Isa Álvarez Vispo, Ruth L. Herrero y Lucía Shaw
Tanto quienes producen alimentos a pequeña escala como quienes no tienen capacidad para acceder al modelo de consumo hegemónico se han convertido en agentes periféricos cuando deberían ser el centro de un sistema que fuese sano y justo tanto para las personas como para el planeta.
Recogida de alimentos en el comercio local del grupo Fresnecuida (Fresnedillas de la Oliva). Foto: Adriana Mateos
Día de la Interhortoculturalidad en Abetxuko. Foto: Baladre
Pasar hambre es un hecho que, hasta años recientes, parecía exclusivo de esos países llamados «del Sur», pretendiendo creer en el oasis del Norte y la narrativa del Estado del Bienestar. Hoy vemos como hay un Norte y un Sur en cada ciudad y como, dentro de los territorios, los centros y las periferias cada vez se alejan más. La globalización tuvo una cara visible que una gran parte de la sociedad compró, colocarnos en los mapas, integrarnos en un modelo que solo habíamos visto en las ficciones cinematográficas. Modos de consumo y de vida, marcas que sirven a la vez de faro consumista y de neones cegadores, que no dejan ver los pilares en los que se construyen, pilares de profunda desigualdad basados en centros y periferias. La globalización le puso el lazo a un modelo que venía desarrollándose desde principios del siglo xx, este capitaloceno que pretende mostrarse como hecho indiscutible y que impregna todos los ámbitos de nuestra vida, incluido, por supuesto, el alimentario.
De qué hablamos cuando hablamos de alimentación
Los llamados sistemas alimentarios han sufrido una profunda transformación en los últimos cincuenta años, que ha conllevado una desconexión absoluta entre las personas que comemos y quienes trabajan a diario en la producción de alimentos. Esta desconexión es consecuencia, por una parte, del abandono del medio rural para migrar hacia las ciudades en busca de ese bienestar ansiado; por otra, de la instauración de un modelo de producción basado en el lucro de unos pocos, que, cada vez más, se ha ido alejando de modelos que miran la tierra y las necesidades reales, y por último, consecuencia de unos ritmos centrados en el ámbito productivo y el empleo que condicionan la distribución de los tiempos en el día a día.
En pocos años se ha pasado de las ollas a fuego lento al microondas y de comer alimentos a ingerir productos comestibles. Aparentemente, este proceso ha sido normalizado por la sociedad.
Además, cuando hablamos de alimentación, hablamos de una actividad relacionada con lo doméstico y los cuidados, lo reproductivo, históricamente atribuida a las mujeres. Esta desigualdad, traducida hoy a que las mujeres se han incorporado al mercado productivo sin una redistribución de las tareas del ámbito reproductivo, las hace tener múltiples jornadas de trabajo al cabo del día. El tiempo del trabajo asalariado no es negociable, y menos dentro de una precariedad generalizada, por lo que les toca «cuadrar» las horas para las distintas tareas del trabajo reproductivo y cada vez el tiempo para cada tarea es menor, incluidas las relacionadas con la alimentación. El capitalismo ha ofrecido múltiples opciones para resolver esta cuestión, desde la creación de los hipermercados en los setenta, hasta los productos ultraprocesados hoy en día. En ningún caso plantea un replanteamiento de los roles, ya que la desigualdad es un pilar básico para que sus cuentas cuadren.
En pocos años se ha pasado de las ollas a fuego lento al microondas y de comer alimentos a ingerir productos comestibles. Aparentemente, este proceso ha sido normalizado por la sociedad, aunque no de la misma forma en todos los contextos, ni en todos los géneros, ni en todas las clases. En algún sitio decían que el hambre tiene código postal y esto, que ya se hizo muy visible en la crisis de 2008, ha terminado de emerger con la crisis derivada de la COVID-19. En pocos años, las cestas de recogida de alimentos que hace quince años se destinaban «a África», han pasado a ser para nuestras vecinas más próximas, y las colas del hambre son cada vez más largas, a la vez que las pequeñas producciones que producen alimento sano tienen muchas dificultades para encontrar una viabilidad a largo plazo.
Del asistencialismo a la soberanía alimentaria
A lo largo de este proceso y de la publicación y difusión del texto ¿Qué comen las que malcomen?, ya estamos viviendo algunas transformaciones. Es el caso de la cooperación entre Verddterra, un colectivo de Agricultura Sostenida por la Comunidad en Xàtiva (València) y Gent de la Consolació, un proyecto de reparto de comida, atención e información que da cobertura a más de 500 familias en exclusión. Algunas compañeras de Verddterra ya pagan, además de su caja de verdura fresca y de proximidad, otras dos más para personas que no cuenten con recursos; la idea es que esta práctica se extienda. En otros lugares están repensando proyectos, como las neveras solidarias o algunos reciclajes de alimentos, que ahora quieren replantear en clave de transición hacia otros modelos que realmente alimenten. Son casos concretos que se suman a despensas solidarias, bancos de alimentos alternativos o iniciativas como la de la interhorticulturalidad que se da en Abetxuko (Gasteiz) en torno a los huertos sociales, un espacio en el que personas de diferentes procedencias comparten huertos, no solo como un lugar en el que cultivar alimentos, sino también donde intercambiar saberes, culturas, semillas y construir comunidad. En definitiva, se trata de generar múltiples caminos que sumen hacia el acceso a alimentos y la construcción de la soberanía alimentaria.
¿Qué comen las que malcomen?
La Coordinación Baladre lleva años trabajando en la creación de herramientas desde los grupos que nos sabemos periféricos y que hemos visto en la construcción comunitaria nuestra principal fuerza. Convivimos en el día a día, tanto en el medio rural como en las periferias urbanas, con el drama de la exclusión social en sus facetas más duras. Convivimos con la explotación de personas migrantes sin derechos en las grandes explotaciones agroalimentarias o en el ámbito urbano con las desahuciadas, las «sin techo», las precarizadas, desempleadas...; pero, cada vez más, también en poblaciones rurales. Estas situaciones nos han interpelado a poner en el debate del colapso capitalista la clave del derecho a la alimentación, tanto desde la perspectiva de quien produce como de la de quienes acceden al alimento, entendiendo alimento, no como cualquier producto comestible.
Queremos construir en colectivo la agroecología, la denuncia, la autogestión, la ruptura de polaridades, desde los cuidados y el feminismo.
El texto ¿Qué comen las que malcomen? no es un trabajo de investigación, sino una puesta en común de nuestras situaciones y prácticas individuales y colectivas, como personas productoras precarizadas, como activistas en iniciativas alimentarias sostenidas por la comunidad y como personas precarias y empobrecidas. Como usuarias de modelos de asistencialismo alimentario, podemos decir que muchos de ellos apenas cuentan con elementos que dignifiquen la vida y la alimentación, y, además, generan dependencia y sumisión para quienes tienen que recurrir a ellos. A partir de ese conocimiento y de nuestras propias prácticas, elaboramos nuestra propuesta, identificando las claves para la transformación de este modelo desigual. No queremos asistencialismos, dependencias, estigmas o individualismo, queremos construir en colectivo la agroecología, la denuncia, la autogestión, la ruptura de polaridades, desde los cuidados y el feminismo.
En este sentido, para nosotras es fundamental mirar la alimentación desde una óptica feminista, incluyéndola no como un apéndice sino como un pilar principal.
Asistencialismo alimentario
Este sistema, en lugar de ofrecer soluciones para un acceso al alimento con una perspectiva de derecho a la alimentación, fabrica fórmulas que benefician a las mismas corporaciones que provocan el hambre y que intensifican las desigualdades del propio modelo, buscando más los intereses de unas pocas que el acceso a alimentos sanos y saludables para todo el mundo. El asistencialismo supone considerar el alimento desde una perspectiva caritativa y no en clave de derecho, y desgraciadamente es la visión más generalizada en los espacios donde las personas en exclusión pueden llenar la despensa: la Fundación Banco de Alimentos, Cruz Roja o Cáritas, que consiguen los alimentos de excedentes a través de fondos de la UE o de donaciones privadas. Tanto estas instituciones como la Administración pública, a través de sus servicios sociales, que derivan a las personas sin recursos hacia estos «servicios alimentarios», distribuyen productos de grandes corporaciones, mediante licitaciones pensadas a gran escala y donde brillan por su ausencia los productos frescos y agroecológicos. Entonces, ¿qué se distribuye?, ¿alimento o productos comestibles?
Además, el tránsito por los diferentes modelos de asistencialismo alimentario nos devuelve que existe una brecha de género que se corresponde con una mayor conciencia de cuidados por parte de las mujeres, fruto de la división sexual del trabajo ya mencionada. Vemos cómo las personas usuarias de comedores sociales son mayoritariamente hombres, dado que los alimentos vienen elaborados y que, en buena parte de los casos, no tienen que alimentar a la prole. Sin embargo, en las colas de los bancos de alimentos, las usuarias de los bonos sociales o de las despensas solidarias son mayoritariamente mujeres. Esto sucede porque, si no concurren otras circunstancias, como la falta de vivienda o la pobreza energética, las mujeres prefieren elaborar su propio alimento y estirar los productos que recogen para que duren más tiempo. Pero, sobre todo, porque en la inmensa mayoría de los casos, las mujeres no solo se encargan de su autoabastecimiento o autosubsistencia, sino también de los cuidados de criaturas o de personas dependientes, lo que supone que el acceso a la comida depende inevitablemente de ellas. Esto, además del trabajo que conlleva, implica una carga emocional fuerte, un sentimiento de culpa muy grande cuando no se responde a esta responsabilidad y, en la dimensión práctica, colocarse en último lugar en el reparto de la comida, por lo que, además de ser quienes alimentan, son a la vez las más desnutridas.
La Renta Básica de las Iguales
A partir de aquí desarrollamos nuestra propuesta de una RBis como derecho individual, universal, incondicional, suficiente y comunitario, en el que cada persona por el hecho de existir pueda percibir una cantidad monetaria suficiente para cubrir sus necesidades materiales; suficiente como para que una parte de esa renta se destine a un fondo común que pueda satisfacer necesidades de manera colectiva. De ahí que vinculemos nuestra propuesta a la soberanía alimentaria, al derecho de todas las personas a decidir qué alimentos producir, cómo y, por supuesto, para acceder a ellos en condiciones de igualdad. El sistema alimentario desigual que hemos descrito se basa en relaciones de dependencia, en el caso de las productoras, con el mercado hegemónico y, en el caso de las no productoras, con los canales de acceso a comida que cada vez es menos alimento. La RBis es una herramienta que puede contribuir a romper con este modelo y a la construcción de nuevos modelos de relación social, pero entendemos que no puede caminar sola, de ahí que la vinculación a iniciativas comunitarias y con una óptica agroecológica nos parezca fundamental. De otra forma, podemos caer en prácticas e iniciativas asistenciales para quienes no pueden elegir lo que comen, o exclusivistas, para quienes tienen los recursos y las herramientas (políticas y económicas) para salir del circuito agroindustrial y acceder a una alimentación sana, sin que ello suponga romper con las desigualdades y precariedades de aquellas personas o colectivos que cultivan o cuidan de la elaboración de nuestros alimentos. A partir de todo esto, trabajamos en lo que llamamos los alimentos sostenidos por la comunidad, propuestas en las que nos responsabilicemos de forma colectiva de nuestra alimentación y que pueden traducirse en la práctica en muchas fórmulas, desde iniciativas de cocinas comunitarias hasta grupos de consumo con un compromiso colectivo en los que se buscan fórmulas para que alimentarse no sea un lujo.
Isa Álvarez Vispo, Ruth L. Herrero y Lucía Shaw
Integrantes de la Coordinación Baladre y autoras, junto a Mari Fidalgo, del libro ¿Qué comen las que malcomen?
Este artículo cuenta con el apoyo de la Fundación Rosa Luxemburgo