El MST despliega sus acciones en tiempo de crisis sanitaria
Las cifras del hambre en Brasil han ido a peor desde que la extrema derecha de Bolsonaro llegó al poder. De acuerdo con datos de la FAO, si en 2014 37,5 millones de personas vivían una situación de inseguridad alimentaria moderada, a finales del 2019 esta cifra ascendió a 43,1 millones. Brasil es el primer país del mundo en tasa de mortalidad por la COVID-19, con cifras oficiales que registran 222.666 víctimas hasta febrero del 2021.
Pero Brasil también es el país del MST (Movimiento sin Tierra), admirado por su capacidad de acción y organización de acciones directas y colectivas, como la recuperación para el pueblo de fincas de grandes terratenientes. Durante la pandemia, el MST ha estado extremadamente activo, con acciones que van desde la organización de una plataforma digital con guías de estudio (Formação em tempos de Corona), grupos de debate y cursos remotos en la Escuela Nacional Florestán Fernandes, que han atendido multitud de militantes en todo el país, hasta la emisión en línea de un programa divulgativo sobre la cultura organizativa, como Comida de Verdade.
Y, desde luego, también se ha trabajado en el campo de la emergencia alimentaria, donde se contabiliza, desde el inicio de la pandemia hasta septiembre del 2020, la distribución de 3400 toneladas de alimentos frescos y orgánicos y más de 50.000 platos de comida para personas en situación de vulnerabilidad social por todo el país. «Las donaciones son acciones directas de diálogo entre el pueblo del campo y de la ciudad. Cada vez que tiene lugar una donación de nuestros campamentos o huertas comunitarias, llegan a la mesa de un brasileño alimentos contra el hambre y contra la desigualdad social por las que Brasil siempre pasó, pero que se intensificaron ahora en este período de pandemia», nos explica Kelli Mafort, de la dirección nacional del MST. Además del trabajo en su propio país, las brigadas internacionalistas del MST ubicadas en Zambia, Haití y Venezuela también participan en acciones de solidaridad. Aunque, como dice Kelli, «para que se mantenga la solidaridad y para que los productos continúen saliendo de los sembríos para llegar a las ollas vacías de la ciudad, no basta con la buena voluntad, necesitamos políticas públicas».
Alterbanc: la población precarizada y el campesinado local
Un día tuve la suerte de reunirme con el responsable de la distribución en España de los 80 millones de euros anuales que se reciben de la Unión Europea para comprar alimentos para las familias vulnerabilizadas.
—¿Qué le parecería que en lugar de comprar comida procesada proveniente de grandes industrias alimentarias globalizadas, con este dinero se comprara comida fresca y sana a las pequeñas fincas ecológicas que resisten en nuestros territorios? Según mis cálculos —le expliqué—, más o menos en un año, permitiría mantener en funcionamiento unas dos mil granjas que en total garantizan unos cinco mil puestos de trabajo.
—Pero es que yo tengo que comprar comida, me da igual generar o no generar trabajo en el medio rural —me dijo.
Así que me fui al Ministerio de Agricultura y les dije:
—¿Por qué ustedes no exigen que estos fondos públicos se gasten con criterios que apoyen el trabajo y los medios de vida en el medio rural?
Y me dijeron que es que ellos trabajan en desarrollo agrario, que no les cuente cosas de acción social.
Pues, más o menos, así es la realidad y mientras el tema de los 80 millones se debate de un departamento a otro, ya son muchos años perdiendo la oportunidad de entender que los recursos públicos dedicados a la ayuda alimentaria deben repercutir —como las compras públicas de los comedores escolares o de la alimentación en las prisiones— en acciones que generen a su vez otros beneficios.
Y ante esta situación inexplicable surgió AlterBanc, un espacio que agrupa a colectivos de la economía social y colectivos agroecológicos y que procura movilizar fondos económicos para demostrar que esta vía no solo es posible, sino que es una buena fórmula para apoyar la alimentación de familias empobrecidas mientras ayudamos al campesinado más marginado por este sistema neoliberal.
Las cocinas escolares se transforman en cocinas comunitarias
¿Qué podíamos hacer cuando el confinamiento cerró muchas cocinas escolares y mandó al paro a sus cocineros y cocineras? ¿Qué podíamos hacer cuando las agricultoras que abastecían estas escuelas tenían sus alimentos sin distribuir mientras muchas familias en situación de precariedad no tenían cómo alimentarse? A estas preguntas encontraron respuesta entidades como Menjadors Ecològics, que trabajan habitualmente en estos escenarios para asegurar una alimentación sana a niñas y niños, y rápidamente entendieron que esos espacios podían convertirse en cocinas comunitarias para responder a la emergencia alimentaria derivada de la pandemia: ofrecer un menú saludable y sostenible, dar trabajo al personal de cocina y mantener la compra a la producción local para disponer de alimentos frescos.
El proyecto se presentó a varias administraciones públicas. Muchas, sin visión estratégica o bloqueadas por la situación, lo rechazaron, pero otras apostaron por él, como los ayuntamientos de Palma y de Orduña. En Palma abrieron en junio doce cocinas que sirvieron gratuitamente ese mes más de 4500 menús de producción local ecológica a la población infantil confinada. Lo financiaron las propias administraciones con el apoyo de la Fundación Carasso. Según los cálculos de Menjadors Ecològics, por cada 100 menús al mes, este proyecto no gasta sino que moviliza 6000 euros en la producción local y genera un puesto de trabajo.
Por ejemplo, las cestas de ayuda alimentaria contienen legumbres de bote que no se producen en el entorno. Una cocina comunitaria (la propia cocina de escuela de primaria, en horario de tarde) puede cocer legumbres de producción de proximidad, ocupar y formar a una persona y hacer un reparto sostenible generando una relación social entre las personas de un mismo barrio o comunidad.
Considerando el contexto actual, con un aumento de la población vulnerabilizada, un sistema de ayuda alimentaria unidireccional, alimentos sin criterios nutricionales, etc., Menjadors Ecològics invita a las administraciones públicas a implantar esta iniciativa que, como han demostrado, consigue grandes beneficios sociales con poca inversión, dinamiza la economía circular elaborando un menú saludable en cocinas colectivas y genera ocupación para ofrecer opciones a las personas que no solo necesitan alimentarse, sino también construir un futuro.
Indonesia. Trueque de pescado por arroz
¿Y la gente de la pesca? La llegada de la pandemia y los meses de confinamiento también han representado un grave problema para este sector que depende tanto de poder salir a la mar y del mantenimiento de los canales de comercialización a consumidores finales, a la restauración, a las escuelas o a la exportación. En muchos lugares, además, las administraciones han actuado con mucha lentitud.
En el distrito de Gunungkidul, en Indonesia, la Asociación de Pescadores, que agrupa a más de 300 personas, vio que de la noche a la mañana muchas de sus vías de comercialización se cerraban y que el precio de sus capturas disminuía aproximadamente un 50 %. Inmediatamente, propusieron a las autoridades incorporar sus productos en los sistemas de ayuda alimentaria, pero les dijeron que era complicado manejar productos frescos. Sin embargo, encontraron una alternativa.
Su organización, que forma parte del Sindicato de Pescadores de Indonesia, inició un intercambio de alimentos con la Asociación de Agricultores de Tenajar, a través del movimiento Fishermen's Food Barn. Así que estas dos comunidades han encontrado la fórmula para garantizarse sustento alimentario mutuamente y, en aldeas como Pabean Udik Indramayu o Gebang Udik Cirebon, se intercambian anchoas, caballa ahumada, atún y cangrejo desmenuzado, por arroz y verduras.
Perú. Ollas comunes en territorios desestructurados
Al norte de Lima, en el distrito de Carabayllo, la población vive a medio camino entre una vida rural ya casi desaparecida (menos del 3 % dedicada a la agricultura) y una vida urbana de condiciones muy deficientes, con un acceso limitado al agua potable y falta de canalizaciones de desagüe. La minería de arcillas y cerámicas para construcción que se extendió por toda la zona, no han generado beneficio, al contrario, solo destrucción ecológica.
Aquí la llegada de la pandemia se sumó a la crisis económica existente, por ello las mujeres de estas zonas se organizaron en grupos vecinales para cocinar colectivamente con el apoyo de una oenegé local, DEMUS.
Durante la primera y segunda cuarentena y hasta la fecha, estas mujeres, agrupadas en la Red de Mujeres Organizadas de Carabayllo, continúan cocinando más de 80 ollas comunes. Cada olla alimenta diariamente a unas 180 familias. Estas mujeres viven en condiciones precarizadas y olvidadas por el Estado peruano, ya que los bonos económicos no les llegaron. Como dice Elisabeth Huacchillo, miembro de la olla común en Torreblanca, «esta olla común la arreglamos para poder abastecer al pueblo, para tener un alimento digno. Esta olla común es mi almuerzo, mi desayuno, porque realmente no tenía qué comer, me sentía tan mal de que mis hijos me pidieran y me dijeran "Mamá, tengo hambre"... Estamos repartiendo 180 o 200 platos diarios. Un saco de arroz se va en un día y tengo que buscar de un lado a otro lado ayuda para solventar la olla. Nosotras somos las que cocinamos, nos sacrificamos por los hijos; en cambio, los varones..., hay algunos que van, reciben y se llevan las raciones sin participar».
Este artículo cuenta con el apoyo de la Fundación Rosa Luxemburgo