Conversatorio
Revista SABC
Conversamos con cuatro personas relacionadas de diferentes maneras con la ruralidad y el activismo para profundizar en todo aquello que yace bajo el planteamiento actual de transición energética.
Yual Noah Harari, al comienzo del capítulo 18 de su libro Sapiens, dedicado a la llegada de la revolución industrial hace solo unos cientos de años, usa un ejemplo muy potente para explicar cómo los seres humanos han transformado todos los ecosistemas para cubrir sus deseos. Si en una enorme báscula pesáramos a todos los seres humanos y nuestros animales de granja, el peso que marcaría sería de 700 millones de toneladas, siete veces más que si pesáramos todo el resto de los animales, incluyendo las gigantescas ballenas o los elefantes. ¿Cómo se ve la modernidad desde diferentes ángulos de la soberanía alimentaria, desde el mundo rural? ¿Es este el debate esencial que debemos atender para analizar las propuestas de transición energética?
Con esta intención y, paradójicamente, en una mesa virtual, reunimos a cuatro personas de diferentes perfiles y territorios, pero todos ellos relacionados con el mundo rural y la agroecología. Carmen Ibáñez se conecta con la energía de su instalación solar autónoma desde Las Villuercas (Extremadura), donde vive de la producción de su finca diversificada. Cristina Galiana es activista ecofeminista y trabaja en la Fundació Assut, en València, que se dedica a la ordenación del territorio y la protección de la biodiversidad. Joan Enciam, al conectarse, nos enseña su rebaño de 200 cabras; hace 8 años que salió de Barcelona y comenzó un proyecto comunitario de colectivización de una finca agraria en Sant Pere de Vilamajor (Catalunya). Y completa el grupo César López, integrante del colectivo Fraguas Revive, que decidió okupar y rehabilitar un pueblo abandonado de Guadalajara desde la autogestión y de manera asamblearia.
La modernidad: un concepto extraño
La modernidad en la agricultura viene a no resolver nada.
«Para mí es el espanto —dispara sin previo aviso Carmen—: Creo firmemente que esta modernidad es una realidad ficticia que nos lleva a un abismo muy duro que ya estamos viviendo». Y, seguramente, esta mirada la comparten muchas más personas de las que creemos, aunque la modernidad, como dice Cristina, es un marco mental que se reproduce a sí mismo: «lo moderno es nuevo y lo nuevo es deseable».
Es cierto también que el término modernidad, coloquialmente así usado, da lugar a diferentes interpretaciones. La más habitual, como explica César, «va ligada a relacionarlo con tecnológico, con lo informatizado, lo digital, a comunicarse a todas horas con quien quieras, a la automatización…, una sucesión infinita de adelantos que también siempre van ligados a las dependencias y al control». O la mirada histórica, que sitúa Joan: «La época moderna empieza con el colonialismo y con la conquista de América y estudiar la historia ha sido estudiar cómo la modernidad (y el capitalismo) ha supuesto la imposición y la victoria de una sociedad urbana sobre una rural, con todo lo que conlleva. Para mí la modernidad tiene que ver con esa victoria de un mundo sobre otro».
En cualquier caso, y como muy bien describieron Luis González Reyes y Ramón Fernández Durán en su libro En la espiral de la energía, a estas miradas hay que añadirles el factor energético como elemento central. «Si esta modernidad se ha construido con la explotación de los combustibles fósiles, ¿qué cambios históricos provocarán su declive?», se pregunta Joan.
Modernidad, energías y soberanía alimentaria
Cristina, que también gestiona un huerto colectivo y un rebaño de cabras, piensa que frente a este declive inevitable, la soberanía alimentaria y sus postulados tienen mucho que aportar. «El petróleo no es solo petróleo, es la comida que comemos, la ropa que vestimos…, lo impregna todo material y simbólicamente porque es la energía que ha marcado la modernidad. Por eso, para mí, la soberanía alimentaria es un concepto muy potente que denuncia la desposesión y habla de dónde venimos, de que la gente antes era capaz de alimentarse y controlar colectivamente la alimentación. Confrontar estas dos visiones, el pasado y lo que se tenía frente a lo que se ha perdido y cómo se perdió, no solo interpela totalmente a la modernidad, sino que plantea la única manera capaz de garantizar la alimentación».
«O al revés —complementa Carmen—: La modernidad erosiona el paradigma de la soberanía alimentaria, porque parece que nos da el derecho a comer cualquier cosa sin importar dónde se produce y obliga a producir más cantidad y más rápido». Carmen, que es agrónoma de formación, participa en la asociación Rebibir, que trabaja para reproducir el modelo de cierre de ciclo de su finca en otros territorios. «Ahora lo que hay que constatar —afirma— es que las nuevas propuestas energéticas, tal como están planteadas, perpetúan y reproducen lo que hemos vivido con el petróleo, no difieren en nada sustancial, se basan en un protocolo idéntico: concentración, monopolio, esquilmar territorio… Y todo esto sabiendo que, como con el petróleo, estas energías limpias también dependen de recursos limitados».
Joan añade que lo mismo está pasando con las propuestas de digitalización en la agricultura: «No están pensadas para que deje de haber trabajos como los de los grandes invernaderos o la recogida de fruta». Cristina está de acuerdo, para ella el problema es político, no técnico: «¿Detección temprana de plagas o de rodales menos productivos? Esto sofistica un modelo basado en el insumo constante y lineal, dependiente de energía y materiales colonizados (fosfatos del Sahara, por ejemplo), sin resolver finalmente el problema de la agricultura. La modernidad en la agricultura viene a no resolver nada. De hecho, este modelo ultramecanizado no puede ser más eficiente en términos energéticos o económicos que las agriculturas tradicionales. Ya se invierte mucha más energía que antes para extraer el mismo tipo de alimento, estamos malgastando», concluye Cristina, formada como ingeniera del medio natural.
Un análisis complejo
Pero al propio parecer de Carmen, este análisis no es tan sencillo. «Yo también tengo una visión contradictoria. Aquí en Extremadura las producciones agrícolas son bestiales. Quienes vivían antes con una hectárea de regadío (de melocotones, ciruela, tomate…) ahora necesitan más de sesenta para vivir incluso peor. Con tanta extensión necesitan un tractor mucho mejor, digitalizar los riegos, etc. Han accedido a un mundo que les ayuda y considero que es justo que se pueda acceder a eso en la agricultura también, pero sin lugar a dudas, lo que quieren de nosotras es nuestro dinero: es un sistema en el que nos hipotecamos el resto de nuestra vida en el tractor, en un programa de control de plagas, etc., que teóricamente nos ahorra trabajo, pero también tenemos que trabajar más para pagarlo o endeudarnos». «Yo, que vivo sin enchufarme —continúa Carmen— agradezco las renovables cuando uso un bombeo solar de agua. Creo que estas energías serían muy útiles si distribuyéramos la infraestructura por todo el territorio, no haciendo macroparques». Y lo mismo defiende César, que, pensando en la recuperación de Fraguas, afirma que «las tecnologías a pequeña escala y autoproducidas te pueden facilitar mucho la vida».
Difícilmente a quienes viven del campo se les puede señalar como antitecnologías, como neoluditas, porque bien sabemos que la agricultura es quizás el salto tecnológico más radical de los últimos siglos, como apunta Cristina, desde el Neolítico. «Pero ¿de dónde vienen esos chips y esa placa solar? ¿Quién los ha producido y cómo? Seguramente, de hecho, se han producido con petróleo. Podemos incorporar todas esas pequeñas tecnologías para hacernos la vida más fácil, pero ¿cómo conseguimos una agricultura soberana sin materiales expoliados, que puedan reponerse y no vayan simplemente a un acaparamiento mayor de recursos?». Como dice Carmen, al final es una extracción de renta: «ha salido otra tecnología y tengo que trabajar para pagar esto, se supone que trabajo menos pero tengo que trabajar más… En las cuentas todo queda igual».
¿Cómo conseguimos una agricultura soberana sin materiales expoliados, que puedan reponerse y no vayan simplemente a un acaparamiento mayor de recursos?
Energía para mantener privilegios
Los principios de la soberanía alimentaria son muy claros respecto a no privilegiar unas sociedades por encima de otras. Consumir quinoa ecológica de Bolivia en Europa no favorece la soberanía alimentaria, por ejemplo. A la vez, científica y tecnológicamente se ha procurado recuperar y seguir investigando modelos productivos (la agroecología) sostenibles y soberanos. Joan, que está convencido de la necesidad de decrecer y reruralizar la sociedad, opina que «hay que pensar en energías más allá de su transformación en electricidad, como por ejemplo aprovechar el viento para usar la energía del movimiento directamente, como se hacía con los ríos en las colonias textiles o en las molineras». Pero aquí aparece una cuestión central que él mismo desarrolla: «Al pensar en la energía se cuestiona la base de un sistema consumista y demográficamente centralista y urbano. Es difícil abastecer a una ciudad sin granjas de cerdos intensivas ni energía que venga de funcionamientos muy complejos. Es un tema civilizatorio, cultural y hasta espiritual».
«Pongo encima de la mesa algo —expone Carmen—: Si os fijáis, los vatios de las casas de ahora se han disparado respecto a las de antes y todavía pedimos mayores potencias para enchufar simultáneamente más cosas. Con esa visión, jamás vamos a tener capacidad para abastecernos, hay que bajar a tierra. En alimentación hemos asumido esto pero en el ámbito energético no conozco muchos casos. En casa, cuando se va el sol y no tengo luz, desenchufo todo y me voy a la cama. He hecho un esfuerzo grande y tiene que hacerlo todo el mundo porque si no, no hay soberanía energética que valga. Seguimos con aparatos que ahora son leds, son electrodomésticos eficientes, pero enchufamos 3 o 4. Hay que replanteárselo, racionalizar el gasto y los excesos». Y acaba con una propuesta para las ciudades: ¿por qué en un bloque de pisos no se comparte una o dos lavadoras?
«Sí, como decía Joan, al final es una cuestión civilizatoria —afirma Cristina—. Además de consumir menos hay que simplificar y descentralizar. Lo que pasa actualmente con la energía es que la desposesión es total. Yo no sé cómo funciona el sistema eléctrico de mi casa y no necesito saberlo para seguir viviendo, y eso es preocupante porque dependo por completo de una comercializadora, de una distribuidora, de una red… que ni controlo ni entiendo». No debería ocurrir lo mismo con la nueva transición energética si, siguiendo con las palabras de Cristina, «lo que se propone es hacernos creer que poniendo una placa todo está arreglado. Los problemas en temas de energía son más complejos y cuesta resolverlos en los hogares, se apoyan en planteamientos territoriales y de globalización».
La solución económica
Son problemas más complejos, pero solo mirando la cantidad de fondos que se van a dedicar al nuevo despliegue de energías renovables, parece que por parte de las administraciones todo está claro y no hay vuelta atrás. «Veo que todos estos fondos —nos advierte Carmen— tienen un riesgo importante, van a ser cooptados por las grandes empresas que les permitirán ofrecernos el súmmum de la modernidad. Cualquiera que esté en estas cadenas de decisión debería poner límites, al menos, al acceso de estos oligopolios a dichos fondos».
Y, animada y valiente, Carmen se imagina decidiendo qué hacer con todos los fondos que llegarán vía europea: «Crearía una Red de Agentes de Transición Agroecológica y Energética, cuya función sería disponer de personas en el territorio para ayudar y acompañar los procesos personales y familiares para transitar a modelos de vida basados en la sobriedad. Formaciones en el sentido común, sin nada de tecnologías sofisticadas, para progresivamente ir alcanzando soberanía energética en el municipio, en la mancomunidad, etc.». César aplaude el tema de la formación, especialmente en todo lo referente a la autogestión y a «saber hacer lo básico, los conocimientos que hemos perdido. Hay que dar facilidades para que no se necesite casi nada de fuera». Carmen completa el argumento con una frase muy elocuente: «hay que perder el miedo a ser autónomos, a emanciparnos y vivir cosas más intensas».
Y Cristina, riéndose con complicidad, le contesta que, si fuera ministra de Energía, «lo primero que haría sería nacionalizar Endesa, Repsol… y todas las compañías eléctricas. Sacaría la energía del mercado. La única apuesta posible es un decrecimiento en el Norte y un crecimiento en territorios del Sur global para la provisión de los bienes básicos que no poseen. En realidad, los paradigmas de la modernidad son una excepcionalidad histórica que tenemos que dejar atrás cuanto antes».
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