Reseña de Una trenza de hierba sagrada, de Robin Wall Kimmerer (Capitán Swing)
Helena Guillén Díaz
Robin Wall Kimmerer es una nativa americana a quien la colonización robó la posibilidad de crecer en tierras potawatomis, con su lengua, sus tradiciones y sus rituales, partes del puzle que conforman el modo de relacionarse con el mundo de su pueblo. Pero tiene claras sus raíces y a lo largo de las páginas busca en los modos de vida y saber indígena otras maneras de habitar, basadas en la gratitud y la reciprocidad, en las que todo lo no humano no sea percibido como un simple recurso.
La ciencia, las vivencias de la autora, el ritual y la espiritualidad son el hilo conductor de este libro. Y, por su capacidad de dar vida, de «animar lo inanimado», de regenerar y de proveer, las plantas son las protagonistas. A través de ellas nos transmite fascinación, curiosidad, respeto y gratitud por todo lo que la rodea y la alimenta, material y espiritualmente. La autora nos recuerda que «perder una planta puede poner en riesgo una cultura tanto como perder su propio idioma».
Supongo que pasa en todos los libros, que hay tantas formas de leerlos como perspectivas y vivencias tenemos. Así que creo justo empezar explicando que lo leí como pastora; su máxima de «todo lo que nos permite vivir es el regalo que otra vida nos hace» se hace evidente en el huerto y en el pasto. Esta tensión moral —como ella la denomina—, y cómo resolverla, me ha atrapado en la lectura: en las formas de vida indígenas, la autora encuentra relaciones de reciprocidad con multitud de otras especies, situándonos como parte del ecosistema. Y es en esta reciprocidad donde encuentra alivio a la consciencia de que nuestras vidas tienen impactos sobre otras. Es bonito, y es necesario para buscar caminos hacia la sostenibilidad, saber que somos capaces de tener relaciones positivas con otras especies, que estas pueden beneficiarse tanto de nosotras y de cómo cuidamos el entorno como nosotras de ellas.
Para buscar caminos hacia la sostenibilidad, es necesario saber que somos capaces de tener relaciones positivas con otras especies.
En los rituales y celebraciones encuentra la gratitud y el respeto hacia todas esas vidas que tomamos; son los puntales de conexión que dan importancia emocional a la acción. Quizás es la distancia evolutiva lo que nos hace tan fácil cortar un árbol sin más planteamientos, pero el cestero potawatomi le pide permiso antes. Y algo tan sencillo nos obliga a detenernos y darnos cuenta del coste de esa acción para el árbol, para el bosque y para las criaturas que viven entre sus ramas.
La autora es realista y sabe que nuestro modo de vida, tan alejado de la obtención de todo aquello que nos sustenta, es una barrera para practicar el sentido de pertenencia, la gratitud y la reciprocidad. Y ahí la ciencia entra en juego porque, aunque reniega de su modo de situar el hombre fuera de la naturaleza y de la frialdad de los datos, en su práctica y en su capacidad de observación, de asombro y de remendar problemas creados por nuestra especie, encuentra un modo de reciprocidad que la cultura occidental puede ejercer. La ciencia de la que Kimmerer se siente orgullosa es la comprometida, la que filtra informes del IPCC antes de que sean descafeinados por intereses económicos; la de ecólogas que explican el valor de espacios naturales para impedir ampliaciones aeroportuarias; la de botánicos que con fascinación nos hacen replantearnos cómo entendemos el mundo vegetal o la de ingenieras que nos recuerdan los límites materiales del planeta. Igual que en la ciencia encuentra reciprocidad, en el huerto encuentra el sentido de dependencia y el arraigo, y en la restauración de ecosistemas, que no concibe sin la restauración de las culturas colonizadas, cuidadas por y cuidadoras de estos, es donde halla un remedio contra la desesperación ante tanto maltrato a la tierra.
El texto quedaría ingenuo sin una crítica al sistema económico capitalista, reforzado por una cultura individualista, mercantilista, colonizadora y dominadora. Pero Kimmerer nos recuerda que no podemos separar nuestra concepción del mundo del sistema que hemos creado. Y en la organización comunal indígena encuentra la alternativa, formas de respeto y cuidado de la tierra que nos alimenta. Cuando esta no es una mercancía de la que sacar el máximo beneficio, sino un bien común, es un regalo que conlleva la responsabilidad de cuidarlo y respetarlo.
Los principios fundamentales son casi universales en todos los pueblos que viven apegados a la tierra.
No podría acabar la reseña sin admitir que leyendo las páginas me asaltaba una pregunta: ¿cómo no caer en la romantización de culturas lejanas? Y, de golpe, el cestero pidiendo permiso al árbol para cortarlo me recordó lo leído en La rueda de Izpania, que explica que no hace tanto los leñadores vascos pedían perdón al árbol antes de derribarlo: «guk botako zaitugu eta barkatu gaitzazu» (‘nosotros te derribaremos, perdónanos’). Y es que tal como dice Kimmerer, «los principios fundamentales son casi universales en todos los pueblos que viven apegados a la tierra». Y no es necesario irnos lejos, tampoco en el tiempo, para encontrar nuevas formas de colonización del capitalismo, estando como estamos ante una oleada extractivista de las zonas rurales, en forma de macroproyectos energéticos, mineros y turísticos. También en estas zonas donde aún quedan tierras y otros bienes comunales encontramos personas trabajando y viviendo bajo esos principios universales de los que habla la autora, resistiendo los intentos del capitalismo vestido de agroindustria de apropiarse de cada rincón del campo y de la mesa.
Aunque existe en las páginas miedo por el futuro del planeta y tristeza por cómo lo tratamos en el presente, como botánica, Robin Wall Kimmerer transmite esperanza y nos explica que «cuando los recursos empiezan a escasear, la evolución favorece modos de vida basados en la cooperación entre especies y las estrategias que promueven la estabilidad», como las algas y los hongos, que se asocian en líquenes para sobrevivir en condiciones adversas.
Helena Guillén Díaz
Integrante de Ramaderes de Catalunya