Julio OCAMPO
Hay un célebre aforismo de Nietzsche que dice así: «Lo que no te mata te hace más fuerte». Es la concreción del concepto resiliencia, que en bambara (lengua maliense) es Barikamà, el nombre de la cooperativa social que desde hace algunos años opera en Roma. Esta es la historia de Suleman, Aboubakar, Cheikh, Sidiki, Modibo, Ismael y Saydou. Ellos, junto al italiano Mauro, gestionan una pequeña y exclusiva realidad que en pocos meses aspira a convertirse oficialmente en una empresa agrícola. Eso les ayudará a obtener beneficios económicos. Será ahí cuando terminen de culminarse los sueños de un grupo que supo forjarse, y mucho, ante las infinitas adversidades encontradas a lo largo de una espinada travesía.
Ismael recoge las primeras lechugas de la mañana cuando el sol aún no ha hecho mella. Foto: Julio Ocampo
Hasta bien entrado el mes de julio no llegan los primeros tomates al huerto Barikamà. Foto: Julio Ocampo
La cooperativa agroecológica es un proyecto único de microrrenta fundado y gestionado por socios africanos, quienes en pocos años han pasado de trabajar en un régimen de esclavitud en los campos de Calabria a gozar de una autogestión laboral que, además, les garantiza la inserción en la sociedad italiana. Un milagro a pequeña escala. «En Rosarno nos pagaban veinte euros al día. Trabajábamos más de diez horas. Era inhumano. Nos insultaban los capataces, que eran, además, italianos. Nos trataban como máquinas… Y decían que no íbamos rápido. Teníamos que ser robots. Nada que ver con el proyecto Barikamà, donde hemos encontrado dignidad. Trabajamos para nosotros. Es todo en la vida». Las palabras son de Sidiki Kone, quien llegó a Italia —procedente de Mali— en 2009. Ahora cultiva y recoge los guisantes, calabacines, patatas, rábanos, pepinos, tomates, berenjenas y acelgas. La fruta y la verdura de su propio huerto. «Y ganamos lo suficiente para pagar el alquiler de la casa y los recibos de luz, gas y agua», apunta mientras coge el testigo su compañero y compatriota Modibo, especialista en la elaboración del yogur casero, otro de los productos estrella que comercializan. «Aquí no hay racismo. No cobramos mucho, pero estamos muy a gusto porque todo lo que ganamos lo dividimos, es todo para nosotros. En Rosarno a veces ni nos pagaban, pero nos hemos hecho fuertes en el camino».
La matriz de Barakamà nació en 2010 en el centro social autogestionado ExNia, situado en una de las principales arterias de Roma: la Prenestina. Al inicio fue la mermelada realizada con los cítricos recogidos en los campos romanos. Luego prosiguieron con el yogur, sin fermentos, como se hacía en Mali hace cincuenta años, aunque después tuvieron que adaptarse a la normativa italiana. Ahora bien, como explica Ismael, «sin conservantes, colorantes ni dulcificantes». El éxito rotundo de su calidad, pureza, aroma y sabor ejerció de trampolín a lo que ya es una realidad. Fue entonces cuando, sugeridos por una voluntaria del centro, encontraron un lugar para la producción ecológica a mayor escala y regularizaron todo tipo de permisos. Así llegaron a Martignano, a pocos kilómetros de Roma, donde los propietarios de una finca privada pusieron casi 10 hectáreas del terreno, algo de maquinaria y agua a su disposición para —después— repartir beneficios. Su ayuda fue imprescindible para el nacimiento jurídico de Barikamà en 2014. Lo explica perfectamente, mientras limpia la lechuga y la escarola recién recogida del huerto, Ismael, de 38 años, nacido en Benim. «No tenemos vacas, así que compramos una buena leche ecológica en Amatrice y la transformamos. La leche hierve a muchos grados y los recipientes están minuciosamente lavados, esterilizados con vapor de agua. Hacemos 200 litros de yogur a la semana. Antes, en ExNia, era más artesanal todo; ahora tenemos maquinaria. Así empezó… Luego los dueños del caserío nos ayudaron a distribuirlo por Roma y pueblos cercanos… Hasta que comenzamos a obtener financiación con la adjudicación de licencias a través de convocatorias promovidas por la región del Lacio. Conseguimos nuestro propio transporte, como bicicletas o furgonetas, también tractores. Tenemos también dos chicos italianos con el síndrome de Asperger (un tipo de autismo), uno de ellos gestiona la página web, desde donde los clientes pueden hacer cualquier pedido a domicilio. La tecnología también es importante para nosotros», concluye alguien que sabe perfectamente la fuerza que emerge de la dificultad. Y es que él, también, fue uno de los protagonistas de la famosa insurrección de Rosarno hace una década. Una revuelta liderada por los inmigrantes como vendetta a los disparos que habían recibido dos de ellos cuando regresaban a sus campamentos tras duras jornadas recogiendo naranjas y aceitunas. A la rabia vertida contra contenedores y en las calles del pueblo, hubo una reacción de una parte de la población local, que terminó con la huida de cientos de inmigrantes irregulares. Es una realidad excesivamente tolerada en Italia y a menudo la sombra de la 'Ndrangheta, mezclada con ciertas dosis de omertà, aparece en el paisaje.
En el mes de junio toca la recogida de guisantes. Foto: Julio Ocampo
Saydou en el mercado de Capannelle. Foto: Julio Ocampo
El decreto de Bellanova
Italia es mágica, contradictoria, pecadora, pícara y solidaria. Es un laboratorio de vida, una belleza interrumpida constantemente, una magia con asteriscos en cualquier ámbito. La difícil y controvertida relación con sus inmigrados no es menos, y el último episodio político lo refrenda.
Ya han pasado algunas semanas de la icónica imagen de la ministra italiana de Política Agrícola, Teresa Bellanova, emocionada visiblemente tras aprobar el gobierno el decreto Rilancio, mediante el cual —según estima la ISMU (fundación especializada en el estudio de fenómenos migratorios)—, se regularizarán 300.000 invisibles en los campos del país, la mitad respecto a la ley Bossi-Fini en 2002, por la cual más de medio millón de trabajadores en negro —algunos de ellos refugiados— dejaron de serlo. Un halo de luz con letra pequeña. «Hay algo de propaganda aquí. Desde hace muchos años se sabe que existe este problema. Ahora aprovechan la situación con la covid-19 para aprobar esta ley. Veo instrumentalización. No han regularizado a todos aquellos que tienen los documentos en regla, sino solo al número exacto que necesitan ahora para trabajar en el campo. Es interés propio, personal; no es ayuda. Es atender a las necesidades de las fábricas», afirma con rotundidad Suleman Diara, maliense, presidente del Barikamà, quien al mismo tiempo reconoce abiertamente y agradece la ayuda económica recibida por parte de la iglesia evangélica valdense, la organización Confagricoltura y el GAS, un sistema italiano de compra colectiva de bienes que les anticipó fondos en las convocatorias.
Barikamà está consolidada, pero no resultó sencillo el camino. «Empezamos con los yogures, haciendo quince litros a la semana, y no fue fácil encontrar una leche de calidad superior que se adaptara a nuestra receta africana. También tuvimos una cierta dificultad a la hora de vender porque la gente no confiaba en nosotros. Pensaban que se envenenarían… Creo que el racismo condicionó todo. Los negros se ponen a producir yogures frescos. Era raro para ellos», asevera esbozando una sonrisa con sorna, mientras termina de colocar en el almacén del Pigneto las últimas cajas de cerezas que partirán a primera hora del día siguiente al de Capannelle, en el cruce de la Via Appia Nuova. «Tres días a la semana hacemos entregas a domicilio. Los fines de semana nos instalamos en los mercados de zonas populares, principalmente. El trabajo ha incrementado con la pandemia, pero no los ingresos. Hemos perdido dinero, de hecho. Con el confinamiento, aumentaron los pedidos a domicilio. Es mucho más trabajoso para nosotros que si la gente se acerca a nuestros estands», explica mientras se coloca su visera negra y la mascarilla.
Suleman ejemplifica la serenidad de un hombre que ha visto el horror, pero paradójicamente ha perdido el miedo. Sabe que la autonomía adquirida con el trabajo les ha permitido insertarse en la sociedad, aprender perfectamente el italiano y relacionarse con clientes nacidos exclusivamente en el país de la bota. Gente de todo tipo: jóvenes, adultos, adinerados, obreros…, con quienes han establecido una relación de confianza recíproca. Pero Suleman también sabe que aún queda camino por recorrer, mucho.
Comenzaron haciendo yogures y ahora gestionan un huerto de varias hectáreas. Foto: Julio Ocampo
Modibo nació en Guinea, pero en Roma se siente en casa. Foto: Julio Ocampo
El futuro
Mientras el Gobierno Conte aprueba algunas leyes, a su juicio, populistas; mientras Salvini pierde en el Senado el escaño de Calabria (pasa a Forza Italia, liderada por Silvio Berlusconi); mientras se afianza la extrema derecha de Giorgia Meloni (Fratelli d’Italia); mientras el mundo se derrumba y la economía colapsa; mientras la mafia y la criminalidad se nutren del coronavirus y tiemblan el capitalismo y el neoliberalismo; mientras el papa dona un millón de euros a la Cáritas Diocesana de Roma con el fin de ayudar a los nuevos empobrecidos y el racismo se entremezcla con el egoísmo o la ignorancia..., a cuarenta kilómetros de Roma, junto al lago de Martignano, se expanden, cual oasis, las tierras trabajadas por este grupo de africanos cuyo objetivo es seguir creciendo para poder cultivar los sueños. El único sonido es el del agua, los pájaros y la brisa que pide la vez para peinar los árboles. «Quizás en un futuro las haya, pero de momento no hay mujeres porque se trata de un trabajo muy duro... Es difícil que una mujer lo acepte salvo que se haya dedicado toda su vida a la agricultura», exclama mientras se dirige a Saydou para ayudarle a colocar los yogures en cámaras frigoríficas, preparadas para acudir el domingo al mercado de Capannelle, junto al hipódromo más importante de toda la ciudad. Allí, Barikamà se mimetiza entre los más de cien puestos que alimentan este bazar de productos gastronómicos de primer nivel y exquisita calidad. Todos los conocen. Más del 20 % de la urbe ha oído hablar de ellos gracias al boca a boca, los anuncios en los periódicos y la confianza generada en sus primeros clientes, que ahora ya son aproximadamente ochenta cada semana. Les avalan su trabajo, su producto y un buen puñado de premios: finalista en 2014 del MoneyGram Award, el único destinado para empresarios inmigrantes en Italia y en diciembre de 2016, lograron el botín de 50.000 € de Coltiviamo Agricoltora Sociale.
Es domingo, un domingo cualquiera. Saydou prepara los yogures en el tenderete junto a tarros de pimientos asados y unas cerezas gigantes ecológicas, que venden a seis euros el kilo. Se respira el olor del ajo y las cebollas frescas con algo de tierra aún estampada. Hay bullicio, humanidad, espontaneidad. Apenas hay mascarillas en este enorme zoco gastronómico al aire libre. Siguen suspendidas las carreras de caballos. A un lado, tienen un puesto que vende mermelada casera y mantequilla recién hecha. También miel y queso de vaca. Al otro, hay porchetta, cerdo asado aderezado con especias. En el centro, la sonrisa dibujada en los rostros de los chicos de la cooperativa Barikamá, quienes pasaron de ser explotados en los cultivos del sur (Bari, Rosarno o Foggia), de vivir en chabolas, tiendas o fábricas abandonadas, a ser los dueños de su propia vida en Roma. De los mandarinos y las matas de tomates del sur, donde les pagaban tres euros por 350 kilos recogidos, a una dignidad de la que se ha hecho eco incluso el prestigioso The Guardian. De los pocos litros de yogures a la semana en el centro social, a los casi doscientos en el caserío gracias a la leche entera ecológica pasteurizada de Casale Nibbi (Amatrice). Todo envasado en recipientes de cristal esterilizados que asegura la reducción de residuos, el ahorro de energía y una importante sostenibilidad económica. No dejan nada al azar los nuevos partisanos de Italia.
Suleman, Aboubakar, Cheikh, Sidiki, Modibo… han dejado de ser braceros y peones para erigirse en agricultores, artesanos y artistas. Son flexibles y versátiles, porque todos hacen de todo. Se han ganado el respeto y la credibilidad de la gente en un país que, como explica el sociólogo y psicólogo Mauro Valeri en su libro Afrofobia, tiene miedo a los negros: «[Italia] tuvo un primer intento fallido de conquistar Etiopía a finales del siglo xix, antes incluso de Mussolini. Después vio como muchos americanos negros desembarcaron en Anzio durante la II Guerra Mundial. Tiene miedo a ser derrotada por poblaciones o razas que considera inferiores». No lo han tenido fácil ellos, pero con tesón, minuciosidad y la precisión de un relojero suizo en el trabajo, se han hecho un hueco. Ahora aspiran a seguir creciendo, a modernizar la empresa, a proteger la dignidad, a abrir horizontes a las mujeres en su proyecto, a comprar sus propias vacas y gallinas, a elaborar la pasta y fabricar zumos —que ya comercializan— de granada y manzana amarga, a agrandar la empresa con nuevas contrataciones de compatriotas africanos… Y, principalmente, aspiran a seguir encontrando una oportunidad en cada piedra que encuentran en su camino.
Del huerto al puerta a puerta en bici, del Pigneto a Centocelle o Montesacro, del tractor a las cámaras frigoríficas, de las enormes, auténticas y tribales pilas de agua para pulir los alimentos a la sofisticación de las redes sociales para anotar y recoger los pedidos. De Mali a Calabria, pasando por Gambia. De Rosarno a Roma… Y de Roma a la eternidad. Necesitan a la comunidad, pero Barikamà se ha ganado el derecho a decidir, a ser un verso libre, sano, puro, sin ataduras ni encrucijadas burocráticas, sin que sus miembros sean usados como rehenes de catervas políticas. Había un sueño que era Roma. «La mayor parte somos musulmanes, pero aquí la religión no importa». Esta sentencia solo podía venir de Ismael, uno de sus profetas.
Julio Ocampo
Periodista, fotógrafo y escritor
Este artículo cuenta con el apoyo de la Fundación Rosa Luxemburgo