Pedro M. HERRERA
Manifestación contra la despoblación en Madrid, marzo de 2019. Foto: Irene Díez Miguel
La relación con los animales, especialmente con los animales domésticos o domesticados, se está mostrando desde hace ya bastantes años como un tema complejo y polémico que induce acciones reivindicativas, alimenta movimientos e incluso opciones políticas, genera debates y aporta combustible a numerosos conflictos. Y si bien parece claro que la crueldad y el maltrato están llamados a desaparecer de nuestra sociedad, que el bienestar animal es un valor al alza (ya sea ganado, mascotas o animales de trabajo) y que estamos abocados a nuevos enfoques en nuestra relación con ellos, es importante, también, dedicar esfuerzos adicionales a definir y garantizar las responsabilidades que deben asumir las personas que tutelan o cuidan un animal doméstico.
La domesticación transfiere los animales a la soberanía de las personas, que necesariamente deben responsabilizarse de todas las etapas de su vida. No se trata tanto de una opción como de una consecuencia, y no solamente afecta a quien adopta o cría un animal (ya sea como compañía, como fuerza de trabajo o como ganado), sino también a quienes lo alimentan, cobijan o defienden. Esta asunción de responsabilidades es, en principio, independiente del estatus con el que se considere a ese animal. Más allá de la polémica animalista o antiespecista, se trata de evitar las consecuencias negativas que esta decisión puede causar, tanto sobre la vida del propio animal como sobre la de otras personas e incluso otros animales y especies salvajes. Alimentar a los gatos callejeros, por ejemplo, se puede ver como una opción humanitaria, pero estas comunidades felinas causan, además de molestias a otras personas, graves daños sobre la fauna del entorno periurbano, diezmando las poblaciones de aves y otros animales de pequeño tamaño. Evidentemente, no se puede hacer al animal responsable de esta matanza, sino a las personas que los abandonaron, a las que se debe demandar hacer efectivo su compromiso. Pero, además, hay una clara relación causa-efecto entre la alimentación «humanitaria» y la muerte masiva de las aves, que queda sin resolver y de la que nadie se hace responsable. Esta situación es extrapolable a muchas otras que se dan entre personas y animales. Pese a que necesitamos normas sociales que enmarquen y regulen nuestra relación con ellos, la responsabilidad individual y colectiva debe quedar netamente dibujada y socialmente asumida, aunque lleve aparejado un coste social elevado (por ejemplo, esterilización, control, cautividad o sacrificio).
La domesticación separó radicalmente a los animales domésticos de sus homólogos salvajes: primero a perros y lobos, después a vacas y uros, y otras pocas especies que pasaron a encontrarse bajo tutela humana. En cambio, la mayoría no toleran este proceso y mueren o se ven abocadas a una vida en cautividad. De una u otra manera, es un camino sin retorno. Una vez que un linaje ha sido domesticado, su supervivencia pasa necesariamente por la decisión y acción humana sobre todas las etapas de su vida: alimentación, reproducción, cría y muerte. Los casos en los que se produce el retorno de animales domésticos al medio natural, la llamada feralización, suelen conducir a resultados sociales, económicos y ambientales desastrosos (un ejemplo son los enormes daños que causan en todo el mundo las especies invasoras que escapan de su cautividad). Es necesario afrontar que la domesticación conduce necesariamente a la asimilación social de esos animales, y de sus descendientes, como parte de la comunidad humana. A partir de ese momento, la responsabilidad sobre su vida, su descendencia y su comportamiento es materia social; disponemos de cultura y conocimientos suficientes para hacer frente a esta responsabilidad en un marco regulado que garantice su bienestar y sus derechos.
Además, esta responsabilidad sobre los animales domésticos es una actitud que debe transferirse también a otros ámbitos de nuestra relación con la naturaleza. Igualmente, tutelamos paisajes y territorios y los amoldamos a nuestras necesidades. A menudo, somos descuidados y ajenos a las consecuencias que esta domesticación territorial tiene sobre otras especies y hábitats. Pero podemos aplicar sentido común y responsabilidad para hacerlo de tal manera que el resultado permita nuestra convivencia a largo plazo con otras especies, incluso con otras personas. Pensemos, sin ir más lejos, en el legado cultural del pastoreo a lo largo y ancho del mundo, enseñándonos cómo se puede abrazar este doble encargo: tratar con respeto a los animales que hemos convertido en nuestros compañeros de viaje y ofrecerles una buena vida y una muerte digna, bajo nuestra tutela.
Pedro M. Herrera