Isa Álvarez Vispo y Ángel Calle Collado
El medio rural respira de manera entrecortada. No se acuerda de lo que es respirar hondo, con aire limpio y mirando horizontes despejados e ilusionantes. El siglo xx fue el tiempo del abandono masivo; también el del surgimiento de paradigmas de la sociología o del desarrollo rural que situaban el campo junto a las nociones de «atraso», «subdesarrollo» y «falta de innovación». Urge repensar estos espacios más allá de la repoblación.
Quedaron atrás las visiones del mundo rural preocupadas por la reposición de la fertilidad, las estrategias cooperativas o el sostenimiento de conocimientos muy ligados al territorio. Y ya en el siglo xxi parece que nos adentramos en el tiempo del despojo de lo poco que queda. Y, a pesar de las voces críticas y de los retos que dicen asumir los gobiernos, lo «rural» sigue siendo una «cosa» que hay que movilizar en función de los intereses de ciudades cada vez más globalizadas.
Mapy y Juan, de Sabor Trashumante, sexta generación de trashumantes en Fortanete, Teruel.
Nando de Olba, Teruel, mostrando algunas de las semillas de su banco. Fotos: Biela y Tierra
En el Estado español, en torno al 80 % de la población vive en el 20 % del territorio, concentrando demanda y consumo en ciertos puntos. Esto nos ha conducido a una desigualdad manifiesta a nivel territorial. Unas comunidades autónomas demandan, mientras que otras se tratan como bancos de recursos, desde los campos y mares que nos proveen de alimentos hasta las tierras codiciadas por sus minerales y productos del subsuelo. Con este panorama, se hacen necesarios el análisis y las posibles soluciones, hay que ir más allá de la repoblación de esos espacios que se han bautizado como «vacíos» o vaciados. La urgencia pasa por repensar territorios en un marco de emergencia climática y social, desde premisas que enreden y generen lazos, que nos saquen de las casillas y compartimentos artificiales en los que nos colocan las burocracias administrativas y, sobre todo, que miren al territorio como un bien común que hay que cuidar y preservar, no como el espacio a expoliar.
La foto integral y compartida del problema
Se busca crear pueblos coworking digitalizados, cuando lo que necesitamos es que quienes vuelvan a los pueblos miren a los ojos de quienes se quedaron.
Pero ¿hacia dónde van las políticas públicas? En un momento en el que se cuenta con un Gobierno que se puede entender como cercano a muchas de nuestras inquietudes, ¿existen estrategias que nazcan desde la caracterización de lo rural como diverso y no como «una cosa»? ¿En qué medida se promoverá un posdesarrollo endógeno ante los previsibles colapsos materiales y energéticos del capitalismo global? ¿Y qué decir desde una óptica más interseccional a la que, frente a fenómenos de exclusión y desempleo en zonas rurales, se unen una migración con escasez de derechos, una creciente jornalerización y una manifiesta masculinización asociada a privilegios patriarcales?
La respuesta rápida es que es difícil encontrar en las instituciones la foto integral y compartida que se necesita del problema para colocar medidas conjuntas con una perspectiva estratégica que nos lleve a una transformación real. Se han sacado titulares con la despoblación y la necesidad de la vuelta a los pueblos, pero esto únicamente se vincula a medidas en pro de la digitalización y no tanto para formar a futuros campesinos y campesinas. Se busca crear pueblos coworking digitalizados, cuando lo que necesitamos es que quienes vuelvan a los pueblos miren a los ojos de quienes se quedaron y los mantuvieron vivos, y de que los escuchen. No se trata de decir no a estar conectadas con el mundo, sino de colocar en orden las prioridades necesarias en un momento en que la tierra está diciendo basta.
En ese decir basta, y a pesar de los muchos avisos que ya se vienen dando desde hace años, el desafío energético parece haber aflorado de repente. Frente a esto, en lugar de hacer una lectura de modelo, la respuesta —tanto de Europa con los fondos llamados Next Generation como del territorio español— es la de mirar a los pueblos como el espacio pendiente de invasión, una invasión en nombre de las energías renovables y con el dinero de todas. Es lo que algunas llaman la «colonización energética», porque sirve a intereses de ciertos territorios y sobre todo a la urbanización y el modelo de producción que nos ha traído hasta aquí.
Pintar la superficie de verde
Mientras tanto, se nos habla de economías circulares y consumos sostenibles. Se coloca el foco en las personas consumidoras para que cambien y «mejoren» sus hábitos. Se habla de la importancia de alimentarse de forma saludable, mientras se abren establecimientos de comida rápida y se cambian los paisajes de pueblos y ciudades en las que solo van quedando los neones de grandes marcas mientras se apagan las luces de los mercados y los pequeños comercios. En este caminar, la elección de cómo nos alimentamos es cada vez más dirigida y condicionada, no solo por los recursos monetarios para acceder al mercado (cada vez más precarios), sino por la falta de espacios donde conseguir alimentos que de verdad nutran y no solo meros productos comestibles. Como parches, se piensan etiquetas y semáforos poco clarificadores y que perpetúan el beneficio de las grandes industrias.
Los retos demográficos parecen pasar también por un incremento de las «movilidades». Pero vemos que, en muchos casos, se orientan más a la creación de infraestructuras que supongan ahondar en el saqueo de recursos y en la hemorragia migratoria. Y, en medio de todo esto, el empleo es el mantra con el que se justifican todo tipo de acciones. La gran mayoría de todos estos mensajes se producen por y para territorios asfaltados. En el medio rural, la movilidad supone tener y mantener un autobús con el que llegar al ambulatorio de zona, el consumo local pasa por que el panadero que viene todos los días por las aldeas no se jubile sin relevo o por que quienes quieren empezar un proyecto agroecológico sean tomados en cuenta y puedan tener acceso a la tierra. Pero esto hoy en día no sale en los grandes titulares ni en las medidas estrella. Cuando se habla del medio rural, en la mayoría de los casos, se alimenta la nostalgia en lugar de imaginar el futuro.
Toca afrontar los desafíos desde nuevos paradigmas que, frente a la destrucción y la desposesión, generen cooperación entre las personas y los territorios, porque hay demasiados mensajes que llaman al enfrentamiento y al odio envueltos en banderas de defensa de «lo que es nuestro». Toca entender que no es de nadie, que estamos aquí de paso como meras gestoras de lo común. En momentos pandémicos, que deberían haber servido para la reflexión, las políticas han ido a reforzar un modelo destructor y a visibilizar lo ya visible mientras se enterraba en la invisibilidad todo lo que buscaba transformarlo. Así, por ejemplo, en lo alimentario se nos puso en filas hacia los centros comerciales mientras se cerraban los mercados de productores y productoras. Cuando muchas no podían acceder a sus huertos de autoconsumo, se buscaba la fórmula de que a las grandes producciones no les faltase mano de obra a costa incluso de los derechos más básicos de muchas personas jornaleras. La esencialidad entró en disputa y se vinculó al capital, no a la vida.
Los retos a los que nos enfrentamos no son en el medio rural, sino como sociedad y como especie.
El reto de la cooperación y el desarrollo endógeno
Los retos a los que nos enfrentamos no son en el medio rural, sino como sociedad y como especie. Mantener un medio rural vivo no es «cosa de los pueblos», es responsabilidad de todas y debería ser un eje transversal en todos los ámbitos de política pública, no un apéndice o un reducto en los documentos y acciones.
Mientras tanto, muchas siguen con los pies y las manos en la tierra. Ahí están los proyectos agroecológicos, las mujeres que se organizan cansadas de ser vistas como vasijas o «ayuda familiar», las personas jóvenes que no ven forma de acceder a la tierra, aquellas con pocos recursos y cansadas de limosnas de los bancos de alimentos, las comunidades energéticas que buscan ser alternativa, las jornaleras cansadas de no tener derechos y ser invisibles o los mercados de productoras que pelean cada día por su continuidad. Todas esperan que las políticas las miren, pero no están paradas. Están articuladas, empezando proyectos, buscándose en el apoyo mutuo y en las pocas brechas que lo institucional les va dejando.
Un gran reto es entender desde la cooperación, tejer desde lo urbano y lo rural pero juntas. Muchas personas, colectivos y proyectos ya lo han asumido; pero, igualmente, las políticas necesitan dialogar entre ellas en medio de marañas de competencias y compartimentos. Son necesarias miradas amplias a escala territorial, que introduzcan políticas desde y para biorregiones, de manera que la relocalización económica contribuya a fortalecer desarrollos endógenos en el medio rural. De otra forma, por mucho decorado verde que se construya, las acciones y las inversiones nos dirigen hacia una vida fosilizada, profundizando cada vez más en el agujero de crisis ecosocial en el que nos encontramos.
Isa Álvarez Vispo, Coordinación Baladre y Área de agroecología de Ecologistas en Acción
Ángel Calle Collado, agricultor e investigador sobre bienes comunes y agroecología política