J. Marcos y M.ª Ángeles Fernández
La tecnificación y la intensificación de la agricultura española, alentadas por múltiples subvenciones y aplaudidas de forma generalizada, acarrean consecuencias negativas como la sobreexplotación hídrica, el acaparamiento de tierras y de agua, y la desaparición del patrimonio ambiental y cultural.
Invernaderos en Almería | Foto: FNCA
Regadío histórico en Valencia | Foto: FNCA
No le sorprendió aquella llamada. Al habla, un odontólogo treintañero, el amigo de una amiga, interesado en invertir en aguacates desde el salón de su casa. Fue durante el confinamiento cuando Omar Bongers, asesor en producción ecológica, atendió a aquel dentista que no sabía muy bien qué hacer con el dinero y estaba pensando en probar suerte con una de las plantaciones de moda.
Bongers contextualiza su falta de asombro: «Ya no es que los fondos de inversiones o los grandes capitales estén llegando al agro como inversión segura, sino que hay mucha gente inflando esa burbuja, incluso pequeños que quieren tener dos, tres o cuatro hectáreas que les brindarían miles de euros de beneficios brutos anuales. Gente que no es del sector. La tecnificación se lo permite; puedes estar a cientos de kilómetros y tener automatizadas tus hectáreas con sondas y con toda la información en el móvil: temperatura, humedad, agua en el suelo…».
Es en este punto y aparte donde encaja la descripción de esa apuesta cuasi unánime de los estamentos políticos y empresariales por la modernización del campo, un paradigma muy amplio en el que, más allá de las tecnologías, robotizaciones y aplicaciones concretas, sobresalen los varios denominadores comunes que se le atribuyen: desarrollo, eficiencia, crecimiento, sostenibilidad, productividad, beneficios. El futuro (los cultivos intensivos de regadío) frente al pasado (las cosechas de secano y también las de riego tradicional). «La tecnificación es buena, pero mal usada agranda el problema», resume a modo de prólogo el ambientólogo José Luis García. La imposición de los regadíos superintensivos en formato smart agriculture conlleva unos efectos secundarios que están ahí, aun arrinconados en letra pequeña.
Sobreexplotación hídrica: la paradoja del uso y el consumo de agua
El Estado español presenta «un escenario claramente más cálido y con menor disponibilidad de agua que en épocas pasadas», concluye el último informe anual del estado del clima, elaborado por la Agencia Estatal de Meteorología (AEMET). Se estima que, en el último cuarto de siglo, el agua que va a parar a los cauces se ha reducido cerca de un 20 por ciento. La agricultura, consumidora de entre el 75 y el 85 por ciento del agua, es la principal damnificada.
En ese mismo contexto de emergencia climática mundial, el aplauso social a la modernización es generalizado. En cálculos económicos (y cortoplacistas), la tecnificación multiplica los beneficios del sector agrario, y le aporta un plus de flexibilidad y de comodidad, sobre todo en la época de recolección. Los cálculos ecosistémicos alertan, sin embargo, de un deterioro de las cuencas hidrográficas, pues la eficiencia de la modernización supone un menor uso del agua, pero un mayor consumo de esta. Uso y consumo, dos conceptos equivocadamente intercambiados, pese al abismo que los separa en temas de agua. Merece la pena detenerse en este punto.
Ciertamente el riego tecnificado desincentiva la sobredosis hídrica, reduciendo potencialmente el uso de agua: el líquido vital que se destina a cada plantación es estrictamente el que necesita cada planta y ni una gota más. Ahora bien, el consumo aumenta porque la tecnificación posibilita y aun estimula que se doblen las cosechas anuales y se amplíe la superficie de cultivo; a mayor cantidad de fruto, mayor cantidad de líquido. Además, resulta que lo que aparentemente era una pérdida propia de los sistemas tradicionales, que dejaban escapar parte del agua que no aprovechaba directamente el cultivo, en realidad, forma parte del ciclo hidrológico y acababa en la cuenca.
Con tanto detalle aclaratorio, los aguacates de Bongers se habían quedado sin abrir. Originarios de la región mesoamericana, resulta que es una de las plantaciones que más agua demandan. «Aproximadamente un 30 por ciento más que los cítricos», según indica este investigador y activista en temas de agua. Los datos que maneja, fruto de un estudio centrado en la comarca malacitana de la Axarquía, son abrumadores: las hectáreas de aguacate no dejan de aumentar, sobre todo, la variedad Hass, que es la más exportable y la de mayor vida poscosecha. Es un crecimiento sin freno, aunque insuficiente para el mercado: «Cádiz, Huelva, Málaga, la Comunidad Valenciana…, apenas producimos unas 60.000 toneladas y un buen año podemos llegar a las 100.000, pero la demanda es de 600.000, cantidad que se cubre principalmente desde México, Israel, Perú, el estado de California (EE. UU.) y ahora Colombia».
Así las cosas, ante una situación de emergencia climática, con un estrés hídrico cada vez más evidente, el agro se empacha de unos cultivos tropicales que demandan mucha agua. Nuestro consumo interno se reduce al 10 o el 20 por ciento de la cosecha, así que exportamos en forma de aguacates el agua que tampoco nos sobra.
Una imposición subvencionada
A Pablo Sáez la llamada lo pilla en plena campaña y con serio aviso de tormenta, así que la conversación se aplaza hasta que definitivamente se pone a llover y cierran las cooperativas: «Estás trabajando todo el año para el mes y medio de recolección. Tenía muchos almendros sin coger y si cae una tromba fuerte te tira la almendra al suelo y ahí ya no la coges, y menos a los precios que está». De familia agricultora, Sáez lleva «desde chavalín» echando una mano y los últimos cinco años como profesional autónomo, dedicado a la «trilogía mediterránea» en la zona de Requena (Valencia): la almendra, el olivar y la viña.
Cuenta que es un defensor del secano como «decisión de sentido común», y que, cuando iba a la escuela, «en Conocimiento del Medio enseñaban que había cultivos de regadío y de secano, y que a estos últimos pertenecía esa trilogía, aparte de muchos cereales». El ahora secretario de organización de la Coordinadora Campesina del País Valencià - COAG cuenta todo eso, merodeando por detalles como solo hace quien ama lo que tiene entre manos; y acaba con una observación, la de quien alza la vista y a su alrededor cada vez ve más regadíos: almendros, olivares, cepas en regadío. Y aclara: «En mi comarca no hay tierra de regadío, sino riego de apoyo para suplir las carencias de la pluviometría media…, todo teóricamente».
Requena no es una excepción, pues lo que tradicionalmente era una agricultura de secano, la de la cuenca mediterránea, ha cambiado paulatinamente desde que el Estado español entró en la Comunidad Europea, en 1986. Desde entonces, la superficie de secano ha descendido en torno al 23 por ciento. Se han abandonado cuatro millones de hectáreas, mientras las de regadío han aumentado en 700.000 y los planes hidrológicos vigentes prevén otro incremento similar. Actualmente, hay 3,8 millones de hectáreas dedicadas al riego, según el informe Análisis de los regadíos españoles 2019, publicado por el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación. Y a esas cifras habría que sumar las ilegales, entre el 5 y el 10 por ciento, según los cálculos de Ecologistas en Acción.
La modernización del agro está fomentada por subvenciones y líneas de apoyo, muchas de ellas vía Unión Europea: PAC, PDR, FEADER, FSE, FEDER… La aclaración de las parcelas beneficiadas es mucho más jugosa: las ayudas van enfocadas a los dos tipos de regadío que Julia Martínez, directora técnica de la Fundación Nueva Cultura del Agua (FNCA), identifica como «intensivos agroindustriales», que actualmente suponen el 20 por ciento de la superficie regada y cuya dilatación es exponencial, y «extensivos de interior», surgidos al calor del desarrollismo y que suman en torno al 55 por ciento. Fuera de las ayudas quedan el secano y también los regadíos históricos, que representan el 25 por ciento del total, pero están en claro declive.
Acaparamiento de tierras y de agua
Quienes resisten en secano están en peligro de extinción. «El mercado busca la cantidad, aquí nadie paga la calidad. Una persona que tenga las viñas que plantó su abuelo hace 70 u 80 años tiene una uva fantástica, con unos grados de azúcar y de color buenísimos, pero a dos kilos por cepa. Si la arranca y la pone nueva y en regadío, obtiene más de diez. El argumento es el del crecimiento exponencial de los beneficios», esclarece Sáez. Y matiza que no está en contra de la mecanización, pero sí de la superproducción, a la que acusa de hundir los precios: «En nuestras uvas de cava estamos con precios de principios de los ochenta. Y va a suceder lo mismo con el boom del regadío superintensivo del almendro». Este desplome hace tiempo que lo sufre el aceite de oliva.
Este agricultor de secano atestigua que el importe de las uvas para cava, «lo ponen tres compañías, que de hecho son fondos de inversión: Codorníu, Freixenet y García Carrión, que es otro monstruo. La gran mayoría de su producción es en regadío. De una nos avisaron que nos reducían el precio a la mitad. Protestamos, pero tienes que pasar por el filtro de su pacto». Las líneas de este análisis se adentran entonces en una superproducción incentivada por las subvenciones e impuesta por los nuevos grandes dueños de las tierras. «Ha habido una concentración y cada vez va a más. Hay un acaparamiento fuerte y hay inversores», completa Bongers.
Llegados a esta altura, hay que recordar que aquí no riega quien quiere y cuanto quiere, sino que en teoría existen unos límites que marca la Ley de Aguas. Y que funciona por comunidades de usuarios, de regantes, que son las que gestionan los recursos. Los derechos de agua corresponden a las tierras, «así que quien compra las tierras compra los derechos», añade José Luis García, agente medioambiental de la Confederación Hidrográfica del Júcar. La sentencia se redacta por sí misma: el acaparamiento de tierras conlleva un acaparamiento de agua. Es lo que la Coordinadora de Organizaciones de Agricultores y Ganaderos (COAG) ha llamado la ‘uberización’ del campo español. La relación entre la modernización del campo y la despoblación rural es otro de esos efectos secundarios que habría que analizar con detenimiento.
García forma parte del Servicio de Policía de Aguas y Cauces Públicos de la Confederación Hidrográfica del Júcar, es decir, su cometido es «el del guardia fluvial de toda la vida, la vigilancia del territorio». En su zona, la del río Vinalopó, que atraviesa de norte a sur la provincia de Alicante, «no han existido realmente transformaciones porque son parcelas dedicadas toda la vida a la agricultura que, cuando en esta comarca la industria funcionaba, no se estaban cultivando. En el momento en el que la industria baja, la gente se echa a utilizar las tierras».
Entró en su puesto allá por 2007, más de una década en la que ha observado «un claro aumento de los aprovechamientos agrícolas. Antes de la crisis no había una presión elevadísima sobre los acuíferos, pero ahora sí porque son más los que usan el recurso». Y argumenta que desde su puesto solo puede controlar que se cumplan las concesiones y los volúmenes concedidos, «pero eso nunca va a ser suficiente si hay más derechos otorgados que agua disponible. El déficit que se genera es brutal. Hay que tomar decisiones políticas y fomentar la coordinación entre las administraciones», sentencia.
Desaparición del patrimonio ambiental y cultural
Entre tanta modernización, unos párrafos más arriba se habían quedado desapareciendo los regadíos históricos. Su retroceso se debe tanto a la transformación por actividades humanas e infraestructuras como a la apropiación de tierras y de agua. Con su muerte, se pierde un patrimonio centenario e incluso milenario. Se trata de agroecosistemas y agropaisajes como la huerta de Murcia, con más de mil años de sostenible antigüedad.
Principalmente ubicados en las llanuras de inundación de los ríos, estos regadíos «han cambiado muy poco y su distancia ecológica con respecto a los sistemas naturales antes de la acción humana es pequeña», explica la directora técnica de la FNCA, Julia Martínez. La experta describe los beneficios de esta mínima transformación: su escaso impacto incluso añade biodiversidad, pues algunas especies se siguen refugiando en estos parajes, otrora un bosque pantanoso y ahora regadíos históricos, huertas que funcionan mediante sistemas de gravedad de forma natural, conducidos por acequias. El listado de las funciones ambientales que cumplen es amplio, ya que además aportan calidad al paisaje, configuran kilométricos corredores ecológicos, suavizan el clima cuando están cerca de núcleos urbanos, ofrecen refugios para la vida silvestre, contribuyen a la depuración medioambiental y, muy importante, protegen frente a inundaciones, pues los ríos crecen por estos terrenos cuando hay lluvias intensas. Todo ese patrimonio ambiental está perdiéndose.
Su patrimonio cultural, por otra parte, queda fuera de toda duda con solo mencionar su longeva historia: restos arqueológicos, casonas, ruedas de elevación, acequias, azudes… «Todo el funcionamiento del sistema de riego en sí mismo debería estar protegido y declarado monumento nacional. Pero los planes de modernización lo consideran obsoleto. ¡Es como decir que la catedral de Burgos se ha quedado antigua y que hay que derribarla para construir pisos!», denuncia Martínez.
Y el patrimonio cultural no se reduce al ámbito material, sino que se extiende por una esfera mucho más etérea, en la que destaca el vocabulario específico de las huertas históricas, junto a costumbres, fiestas, música, tradiciones y un largo etcétera. «Lo estamos perdiendo a marchas forzadas, cuando debería ser protegido, investigado y fomentado», asevera convencida Martínez, quien pide promover los regadíos históricos no como museos, sino como base para actividades económicas sostenibles, incluida la producción de alimentos sanos, de calidad y de cercanía. En época de modernización, unas funciones muy distintas a las que suelen verse abocadas estas zonas, convertidas en el patio de atrás de las ciudades, en terrenos baratos por los que seguir recalificando y construyendo urbanizaciones, rotondas, autovías, suelo industrial. Cemento.
J. Marcos y M.ª Ángeles Fernández