«El territorio es al espacio lo que la conciencia de clase es a la clase:
algo que integramos como parte de nosotros mismos y que estamos listos para defender».
Roger Brunet
Escrutar el término soberanía, en pleno siglo xxi, con una modernidad consumada sin apelación, parece un reto restringido al campo de la retórica. El sistema-mundo desplegado por Immanuel Wallerstein, una globalización fragmentada que impulsa bloques en desigual grado de desarrollo, queda muy lejos de la imagen impostada de la aldea global. Con un capitalismo en crisis permanente, que remodela los paisajes por medio de procesos de desposesión y desecha a las poblaciones abandonándolas sin ninguna capacidad de agenciamiento, parece que las viejas aspiraciones de emancipación andan moribundas como las propias representaciones culturales de esta época póstuma, como la define la filósofa Marina Garcés: zombis, catástrofes, distopías…
Y es precisamente en ese después acontecido (póstumo: lo que hay después de la muerte) tras la caída de las certezas que alumbraban el firmamento de esta civilización decadente —progreso, razón, mercado...— y también de sus réplicas, siempre inmanentes, cuando se revela más urgente que nunca indagar en otras lógicas, otros paradigmas, otras cosmovisiones, que nos iluminen en el interregno que se abre ante nuestros pies. De un tiempo que marcha a paso firme solo mirando hacia delante a otro que, como el ángel de Walter Benjamin, gira la cabeza hacia atrás: pero en esta ocasión para hurgar en el pasado en busca de utillaje de supervivencia con el que afrontar el futuro; de un espacio arrasado y reducido a la dimensión plana de la economía, a lugares que habitar desde diferentes realidades culturales.
Así, se puede formular lo castellano como un contenido que no cabe en las categorías que arman la actual dominación, que mantiene una fuga de la jaula que conforman: el sentido comunal, comunero, que liga muchas de sus formas de expresión (relaciones sociales, saberes, prácticas, medios de producción…). En un contexto de metrópolis difusa, que se sucede sin discontinuidad de la colonia, descolonizar Castilla significa, más que recuperar esencias que exhibir en las estanterías del multiculturalismo integrado, crear un marco de interpretación propio donde sea esta manera de ser comunidad la que cobre vida. Un territorio, al abrigo de las inclemencias que se ciernen sobre precarias existencias, en el que planear un éxodo.
Si el territorio es el espacio que toma conciencia de sí mimo, defenderlo es dejar que emerja su historia, sus instituciones, sus tradiciones…, pero no de manera fetichista, sino todo lo contrario, con la misma crítica que nos ayuda a desvelar lo falso de esta realidad. Hay otra concepción de soberanía, que incumbe también a la alimentaria, en este giro: aquella que da cuenta de la inversión de un mundo en el que es la mercancía quien nos gobierna; en el que es el intercambio el que sustituye el diálogo entre las personas por la aritmética de las cosas. Dotar a la soberanía de un carácter comunitario pasa por articular las luchas que van desde abajo, contra y más allá de ese money makes the world go round. En último término, algo de lo que no debería haber traducción al castellano.
Abrigaño. Grupo de Estudios Castellanos