Laia de Ahumada
Las nuevas tecnologías generan infinidad de interrogantes y sugieren múltiples enfoques, tantos como el incesante nacimiento de nuevas aplicaciones que nos facilitan la vida, nos estimulan la curiosidad y nos generan una gran cantidad de deseos que nunca conseguimos saciar. Es cierto que, por coherencia, es necesario buscar una respuesta a todos esos interrogantes básicos que conforman nuestra sociedad globalizada y fácilmente manipulable, una sociedad que ya hace años nos anunciaba Orwell en 1984 y, actualmente, Loriga en Rendición. Se trata de preguntas como: ¿En manos de quién estamos? ¿A quién le damos la posibilidad del control de nuestros datos y, por tanto, de nuestras vidas? ¿Es sostenible todo ello y hasta cuándo? Pero a pesar de la importancia de responder a cada una de estas preguntas, y de actuar en consecuencia, existen otras cuestiones relacionadas con temas —que podríamos calificar de filosóficos, pero no por ello menos importantes— que quedan escondidos tras el ruido provocado por las redes sociales; son las que hacen referencia a las conexiones interiores, a la soledad y al silencio, sobre las cuales también es necesario reflexionar.
A raíz de la pandemia se está viviendo un goteo de habitantes de las ciudades hacia las zonas rurales que, antes de interesarse por cualquier otro tipo de servicio asistencial, piden un determinado nivel de cobertura para poder teletrabajar. Y este mismo servicio ya hace tiempo que se reclama desde las zonas rurales —a menudo sin repuesta alguna— para poder trabajar con la misma celeridad y buenas condiciones que en la ciudad; porque es sabido que en las fincas rurales también existen infinidad de asuntos que se solucionan por la vía telemática, desde la gestión del negocio a la creación de redes de soporte mutuo.
Esta conexión es ventajosa, no solo laboral sino personalmente, porque tranquiliza llevar en el bolsillo un aparato que te comunica con el mundo, que te permite pedir ayuda si la necesitas en un momento dado, que te hace sentir acompañada aunque estés apacentando un rebaño en la cima de una montaña y que, además, te ayuda a distraerte con noticias y múltiples redes sociales. Y no se trata de cuestionar el valor que tiene compartir a través de las redes sociales todo tipo de acontecimientos: cómo crecen las verduras, pacen los rebaños o brotan los frutos, sino de cuestionarnos qué nos aporta realmente a nosotras, cuál es nuestro grado de dependencia, o hasta qué punto nos sentimos incapaces de enfrentarnos a la soledad, la propia y la del entorno, desconocida por su enorme magnitud.
Tener una buena conexión es útil, y pensar actualmente de otra manera es dar la espalda a un mundo que avanza, pero también es necesario preguntarse si muchas veces este mundo no avanza sin estar nosotras presentes, distraídas y absortas en otros paisajes que nada tienen que ver con nosotras.
Foto: Atelier Paysan
Foto: Atelier Paysan
En estos tiempos que vivimos, se multiplican las reflexiones sobre la dicotomía entre el campo y la ciudad. De la ciudad se echa de menos una cultura que etimológicamente significaba, entre otras acepciones, cultivar la tierra. Del campo se añora, como decía Thoreau, un lugar donde poder «vivir con la energía y la sencillez espartana necesarias para eliminar todo lo que no es vida». Las personas que habitan en una y otra buscan un espacio donde poder vivir con conciencia, ser conscientes de la vida que viven. Un pastor comentaba que a menudo vivía estresado colgado del teléfono, pero que a pesar de ello, en su día a día, encontraba momentos para conectarse consigo mismo porque su entorno natural se lo ponía fácil; a veces, sencillamente, contemplando o tocando la tierra. Es todo un reto conseguir estar donde estás, presente y consciente, a pesar de todos los estímulos externos.
Para conectarse sin cobertura es necesaria la soledad, pero ahora ya no apetecen soledades ni silencios, porque nos hacen ser conscientes del avispero que tenemos en la cabeza, y nos dan miedo. Y es que el silencio exterior no es sinónimo de silencio interior, y son largas y peliagudas las soledades con una misma. El móvil, en estos casos, nos salva a menudo del vacío y nos hace partícipes de una carrera desenfrenada, con el pensamiento a toda velocidad. La frenada en seco nos asusta y postergamos el momento con mil distracciones porque sabemos que el pensamiento se vuelve loco de quietudes, se agota al no tener más conversaciones que las propias. ¿Somos más felices? No lo sé. Lo cierto es que la vida es un tira y afloja entre el silencio y el ruido, y este últimamente lo llena todo, y a menudo echamos de menos una vida más pausada que nos permita tener espacios interiores de silencio, de presente y de presencia.
No es fácil conectarse con una misma porque nos produce vértigo la propia profundidad, nos da miedo la vida, en definitiva, y no sabemos sostenernos a nosotras mismas; siempre buscamos alguien o algo que nos sostenga para no extraviarnos en interioridades abismales que nos asustan, que no sabemos cómo gestionar; y volvemos a correr tras mil deseos que son necesidades —y como tales, ilimitados— dejando a un lado nuestro deseo primordial de ser quienes somos.
Se trata de tener una conexión profunda sin necesidad de cobertura exterior. Cómo hacerlo, lo decide cada una: ¿campo o ciudad?, ¿con o sin móvil?, ¿ruido o silencio? Aquí cada una escoge el «buen lugar», la eutopía que vive en su interior a la espera de ser reconocida y habitada.
Laia de Ahumada
Escritora y miembro del equipo de Terra Franca