Luismi Galán
En el pilón de Boya (Zamora) apareció una veterana pastora del lugar y me dio conversación, y yo me di prestado a ella. No recuerdo su nombre, pero sí recuerdo perfectamente su imagen. Llevaba el delantal como mi abuela, un pañuelo en la cabeza y arrugas que podrían contar mil y una historias, y acudió allí para llenar una garrafa en la fuente, quizás para regar las plantas de la puerta de su casa. Venía con ganas de hablar, normal en un pueblo con 40 habitantes donde el mayor ruido lo hacían aquella tarde de octubre los primeros berridos de los ciervos.
Rápidamente me preguntó que si venía a ver “al lobo”, en singular, yo contesté que sí y ahí arrancó un largo desacuerdo sin final a la vista. Ella aplicaba al lobo maldades, así que intercambiamos entremedias otras conversaciones como cuando se sembraban grandes extensiones de patatas antes de que se repoblara la zona de pinares, o el daño que en algunos aspectos hizo a las zonas rurales, según defendía ella, la entrada en la Unión Europea. También me contó que fue entrevistada en la tele una vez que cuidaba del rebaño junto a la carretera, hará 18 o 20 años, o que se sacó el carné a los 55 años.
Pero además hubo tiempo para contarme historias del lobo y cosas bonitas de su oficio, que está en vías de extinción, ahogado por un sistema capitalista y agroalimentario industrial. Me regaló un refrán del lugar que dice: «Tormenta miercolina, tormenta de nueve días», porque parece ser que antiguamente llovía hasta 9 días seguidos y caían buenas nevadas. Me contó que allí, en Boya, tenían un rebaño entre todo el vecindario, que cada casa guardaba una o dos ovejas y que ella era una de las que lo pastoreaba. De esa manera, cumplía una función ecológica que contribuía al buen estado del monte y de la biodiversidad, tenían el mejor cortafuego del mundo y alimentos de primera calidad. Y al llegar cada día a su ocaso, el rebaño volvía al pueblo, se dispersaba y cada oveja acudía tranquilamente a su casa. Ahora al atardecer ya solo regresa a su casa algún que otro perro que campa a sus anchas por las calles de un pueblo que en otros tiempos estaba lleno de vidas que cuidaban la tierra y se alimentaban de ella. La señora decía que mantuvo hasta bien avanzada edad, ya jubilada, un pequeño rebaño para seguir saliendo al campo, porque toda su vida había sido ese rebaño y esa tierra.
Y al final eché cerca de dos horas con ella, entre debates de lobo vivo y lobo muerto, de cómo ha cambiado el mundo rural y de cómo se sienten abandonadas por la sucesión de gobiernos regionales, estatales y europeos. Pero quiero lanzar un aliento de optimismo para que pueblos como Boya se vuelvan a llenar de manos que cuiden la tierra y que continúen la cadena de sabiduría que tienen señoras como nuestra protagonista antes de que se baje la última persiana del pueblo y se extinga toda una cultura y conocimientos de la tierra.
Luismi Galán
Estudiante de Arte Dramático, ecologista, aficionado a la montaña que usa la escritura como refugio y habitante del Valle del Tajuña en su parte madrileña
Este artículo cuenta con el apoyo de la Fundación Rosa Luxemburgo