Jaime Izquierdo

Los dos grandes hábitats creados por la humanidad, la aldea y la ciudad, viven tiempos de zozobra. La aldea, perdida en la memoria, abandonada y tratada como un trasto inútil; y la ciudad, hipertrofiada, pervertida por el productivismo, malcriada por el capital y asfixiada por la prisa, se ha convertido en un enorme artefacto de pensamiento totalitario y hegemónico en el que se ha embarcado la humanidad como opción preferente de vida.

 

 

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Detalle de ilustración para el texto «Confesiones de una voyeur de huertos» | Comando Forquilla Ganivet

La aldea como factor de seguridad

La aldea es una estructura protourbana, anterior por tanto a la ciudad y responsable de su advenimiento, cuya función esencial e irrenunciable radicaba en la gestión del territorio al que se vinculaba y que realizaba de forma organizada, regular y autorregulada, sometida a los procesos agroecológicos locales y limitada por el determinismo de los recursos renovables del entorno. Combinando unas tecnologías, las más de las veces orgánicas, con una cultura endógena creó un sistema estable de provisión de alimentos y energías para abastecer a la comunidad y comerciar los excedentes en los mercados urbanos de proximidad a los que abastecía.

Era, además, y ante todo, la más acreditada gestora local de la naturaleza que, utilizando la cultura vernácula, creó el campo, un territorio de naturaleza doméstica desde el que aprendió a dialogar con la naturaleza silvestre. Manejó las claves para conservar a ambas —doméstica y silvestre— por los siglos de los siglos hasta que el pensamiento y la ciencia industrial, productivista o conservacionista, la apartaron de sus funciones. Los acontecimientos económicos del siglo xx en Europa provocaron la quiebra de la aldea y el final del campesinado. La ciencia y la política industrial la acusaron injusta y presuntuosamente de ignorante, supersticiosa y atrasada.

Muy pocas voces salieron en su defensa ante el tsunami de la ciudad industrial. Entre ellas, la más preclara fue la de Lewis Mumford que en 1961 escribió: «Las aldeas están funcionalmente más próximas a su prototipo neolítico que a las metrópolis que han empezado a absorberlas hacia sus órbitas y a minar su antiguo modo de vida. Tan pronto como permitamos que la aldea desaparezca, este antiguo factor de seguridad se desvanecerá. La humanidad todavía tiene que reconocer este peligro y eludirlo». Esa advertencia de Mumford ha cobrado especial relevancia durante estos meses de pandemia e inseguridad urbana.

La ciudad, por su parte, fue el espacio donde la ciencia, las artes y las tecnologías inorgánicas alcanzaron su máximo esplendor. Desde su fundación hasta la Revolución Industrial, la ciudad había mantenido una relación simbiótica, cotidiana y familiar con el campo a través de un camino de ida y vuelta que unía la tierra —la naturaleza aldeana— con el mercado urbano, un espacio noble situado en el mismo corazón de la urbe. Hoy esa relación está rota y se hace preciso recomponerla.

Dos tareas se abren ante nosotros para este tiempo de reconstrucción: la integración agroecológica de la periferia agraria en el futuro de las ciudades —especialmente en las medianas y pequeñas— y la rehabilitación de los pueblos pequeños y aldeas. Para la ciudad, poner en marcha planes integrales de soberanía alimentaria y gestión integral de las zonas verdes que orlan la urbe; y para la aldea, dotarla de acceso a la comunicación telemática y poner en marcha la rehabilitación de su sistema agroecológico local.

Reactivar soberanías locales

 
   Apoyar la autonomía aldeana implica una cesión de responsabilidades desde los gobiernos.   
 

Como aldea cosmopolita, entendemos aquella que retoma su función de gestora y conservadora de la naturaleza y se relaciona con el resto del mundo a partir de la concertación entre sus tres componentes esenciales: el biológico —conjunto de especies y variedades domésticas y silvestres—, el cultural —conjunto de conocimientos y saberes recogidos en el cosmos, corpus y praxis local y los aportados por los nuevos tiempos— y el social —la comunidad aldeana y sus fórmulas de cohesión, cuidados y organización— que constituyen el armazón y sin los cuales la aldea no es viable y no puede desarrollar la función histórica que le es propia.

Sin estrategia, plan y gestión organizada, no hay viabilidad para la aldea. La estrategia aldeana es la herramienta que le permite anticiparse a los acontecimientos y ponerlos de su lado. Para que la estrategia despliegue toda su potencialidad, debe ser acertada y aceptada; es decir, pertinente y ajustada a las realidades y deseos de la comunidad y de todos sus miembros. Y para ello, para que la estrategia sea y se sienta como propia, lo mejor es que la elabore la comunidad aldeana desde la aldea, para la aldea y por la aldea.

En la medida que la aldea es una estructura orgánica nacida de la relación entre la naturaleza y la cultura humana, que dio como origen al campo y creó unas estructuras físicas, protocolos de trabajo, calendarios laborales, instrumentos o tecnologías y que en la actualidad se encuentra en riesgo de extinción, necesita reinventarse sabiendo que «ningún perfeccionamiento orgánico es posible sin una reorganización de sus procesos, funciones y propósitos», tal como nos recuerda Lewis Mumford.

Será necesario aumentar la autonomía aldeana ya desde el principio, en la fase de diseño de su estrategia, apoyándola para que tanto el diseño del plan como su gestión sean eficientes y cumplan las expectativas. Apoyar la autonomía aldeana implica una cesión de responsabilidades desde los gobiernos.

Aumentar la autonomía pasa por dotarla de atributos para que cumpla una función de interés para el conjunto de la sociedad y para ella misma, que ha sido pactada en la propia aldea y aceptada como pertinente por las instituciones territoriales de mayor rango competencial. Si quiere acertar en el diseño de su estrategia, debería seguir la recomendación de Marcel Proust: «Soyez vous-même, c'est votre seule opportunité d'être original» (sé tú mismo, es tu única oportunidad de ser original).

La aldea es el territorio de la naturaleza campesina

 
   Nuestros paisajes rurales no son ni espacios, ni naturales; son mayoritariamente territorios de naturaleza campesina.   
 

El campesino, dice el arquitecto paisajista portugués Henrique Pereira, «é um animal [racional, por supuesto] de clareiras» o, lo que es lo mismo, las comunidades campesinas en esa perspectiva ecológica histórica hicieron y mantuvieron claros en los bosques para vivir y darles otra vida, creando una segunda naturaleza y un nuevo ecotono que, por lo general, contribuyó al aumento de la biodiversidad y a la estabilidad del sistema territorial. Nuestros paisajes rurales no son ni espacios, ni naturales; son mayoritariamente territorios de naturaleza campesina, ahora abandonados, que conviven con el riesgo de incendio. Sin el concurso de las aldeas no podremos gestionar el medio rural, de ahí su importancia estratégica.

Inicié el artículo con la advertencia de Mumford sobre el valor de la aldea. Y lo voy a terminar con lo que dejó escrito en El arte general de granjerías un aldeano reconvertido a fraile, natural de La Riera, en el concejo asturiano de Colunga, que en 1711 definió lo que ahora llamamos «desarrollo sostenible». Decía fray Toribio de Santo Tomás y Pumarada: «La conservación de una cosa es su continua producción, y se reputa el conservar por lo mismo que producir, y lo mismo es estar conservando una cosa que estarla siempre produciendo».

Leyendo a fray Toribio podemos llegar al convencimiento de que las reflexiones teóricas actuales sobre la sostenibilidad, la economía circular, la biotecnología, la formación agraria, el reciclaje, el ciclo del carbono, las energías renovables o la conservación de la naturaleza, formaban parte de la práctica cotidiana de la aldea Esos saberes ecológicos estaban engarzados en un elaborado y complejo sistema de pensamiento sistémico y local de trasmisión oral y fueron desmontadas por el pensamiento analítico urbanocéntrico e industrial. De ahí el interés en recuperarlos para que nos ayuden a rescatar la ciudad para hacerla agropolitana y para devolverle a la aldea sus atributos históricos y reforzarla con la posibilidad, inédita hasta ahora, de convertirse en cosmopolita.

Jaime Izquierdo

El título y el contenido de este artículo están basados en el libro La ciudad agropolitana. La aldea cosmopolita, de Jaime Izquierdo, publicado por krk Ediciones. Oviedo, 2019.



Este artículo cuenta con el apoyo de la Fundación Rosa Luxemburgo

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