Jeromo Aguado
Foto: Coordinación Baladre
Mediados del siglo pasado, un tiempo en el que pudimos conocer pueblos a los que aún no llegaba la luz eléctrica. Lo vimos allí, en la montaña palentina, donde crecían las hidroeléctricas movidas con agua embalsada, mientras que sus vecinos y vecinas no tenían acceso a la magia de la electricidad.
El modelo energético no contaminante creció al mismo ritmo que se inundaban los valles más productivos de las zonas de alta montaña de Castilla y León, expulsando gentes y culturas fraguadas en territorios fértiles ahora escondidos bajo el agua. La meseta de esta misma región, por su cualidad orográfica, fue declarada apta por sucesivos ministerios para construir las redes eléctricas que han permitido exportar la energía producida al mejor postor.
Casualidad o no, pero donde iba la luz producida y transportada por nuestros territorios, detrás iban nuestras gentes con su fuerza de trabajo mal pagada para hacer andar el delirio de la prosperidad, saldado con pueblos abandonados y ciudades que embullen toda la energía del mundo.
Las turbinas no daban para cubrir tanta demanda, y hubo que echar mano de la energía nuclear. También del carbón que dormía en el subsuelo, para mover térmicas que producían energía barata a la vez que la lluvia ácida enfermaba nuestros bosques.
En un pequeño pueblo de Tierra de Campos, ya en el año 1999, un grupo de cooperativistas quisieron acogerse a la incipiente normativa que permitía producir luz con sol y vender a través de la red eléctrica nacional. La empresa que mantenía el monopolio de la energía en esta zona hizo lo indecible para que el innovador proyecto de energías renovables no se pusiera en marcha, aunque no lo consiguió.
Experiencias similares crecieron por otras comarcas del Estado español, construyendo pequeños huertos solares a golpe de créditos personales, o de invertir ahorros con visión de futuro, para que la riqueza generada por la innovación tecnológica repercutiera de alguna forma en su territorio. No hubo tiempo para conseguir tal pretensión, un nuevo decreto ley bajaba los precios de la energía limpia y arruinó muchas de las iniciativas que los emprendedores y emprendedoras locales pusieron en marcha.
La conciencia medioambiental creció, las instituciones usurparon el discurso del movimiento ecologista que muchos años atrás se anticipó a anunciar que la única energía sustentable era la no consumida y que el desenfreno del consumo ilimitado era una locura.
Las empresas que tantas trabas ponían a la promoción de las energías renovables, las mismas que se enriquecieron con las turbinas que movían nuestras aguas, con el carbón quemado extraído de nuestros subsuelos o con los generadores nucleares enfriados con el agua de nuestros ríos, son las que hoy lideran la producción de energía verde. En esta ocasión, el paisaje es destruido por la masificación de los aerogeneradores y los macrohuertos solares crecen y crecen a velocidad de vértigo, su desarrollo exponencial cuenta con el soporte financiero que la Unión Europea dispone para pintarlo todo de verde.
En los balances económicos de la industria energética, jamás aparecieron los costes sufridos por los pueblos y sus territorios, hoy también externalizados a miles de kilómetros: cobre de Chile, cobalto del Congo, litio de Bolivia. Los teóricos modelos de desarrollo sostenible que se emprenden sin cambiar un ápice la lógica del sistema capitalista son pura demagogia, a la vez que responsables de acaparamientos de recursos naturales y apropiaciones indebidas, de explotación humana y agresiones a la naturaleza, y del boom de las energías renovables que están muy lejos de ser sostenibles.
Y todo, para el lucro de unos pocos.
Jeromo Aguado