Diego Bárcena Menéndez
En un planeta finito encaminado a los diez mil millones de seres humanos, se plantean serias preguntas acerca de cómo nos podremos alimentar sin consumir lo que queda del mundo natural. Gracias a partes iguales a la revolución verde y a las energías fósiles, hemos podido mantener un crecimiento exponencial por un siglo. El dilema que se nos avecina para el próximo no tiene precedentes históricos y no hay una salida fácil.
Pastoreo en el valle de San Emiliano (León). Foto: Pedro M. Herrera
Pastoreo en el Pirineo navarro. Foto: Pedro M. Herrera
La civilización moderna hiperconectada se nutre por completo de recursos cada vez más escasos. El petróleo y sus derivados como fuentes de energía empiezan a escasear, los depósitos de fósforo se agotan, el suelo fértil cada temporada deja de serlo un poco más. En paralelo, los residuos que generamos dejan una marca cada vez más permanente sobre la faz de la tierra. En un reciente estudio en la revista Nature, por ejemplo, se hacen eco de que aun en el remoto caso de que redujéramos las emisiones de CO2, las emisiones de N2O derivadas de la agricultura tanto industrial como convencional ofuscarían esta reducción.
Cultivar solo lo que nos sirve
Ante esta coyuntura, los pensadores tecnoutópicos vislumbran en el horizonte una tercera revolución alimentaria, siendo la primera la revolución neolítica con la domesticación de semillas y animales, y la segunda, la revolución verde. Esta vez la revolución se basará en el dominio de los microorganismos y los genes que los componen. La visión va un poco así: en vez de generar alimentos en procesos «ineficientes», como plantas o animales, generaremos nuestra alimentación balanceada en procesos de «fermentación de precisión», en los que se utilicen microorganismos modificados genéticamente para producir individualmente los nutrientes que necesitamos. En vez de tener que formar tallos, raíces y hojas, o huesos, nervios y músculos, podríamos simplemente cultivar la parte «servible».
Hay dos productos de estos fermentadores con utilidad comercial. Por un lado, los derivados nutritivos o sustancias activas que sean de difícil producción o se encuentren solo en pequeñas cantidades. Un ejemplo de muchos es la elaboración de quesos. Antiguamente se utilizaba el cuajo, un líquido extraído del estómago de rumiantes juveniles con un alto contenido en quimosina, una proteína que ayuda a los rumiantes a digerir la leche materna. Se estima que actualmente más de un 80 % del queso industrial se elabora con una quimosina producida sintéticamente en fermentadores utilizando bacterias. Este mercado está ahora globalmente dominado por 10 empresas productoras de quimosina recombinante, un monopolio habitual siempre que se opta por soluciones tecnológicas.
El otro producto derivado de los fermentadores de precisión, este un poco más alejado de la realidad, son los tejidos multicelulares. En estos casos, se habla de cultivos de células en moldes de colágeno que idealmente sabrían y tendrían una textura similar a la carne. Si bien estos están todavía en fase de desarrollo, ello no impide que fluyan cuantiosas cantidades de dinero en esta dirección.
La industrialización de lo industrial
La tercera revolución agraria, nos dicen, será la combinación de la fermentación de precisión con la industrialización de la producción alimentaria.
En paralelo a los fermentadores, la agricultura moderna tiende cada vez más hacia una industrialización total. Lo sabemos bien en el Estado español con el auge de las macrogranjas y los problemas que estas conllevan de residuos, despoblación y centralización de la producción alimenticia. Sin embargo, los ejemplos aquí se quedan pequeños si miramos hacia el «milagro chino» del cerdo. En ese país hay en funcionamiento edificios de hasta 12 pisos con miles de animales que se gestionan más como si fueran fábricas de microchips que granjas. Las grandes tecnológicas del país asiático (por ejemplo, Alibaba) están detrás de estas explotaciones ya sea como inversores directos o como suministradores de tecnología de inteligencia artificial para optimizar la gestión. Lo que se pretende mejorar es el «bienestar» del cerdo empezando por la genética, seleccionando razas que se adapten a estar confinadas; la comida, un balance óptimo de todos los nutrientes; la limpieza, y hasta el estrés antes de la matanza, con música por altavoces. Como siempre, se intenta invisibilizar las consecuencias medioambientales, por ejemplo, la gestión de residuos o la destrucción de la selva tropical para la obtención de soja. Además, estas fábricas ofrecen las condiciones idóneas para nuevas enfermedades como la fiebre porcina africana que afecta a millones de cerdos en todo el planeta.
El único argumento medioambiental que encontramos en quienes defienden esta centralización es que al ser procesos más «eficientes» requieren menos energía y materias primas por gramo de nutriente producido, así que se lograría reducir las emisiones de CO2 y N2O con respecto a la agricultura convencional. Sin embargo, en este cómputo no se incluyen los costes ambientales de los procesos de obtención de los piensos ni sus daños colaterales. La visión tecnooptimista no esconde su deseo de, en un futuro no muy lejano, prescindir por completo de la agricultura tradicional. La tercera revolución agraria, nos dicen, será la combinación de la fermentación de precisión con la industrialización de la producción alimentaria.
Silenciosamente, la disrupción tecnológica ya está en marcha. Algunas ideas están más maduras que otras. Por ejemplo, las macrocadenas de comida basura habituales han empezado a introducir en sus menús, con gran éxito comercial, productos sustitutivos de la carne. Para su elaboración, se utiliza una mezcla de vegetales ultraprocesados y proteínas sintetizadas en fermentadores en fábricas estadounidenses y cuyo proceso está, por supuesto, patentado. Esto se hace con el fin de darle al producto final un aspecto similar al de la carne y con esto un valor añadido. Tal está siendo el éxito de estos productos que próximamente las multinacionales introducirán sustitutos del pollo y el pescado en sus menús.
El pensamiento es el mismo que el del coche eléctrico. Se está intentando santificar la tecnología como recurso único para mantener nuestro actual estilo de vida. El mantra es «salvemos el planeta tomándonos un selfi en un coche eléctrico comiendo una hamburguesa 100 % vegetariana». Con la desconexión total con el medio rural y el campo consumada, seremos por fin dependientes de la máquina capitalista para nuestra alimentación.
Las lagunas de la innovación tecnológica
En cualquier caso, hay varias lagunas en el planteamiento de la alimentación de laboratorio como solución al problema de la alimentación en el mundo. Por un lado, para que de verdad fuera un proceso más eficiente desde el punto de vista fisicoquímico, habría que solucionar cómo transformar energía solar a energía química con una eficiencia mayor que la fotosíntesis. Vistos por encima, es verdad que los procesos biológicos podrán parecer ineficientes, sin embargo, el frágil y elegante equilibrio alcanzado por la naturaleza para almacenar y procesar energía solar es deslumbrante. Lo único que tenemos a nuestro favor en el balance energético en estos momentos es la relativa abundancia de energías fósiles, que nos permite mantener una civilización hipercompleja. Estamos lejos de emular la naturaleza y menos aún de mejorarla. Además, corremos el serio peligro de obliterar lo que queda de naturaleza y decantar la balanza hacia un planeta muerto.
La construcción de los microchips que necesitamos para el control de los biofermentadores es un proceso tan complejo y susceptible a ligeros cambios que nos aleja de la resiliencia y la soberanía alimentaria.
El segundo contraargumento es que la laudada innovación tecnológica no suele generar soluciones, sino más bien nuevos problemas. Por ejemplo, en la revolución neolítica las principales innovaciones tecnológicas fueron la azada y el conocimiento del manejo de animales y semillas. Esta relativamente simple disrupción tecnológica llevó a la estabilización de la población y a la formación de civilizaciones. Sin embargo, tuvo como consecuencia la destrucción de gran parte de los bosques del planeta. La tecnología desarrollada para la siguiente revolución es muchas veces más compleja y solamente se podrá mantener en un contexto de civilización industrial que pueda proporcionar los insumos requeridos con altísimos costes energéticos. La construcción de los microchips que necesitamos para el control de los biofermentadores es un proceso tan complejo y susceptible a ligeros cambios que nos aleja de la resiliencia y la soberanía alimentaria.
Desde el punto de vista de la soberanía alimentaria y la resiliencia, estas tendencias nos atan más a un mundo controlado por una élite centralizada. Los propulsores de estas tecnologías nos dicen que gracias a la ingeniería genética y a la biología sintética bastará con conocer la secuencia de ADN del nutriente deseado para que cualquiera en el planeta pueda replicar el proceso. Dejan sin mencionar que solo una civilización supuestamente avanzada tecnológicamente puede sostener el alto nivel de formación que requiere una operación así.
Devolver la importancia al campesinado
La solución, quizás irónicamente, tendrá que dejar atrás la visión de grandes explotaciones agrícolas o ganaderas, intensivas y robotizadas, o la «carne de laboratorio». Rara vez se plantea que el futuro pase por métodos de alimentación más sencillos y, en consecuencia, más sostenibles. Es más que probable que la respuesta a nuestro dilema de futuro sea recuperar conocimientos casi extintos, principalmente del mundo rural.
Ante una climatología cada vez más errática, la mejora genética de organismos debe darse por medio de la observación y la selección de razas que se adapten mejor a esta nueva realidad y no por la selección de especies que se aclimaten a estar confinadas en fábricas o laboratorios. El objetivo ha de ser el aumento de la eficiencia de la producción de alimentos de calidad con el menor input de energía fósil posible. Esto solo será posible si dinamizamos el medio rural y le devolvemos la importancia que perdió el campesinado en el siglo xx. ¿Cómo lograrlo? La educación será clave: educar desde edades tempranas e impartir el conocimiento necesario para conocer los procesos reales de producción alimentaria. Esta educación debería servir también para asegurar un relevo generacional en el campo. Se debe hacer más hincapié en enseñar a las futuras generaciones la importancia de cultivar patatas frente a la clonación de organismos para generar almidón. También hay que enseñar a la población a no guiarse simplemente por el precio de los alimentos y tener en cuenta otros factores como la cercanía y la sostenibilidad en la producción. Del éxito de las hamburguesas vegetales no solo se tiene que culpabilizar a las empresas, sino también a quien demanda estos productos.
Por otro lado, en cuanto al comportamiento, urge transitar de una dieta primordialmente carnívora hacia una dieta más vegetariana. Bien balanceado, el reino de las plantas y los hongos nos puede aportar las suficientes calorías y nutrientes. Los productos cárnicos podrían quedar relegados a un suplemento ocasional teniendo en cuenta el contexto de cada cual. No es lo mismo producir un kilo de carne en un clima templado que en un clima tropical.
Y por último, hace falta concienciar de que los límites biofísicos reales de nuestro planeta para vivir en armonía con la naturaleza no son los diez mil millones de personas sino los mil millones de donde vinimos. No tenemos que seguir creciendo exponencialmente y colonizar planetas inhóspitos en nuestro sistema solar, sino aprender a convivir en el único planeta habitable que conocemos. No somos una fuerza dominadora de la naturaleza, sino que nos hemos convertido en una parte fundamental de ella.
Diego Bárcena Menéndez
Doctor en Biología sintética, horticultor en la huerta La Enredadera (Asturias) y activista de Ecologistas en Acción