Serie «La era». Sierra Norte de Madrid. Fotos: @adventicia
En su novela Mis cuatro casas, Mario Rigoni Stern, rememora su vida acompañándose de las cuatro casas donde vivió. La primera, explica, no la conoció nunca pero la tuvo siempre presente; era la casa familiar donde habían nacido muchos de sus antepasados y que la Gran Guerra destruyó. Sin paredes, seguía protegiendo una lengua y memoria común, una manera particular de hacer las cosas, de nombrarlas y, sobre todo, funcionaba de cordón umbilical con la tierra donde se levantó. La segunda casa, una casa flexible, encogió a medida que él creció jugando dentro de ella durante su niñez. La tercera, una casa mental que garabateó mil veces durante los meses que pasó en un campo de concentración alemán. ¿Quién no ha sido arquitecto de sus sueños? Y, finalmente, la cuarta casa donde todo es tuyo, tu leñero, tus hijos, tu compañera, tu huerto.
Algo parecido a este relato hemos aprendido que es la identidad. Las identidades. Hogares compartidos donde te sientes tú. Casas metafóricas donde se vive de una manera concreta, particular. Construidas, como sugiere Guille Jové en el conversatorio, con ladrillos del material que tenemos disponible, que nos da el territorio que nos rodea, el ecosistema del que somos parte. Es eso y más cosas, también esos alimentos cuyo sabor te estremece porque te lleva lejos en el tiempo o en el espacio; quizá a la cocina de una bisabuela que no conociste, quizá a aquella época en la que conviviste con otras culturas. La identidad es dinámica y va construyéndose y deconstruyéndose hasta que a veces crees, como Mario en su cuarta casa, que has encontrado tu lugar en el mundo.
Serie «La era». Sierra Norte de Madrid. Fotos: @adventicia
¿Y entonces, qué es la identidad rural? No sabemos si hay una respuesta, pero en los contenidos de este número, y con vuestra ayuda, nos aventuramos a garabatear una con todo aquello que soñamos que contiene: afectos, diversidades, memoria, comunidad. Y la llama de la rebeldía, de la movilización social emancipatoria, de la defensa del territorio. Como explica el artículo de David Gallar, la identidad rural no es única y actualmente es un territorio en disputa donde, sin duda, la agroecología y la soberanía alimentaria tienen mucho que aportar.
«Los capitalistas culturales escribieron la narración de nuestros hechos y resignificaron nuestra realidad para cumplir con sus intereses, enmascarándolos para que pareciesen los nuestros», dice Llucía Menéndez. Y esta frase nos serviría en presente. Tenemos mucho trabajo por delante para resignificar la ruralidad, para generar nuevos relatos, nuevos imaginarios y nuevas utopías que sigan haciéndonos caminar. Y material, manos y energía para hacerlo, tenemos de sobra.
¿Os imagináis a todas las andaluzas dueñas de la historia de su pueblo? ¿Os imagináis a todas las andaluzas encontrando en su genealogía estrategias de resistencia y lucha? ¿Os imagináis a todas las andaluzas orgullosas de sus formas de vida, emancipadas en la diversidad de nuestra Andalucía, en su cultura y su idiosincrasia? ¿Encontrando lo subversivo, lo común, lo anticapitalista, lo antifascista, lo antirracista, lo feminista en un patio con geranios y un vestido de lunares?
Pues, quilla, nena, muchacha, ¡vamos a dejar de imaginarlo y vamos a buscarlo! ¡Que ahí, entre tus manos, entre las historias que se cuentan en el pueblo, donde nadie se para, está el poderío y la realidad de Andalucía y sus andaluzas!
Virginia Piña Cruz, «Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto», en Feminismo Andaluz, un monográfico editado por Labio Asesino Femzine (2019). La autora es divulgadora feminista en su proyecto «Mujeres andaluzas que hacen la Revolución».
Serie «La era». Sierra Norte de Madrid. Fotos: @adventicia