Jeromo AGUADO
Dice Eduardo Galeano en su libro Espejos que Bertran de Born, señor de Perigorg, guerrero de brazo valiente, trovador de verso violento, definía así al campesinado a finales del siglo xii: «El labriego viene después del cerdo, por su especie y por sus maneras. La vida moral le repugna profundamente. Si por casualidad alcanza una gran riqueza, pierde la razón. Así, pues, hace falta que su bolsa esté siempre vacía. Quien no domina a sus labriegos, no hace más que aumentar su maldad».
Más cerca de nuestra época, un sector de la izquierda ilustrada de nuestro país definía así a las gentes de nuestros pueblos: «feos, pobres, tontos y de derechas; perfil no recomendado para hacer una revolución». Tal majestuosa definición olvidaba que los paletos del campo mantenían vivo el conocimiento imprescindible para hacer viable la vida en el planeta, esos saberes generados por diversidad de culturas para gestionar sustentablemente tierras y territorios y cuyo valor la izquierda nunca entendió. Más bien lo vio como un atraso y un inconveniente para el progreso. Quiso hacer la revolución sin tener en cuenta la naturaleza y la relación del ser humano con ella.
La derecha fue más eficaz, al mezclar conservacionismo con conservadurismo. La Guerra Civil y cuarenta años de fascismo a lo español cargaron sobre las espaldas del campesinado el sostén ideológico de una dictadura. La derecha fascista instrumentalizó el espíritu conservacionista de la gente del campo para que se sintiera políticamente conservadora, para defenderse del rojerío que quemaba iglesias y se apropiaba de las tierras para su posterior colectivización. Conservadurismo y conservacionismo, dos conceptos que aparentan significar lo mismo, pero que en lo más profundo del ser humano campesino nada tenían que ver, salvo que se prestaban a revolver aguas para ganancia de los pescadores de siempre. Se interiorizó tan profundamente esta manipulación de los golpistas que durante gran parte de la posguerra las familias labriegas fueron capaces de seguir produciendo trigo y pasar hambre de pan, todo por salvar la patria.
Esta manipulación ideológica sirvió para tener una población rural sumisa, al servicio de los poderes del Estado, un paso fundamental para conducirnos a la sociedad del progreso sin límites, a costa del campesinado mundial y excluyendo del reparto de la tarta a la inmensa mayoría de la población, a la vez que destruye el planeta.
Dos reflexiones se hacen inminentes: ¿por qué una parte muy importante de la izquierda transformadora nunca entendió al campesinado?, ¿por qué la derecha tuvo tanta capacidad para manipular y poner de su lado a una clase que nada tenía que ver con la suya?
En estos momentos se nos vienen encima nuevas vueltas de tuerca en el acaparamiento de tierras, la intensificación de los sistemas productivos, la reducción sistemática de la población agrícola activa a golpe de tecnologías controladas por conglomerados multinacionales, el control de los mercados… Esperemos que la lógica conservacionista campesina, esa que siempre se opuso a un tipo determinado de progreso y que desarrolla, sin ser consciente de ello, verdaderas prácticas anticapitalistas, pueda ser clave en combatir lo que tenemos por delante.
Jeromo Aguado
Campesino anticapitalista