Jeromo AGUADO
Reseña del libro Dioses, ruinas, semillas y canciones, de Héctor Castrillejo. Punto Rojo Libros, 2020
Una crisis global pone en riesgo la vida de la especie humana en la casa donde encontró cobijo durante miles de años. La imprudencia de sus propias actuaciones sobre el espacio que le dio protección y comida ha conseguido poner en riesgo su propia existencia.
Conferencias y eventos internacionales muestran en sus declaraciones su preocupación, no sin antes desoír y desautorizar durante lustros voces del terruño entrenadas en la escucha de la madre tierra, que clama no más desprecio sobre ella.
La operación del ideario progre, centrada en el crecimiento continuo, se está saldando con un mundo de gordos y hambrientos, millones de seres humanos forzados a salir de sus comunidades para agrandar ciudades y vaciar pueblos, un ejército de personas dispuestas a vender su fuerza de trabajo a cambio de salarios míseros, una cultura generadora de sueños consumistas inalcanzables para la mayoría de la población, una quiebra de los valores humanos expresados en agredir los ecosistemas que mantienen la vida, una sociedad enferma que prima al más fuerte y asesina a sus mujeres.
Muchos años han transcurrido para reconocer y anunciar que los pueblos originarios, un minúsculo porcentaje de la población mundial que renunció al progreso negándose a salir de sus hábitats y sus formas de vida ancestral, tienen algunas claves para salvar el planeta. Lo reconocen organismos como las Naciones Unidas, pero el anuncio tiene poco alcance, nadie lo quiere oír. ¿Vivir como las comunidades indígenas o campesinas que han mantenido sano el pulmón del que dependemos para poder respirar en la tierra en el siglo veintiuno? ¡No, gracias!
Sin ir tan lejos, aún tenemos el referente cercano de las comunidades campesinas, agrupadas en pequeños núcleos rurales, nuestros pueblos, para hacer placentera la vida dependiente del terruño que todos los días había que cuidar para sacar espigas que dieran pan, a veces mal repartido. Todo un arte de saber vivir con poco, para que otros y otras pudieran vivir, abrazando la tierra, sostenido en formas de vida sobrias, sencillas, lentas, menos individualistas; formas de vida necesarias para la existencia de generaciones presentes y futuras, pero a punto de fenecer al tratarlas de inútiles desde la cultura occidental.
La utilidad de lo inútil, proclama el profesor italiano Nuccio Ordine en su manifiesto, es lo que nos puede salvar:
Por eso los verdaderos poetas saben bien que la poesía solo puede cultivarse lejos del cálculo y la prisa. «Ser artista, confiesa Rainer Maria Rilke en un pasaje de Cartas a un joven poeta, quiere decir no calcular ni contar: madurar como el árbol, que no apremia a su savia, y se yergue confiado en las tormentas de primavera, sin miedo a que detrás pudiera no venir el verano». Los versos no se someten a la lógica de la precipitación y lo útil. Al contrario, a veces, como sugiere el Cyrano de Edmon Rostan en las frases finales de la pièce, lo inútil es necesario para hacer que cualquier cosa sea bella:
«¿Qué decís? ¿Que es inútil? Ya lo daba por hecho.
Pero nadie se bate para sacar provecho.
No, lo noble, lo hermoso es batirse por nada.»
Héctor Castrillejo se ha batido por nada y por eso sus dioses, sus ruinas, sus semillas y sus canciones están cargadas de hermosura noble. Su poesía crece entre espacios abandonados para llevarnos a tiempos no muy lejanos, profundiza en raíces que invernan, restaura la dignidad de los enterrados en cunetas por soñar con tierra y libertad, pone en valor lo que el mercado desprecia, rescata vivencias sencillas que dieron felicidad a la gente de pueblo, anuncia los precipicios donde el ser humano puede caer, clama por la justicia para con los desheredados y las desheredadas de la tierra, y sube a los altares al vino que ayuda a festejar.
El futuro nacerá de gente que viva con orgullo en los pueblos, restauradores y restauradoras de culturas ancestrales, campesinos y campesinas que cuiden la tierra y custodien las semillas, soberanías alimentarias y de la alegría, panes compartidos del trigo producido en campos abonados por poetas.
Jeromo Aguado
Este número cuenta con el apoyo de la Fundación Rosa Luxemburgo