo, cuando en su libro Iberia vaciada, dice: «Muchas sociedades africanas han demostrado en condiciones de penuria su capacidad a la hora de crear redes solidarias que han venido a resolver de manera convincente muchos problemas». Con toda evidencia, en el mundo rico hemos perdido esa capacidad al perder las culturas campesinas. Y Taibo también, en una sociedad colapsada, plantea siete retos: «decrecer, desurbanizar, destecnologizar, despatriarcalizar, descolonizar, desmercantilizar y descomplejizar». Por eso, a pesar del acoso del gran capital, La Vía Campesina es una alternativa.

Marta: Ese tercer escenario de sobriedad lo estamos construyendo ya, por ejemplo, apropiándonos de la alimentación. Con conciencia y compromiso, con la dignidad de clase y la acción de la vida cotidiana. Pero, en los escenarios de colapso que vienen, va a empezar a construirse a partir de una necesidad extrema, generada por la creciente exclusión. ¿Cómo manejamos eso? Hay que poner en el centro todo lo que hacemos para la buena vida y para el cuidado y a quienes trabajan con sus manos, y eso lo hacemos en los hogares. Por la mirada que nos ha colonizado, la del desarrollo y la del patriarcado, no somos capaces de ver las alternativas que ya existen: son alternativas campesinas y muchas de ellas las llevan las mujeres. Están en las cocinas, tanto en la ciudad como en el campo, están en toda esa vida de atender necesidades, en las economías del cuidado. Hay muchas respuestas aquí y ahora, en la vida cotidiana. Es necesario visibilizarlas y politizarlas para ampliarlas colectivamente.

La desculturización del campo acelera el colapso

Jeromo: El colapso se ha acelerado en el mundo campesino a partir de su desculturización. Nos han hecho creer que nuestras formas de gestión y producción y nuestras formas de organización social eran obsoletas, y hemos claudicado. Muchos de nuestros padres fueron incomprendidos cuando se oponían a la agricultura moderna al intuir que conducía al suicidio del campesinado. Pero nosotros, «gente progre» y muy moderna, no los escuchamos. Cuando volvemos la vista atrás vemos la razón que tenían. La factura pagada son los desarraigos, una pérdida muy importante de conocimientos campesinos, lo que se traduce en la dificultad de encontrar referentes de unas culturas que supieron producir alimentos cuidando la tierra y sus comunidades.

Marta: Es muy importante lo que estás diciendo, porque esa idea de autonomía campesina, con conocimiento y en diálogo con la naturaleza, genera un modo de vida estable, que atiende necesidades. Y es un buen modo de vida, que apuesta por la estabilidad antes que por el crecimiento.

 

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