Marcia TIBURI
Los seres humanos habitamos un mundo propio situado en la intersección entre la naturaleza y la cultura. Es el mundo del lenguaje, un espacio creativo y recreativo, analítico y comunicacional en el cual tiene lugar la construcción de la cultura en general. ¿Qué papel juega aquí la alimentación?
Cuando hablamos de lenguaje y cultura, a menudo tenemos la sensación de que nos distanciamos de la naturaleza. Esta impresión tiene algo de verdadero y algo de falso. Nos distanciamos cada vez más de la naturaleza debido a las formas de vida desarrolladas a lo largo de las eras y períodos históricos; pero, además, estamos alienados de la naturaleza. La alienación no significa que estamos lejos de ella, sino que la abandonamos dentro de nuestra propia casa, en nuestros cuerpos y en nuestras vidas. Y pasamos a tener con ella una relación dañada y tóxica.
La filósofa Marcia Tiburi durante una campaña de apoyo a las empresas públicas, en Fundição Progresso. Rio de Janeiro, 2016 | Foto: Tomaz Silva/Agência Brasil CC BY 2.0
El abandono de la naturaleza es un proceso subjetivo, que se refiere a ámbitos afectivos, emocionales y conceptuales, pero también a la experiencia que tenemos con nuestro cuerpo. La subjetividad es la forma en que nos entendemos y concierne al campo de la vida cotidiana en el que establecemos intercambios con otras personas y con instituciones, pero también con las perspectivas y deseos de las demás, con lo que somos y lo que podemos llegar a ser.
El abandono de la naturaleza también es un proceso objetivo. En nuestra cotidianidad urbana, la naturaleza ha sido apartada y transformada en una mercancía. Por un lado, muchas ciudades se construyen y se desarrollan totalmente en contra del medio ambiente natural, a menudo destruyendo sin piedad ríos y bosques. Por otro, las zonas verdes y parques se vuelven tan excepcionales y codiciados que son tratados como commodities. La mayoría de las personas e instituciones establecen con la naturaleza una relación de dependencia, pero no una relación ética. Cuando la olvidamos y apartamos, la reducimos a una mera mercancía.
El alimento es un medio de comunicación, de expresión, de construcción de deseos comunes, de mundos humanos. Es un elemento simbólico que construye lazos y que es político.
La relación humana con la mercancía tiende a no ser ética, ya que la tratamos como una cosa que puede ser usada o consumida, y descartada. En el siglo xviii, Kant ya decía que la diferencia entre seres humanos y cosas radicaba en el hecho de que las cosas tienen precio y las personas tienen dignidad. En el siglo xix, Marx se refería al fetichismo para explicar el carácter abstracto de la mercancía sobre la cual pende el deseo humano, manipulado por los poderes económicos, que nunca actúan solos. Pero la naturaleza no es una persona, ni tampoco debiera ser vista como una cosa; por eso, es necesario comprender mejor el lugar que puede ocupar en nuestras vidas.
En términos de historia, la cúspide del distanciamiento respecto a la naturaleza se produce en la industrialización, seguida de la posindustrialización que está teniendo lugar actualmente en la era digital. Sin embargo, el hecho de que estemos alienadas de la naturaleza no significa que no tengamos relación con ella, sino que se trata de una relación perturbada, extraña e insuficientemente elaborada.
Parte de esa relación de alienación se basa en la alimentación. El alimento, que para muchas personas todavía es considerado sagrado, como es el caso de los pueblos indígenas, ha sido degradado a mercancía por las sociedades industriales y urbanas. En este contexto, el agronegocio se ha revelado como una verdadera distorsión de la producción alimentaria. No es casualidad que a medida que el agronegocio crece, lo haga también el hambre en el mundo. Es la acción del neoliberalismo, que, con sus prácticas habituales para devorar el mundo, produce una cultura de la avaricia de la que el hambre es uno de los efectos más perversos.
El agronegocio y la industria alimentaria forman parte de lo que podemos llamar la industria cultural de la alimentación. En este contexto, el alimento es el centro de interés de muy diversos poderes económicos y políticos; por tanto, se transforma en un instrumento de mercado. Deja de ser un derecho humano fundamental y un elemento sagrado en contra de la ignominia del hambre y es reducido a un fetiche en las modas alimentarias asociadas a cuestiones de clase. Podemos preguntarnos qué comen los ricos y qué comen los pobres, y comprenderemos qué lugar ocupa la comida en la desigualdad de clases. Reducida a cosa, a objeto, la alimentación es secuestrada por empresas y gobiernos que no tienen límites éticos ni políticos en la producción de agrotóxicos o en la expropiación de semillas, que son una fuente del saber que debería ser respetada por todos los seres humanos y todas las culturas como un conocimiento que pertenece a la humanidad.
En este sentido, cabe poner atención en las políticas alimentarias, pero también en la ética alimentaria. Por un lado, los gobiernos deben comprometerse con formas más saludables de producir alimentos y con el derecho a la alimentación, más allá de los controles de la industria y del mercado. Por otro lado, necesitamos entender en qué sentido la alimentación está presente en nuestras vidas y si los seres humanos somos seres de lenguaje y cultura, eso significa que la alimentación también forma parte de estas esferas. En este sentido, el alimento es una mediación fundamental, es parte del lenguaje, es un operador de las diversas piezas que lo componen. A través de la alimentación no solo saciamos el hambre, sino que también nos sentimos seres humanos integrados en el mundo a nivel simbólico, porque el hambre supone una destrucción total de la dignidad humana.
Más allá de saciar el hambre, la comida es un elemento de los rituales, que pueden ser religiosos, donde se conmemora la abundancia o se celebran ofrendas, y también el entorno en que las personas confraternizan, se divierten y construyen amistades. El alimento es un medio para nutrir nuestro cuerpo y cada vez más un mediador de ciencias como la nutrición. Como seres de lenguaje y de cultura, el alimento es un medio de comunicación, de expresión, de construcción de deseos comunes, de mundos humanos. Es un elemento simbólico que construye lazos y que es político. No es casualidad que la industria cultural de la alimentación lo reduzca a una cosa para tener poder sobre él y, por ende, sobre los sujetos humanos.
La alimentación maltratada y secuestrada que tenemos hoy en día, a causa del agronegocio y la industria cultural de la alimentación, contribuye a nuestra relación de alienación con la naturaleza. No obstante, la alimentación puede volver a considerarse como un vínculo entre el lenguaje y la cultura humana con la naturaleza; puede ser el camino para construir otro mundo posible. Por eso, la lucha por la soberanía alimentaria, por la agricultura familiar y por el derecho de los pueblos a una tierra donde cultivar alimentos para un mundo mejor es también es la lucha por la dignidad de la condición humana junto a la naturaleza de la que siempre formaremos parte, en calidad de seres que la destruyen o como seres capaces de un agradecimiento hacia la vida que nos ha sido legada y de cuyo carácter sagrado no debemos alienarnos.
Marcia Tiburi
Escritora y filósofa brasileña, profesora de la Universidad París 8
Este artículo cuenta con el apoyo de la Fundación Rosa Luxemburgo