Reflexiones sobre los desafíos de la crisis de la COVID-19 y de otras tantas
Verónica SÁNCHEZ
Muy bien, podemos estar contentas. Ya nos han dado la razón a quienes desde hace décadas actuábamos desde el convencimiento de que la organización de la alimentación y los cuidados en las sociedades occidentales es insostenible, indeseable e insegura para la tierra y sus habitantes, y que generaría crisis que harían sufrir muy especialmente a las personas y especies más vulnerables. Y ¿ahora qué? ¿Estamos preparadas para afrontar el reto? ¿Venceremos en las narrativas; pero pincharemos, una vez más, en la práctica?
Pongamos un ejemplo cercano a mí: Asturias, que en la década de 1960 producía el 80 % de sus alimentos. En 2017, solo un 2 % de los alimentos distribuidos en Mercasturias era de origen local. Un 73,4 % de nuestra alimentación, como mínimo, viene de la gran distribución (MAPA 2019). Estamos hablando de una región en cuyo paisaje aún es perfectamente posible distinguir las huellas de un agroecosistema diversificado. El desmantelamiento del mundo rural ha acarreado el desplome de la producción local de alimentos.
Tenemos un plan perfecto, se llama soberanía alimentaria, pero estamos muy lejos de conseguirlo.
La sostenibilidad de la vida es complicada en los proyectos agroecológicos. Foto: Verónica Sánchez
Reunión de proyectos agroecológicos de Asturias para la organización de un sello participativo. Foto: Gerard Nierga
Las encrucijadas de la producción de alimentos
La crisis de la COVID-19 y las medidas que se implantaron durante el estado de alarma ignoran un hecho clave: muchos de los proyectos agroecológicos no comercializamos mediante la gran distribución, sino por canales cortos (grupos de consumo, mercados, etc.), que son los que pagan un precio justo. El gran impacto del movimiento de resistencia que bajo el lema #SOScampesinado iniciaron las redes agroecofeministas durante las semanas de confinamiento dan buena muestra de la vitalidad del movimiento agroecológico en el Estado, de la implicación de las personas consumidoras y las redes, y muestran que los movimientos sociales son los que más se organizan y apoyan a quienes producen y transforman alimentos.
Los proyectos agroecológicos aportan algo absolutamente fundamental: alimentos sanos y producidos de manera sostenible. En este sistema de precios feroz, hay dos condiciones sine qua non para garantizar nuestra existencia: el papel de las consumidoras al retribuir ese trabajo y el papel de los movimientos agroecológicos al articular y ser el altavoz de nuestras demandas políticas; esto nos permite sobrevivir en esta sociedad y hace posible que nuestra voz, la de las productoras, llegue a lugares donde nosotras pocas veces podemos llegar.
Las pequeñas productoras del Norte global no podemos perder ni un día, a veces ni un minuto, en organizarnos: es necesario montar invernaderos, sembrar, cuidar, pelearse con burocracias absurdas, hacer cestas o facturas en medio de una lucha por salir adelante que se asemeja más a atravesar cada día un huracán que a las hermosas postales que idealizan el campo.
A veces parece que solo llegamos a convertir la agroecología en un estilo de vida y renunciamos a su capacidad transformadora.
Pobreza y clase en la producción de alimentos
Además, sabemos que, si ampliamos la mirada, las condiciones de vida de las personas que trabajan la tierra en todo el mundo son de pobreza, a veces extrema, y que una inmensa mayoría de ellas son mujeres.
En Asturias, los problemas de viabilidad económica que los pequeños proyectos de tipo agroecológico atraviesan de manera casi permanente hacen que, en la práctica, se trate de personas trabajadoras pobres o muy pobres produciendo para una clientela que, en comparación con ellas, es rica.[1]
Dice la escritora y activista bell hooks que en el desarrollo del feminismo en Estados Unidos en los años 60 y 70, una parte de las feministas, mayoritariamente blancas y de clase media, consiguió tener una vida más o menos libre de la dependencia de los hombres, gracias a cierto poder adquisitivo, cierto individualismo, un poco de gueto… Eso permitía que esas mujeres pudiesen, en su vida privada, disfrutar de un “estilo de vida feminista”, relacionándose casi en exclusiva con personas afines. Sin embargo, señala hooks, este estilo de vida no genera mejoras para aquellas mujeres menos privilegiadas que en sus comunidades no pueden aislarse de comportamientos patriarcales.
Ocurre algo parecido en el movimiento agroecológico: es mucho más fácil generar cambios en nuestros entornos cercanos, por ejemplo, transformando las prácticas de consumo de alimentos, que generar propuestas que lleguen a las personas para quienes comer es un reto suficientemente grande como para plantearse cuestiones como la calidad o las condiciones de producción del alimento, para quienes agroecología y soberanía alimentaria son palabras extrañas.
El entorno que tanto la agroecología como el feminismo pretende transformar es tan hostil que a veces logra encerrar ambas propuestas en guetos, no sin intentos continuos por parte de sus protagonistas de salir de él.
Hay que señalar que esto no es así, ni mucho menos, de manera general en el mundo. En muchos países del Sur global la propuesta de la soberanía alimentaria está vinculada a las comunidades más pobres, como es el caso del MST en Brasil.
Vivir de la producción agroecológica: la cuadratura del círculo
Dentro de las múltiples presiones que sufrimos cada día, es más fácil organizar nuestro trabajo con alguien cercano que generar propuestas organizativas más amplias que puedan aspirar a alimentar a la población menos privilegiada. A veces, parece que solo llegamos a convertir la agroecología en un estilo de vida
Esta precariedad implica no pocos problemas en la articulación de las redes agroecológicas y sobre todo representa una dificultad muy seria si pensamos en la escalabilidad de la propuesta de la soberanía alimentaria. A pesar de todo el apoyo de un movimiento social y político tan luminoso como es el agroecológico, las productoras siguen siendo muy pocas, y la cantidad de alimentos que aportan, simbólica.
Es incómodo pero necesario hablar de la escalabilidad de la propuesta de la soberanía alimentaria en nuestros territorios. Nos planteamos como objetivo alimentar a la población, mantener y cuidar nuestros agroecosistemas, romper la cadena de explotación y despojo que hoy en día constituye el sistema agroalimentario global, pero nuestros niveles de producción son mínimos, y nuestra situación muy precaria, y mientras sea así no podemos defender nuestra propuesta como una alternativa suficientemente consolidada. No podemos salir ahí a decirle a otra persona: «Ven, dedícate a la agroecología, podrás vivir de ello», porque, en muchos casos, eso no es así. La viabilidad económica tiene una gran importancia estratégica para el desarrollo de la agroecología.
Nuestras propuestas deben replicarse, pero se encuentran en encrucijadas múltiples, todas ellas son acuciantes y alguna de ellas es antigua: en todo el mundo, comunidades campesinas e indígenas resisten al despojo de sus tierras por intereses extractivos, turísticos, inmobiliarios o de agricultura intensiva. Los movimientos de recampesinización en el Estado español tienen también ese problema: la dificultad de conseguir tierra.
Tomando de nuevo el caso de Asturias, el acceso a la tierra tiene una única vía: la compra, con precios, en general, muy altos. En cambio, hay multitud de terrenos que son propiedad de personas desconectadas de la comunidad originaria, o bien de intereses inmobiliarios o turísticos que hipotecan el futuro de lo que se ha dado en llamar la España vaciada.
Ya sobra decir que hay que organizarse. Tenemos una propuesta, se llama soberanía alimentaria. Tenemos todas las necesidades del mundo, también tenemos razón, territorio en nuestro corazón y muchos frentes abiertos. Pero, pese a todo y por todo eso, hay que organizarse. No tenemos muchas más herramientas a nuestro alcance.
Hay que defender lo público, defender lo común, defender la tierra y los cuidados; y, sobre todo, debemos organizarnos si queremos sobrevivir y replicarnos, por el bien de todas.
Producir alimentos es una tarea de cuidados
La producción de alimentos y los cuidados, siendo actividades esenciales tan presentes en esta crisis, no son ejercidas por toda la población. Parece que somos una minoría, a menudo mujeres en situaciones laborales extremadamente precarias, quienes nos encargamos de ello mientras el resto de las personas se dedican a lo «realmente importante».
La desvalorización de los cuidados de la salud, pero también de la alimentación y los territorios, vuelve a ponerse de manifiesto en este escenario concreto. Las personas mayores mueren en residencias y cada vez que esto ocurre desaparece un conocimiento incalculable y, para quienes vivimos en zonas rurales, se pierden saberes que no están escritos en libros ni pads, sino vinculados de manera inseparable a la piel del territorio. El desprecio por la vida parece ser un distintivo de nuestro mundo.
Muchas mujeres que hoy en día producen alimentos en proyectos agroecológicos, cuidan también y a veces simultáneamente a sus hijos e hijas. Las mujeres pobres cuidan y producen alimentos en todo el mundo, del sur al norte, de la periferia al centro, de pobres para menos pobres, a costa de su salud y su tiempo de vida, con dobles y triples jornadas.
¿Es posible una producción agroecológica que no contemple la integración de los cuidados dentro y fuera de la propia actividad productiva? No lo creo.
[1] García Roces, Irene (2019) Diagnóstico de necesidades de iniciativas del sector agroecológico en Asturias. Disponible en PDF
Verónica Sánchez, Livi
Socia y trabajadora de la cooperativa agroecológica Kikiricoop S.Coop.
Este escrito no habría sido posible sin la colaboración de Eva Martínez e Irene García Roces, de la Asociación La Varagaña Agroecología y Género.
Este número de la revista cuenta con el apoyo de la Fundación Rosa Luxemburgo