Fernando FERNÁNDEZ SUCH
Manifestación contra la despoblación en Madrid, marzo de 2019. Foto: Alicia Vallejo
En el año 1982, el Ministerio de Agricultura promovió la Ley 25/1982 de Agricultura de Montaña. Hay que recordar que el artículo 130.2 de la Constitución indica directamente que «los poderes públicos dispensarán un tratamiento especial a las zonas de montaña». La razón obvia para reflejar esta singularidad era el reconocimiento de que existía una diferencia notable en el nivel de vida de las personas que vivían en estas zonas.
Costó entender la ley. Costó porque inicialmente y por su propio nombre se pensó que apoyaría directamente a la agricultura y la ganadería de montaña fijando un régimen concreto de ayudas con el cual beneficiarse. Pero realmente se trataba de una ley de promoción, orientación y planificación. Por una parte, comprometía a la administración en la elaboración de planes de ordenación de las zonas de montaña; pero, sobre todo, apoyaba la creación de «asociaciones de agricultura de montaña» que quisieran hacer un trabajo de dinamización social y económica en estos territorios, tanto en agricultura y ganadería como en otras actividades económicas para el desarrollo rural. De alguna forma, fue un primer antecedente de lo que podría ser una ley de desarrollo rural.
A los cuatro años, los distintos grupos y organizaciones que llevaban trabajando en el desarrollo comunitario rural desde mediados de los años setenta, entendieron perfectamente la oportunidad y, sobre todo, entendieron, con visión de futuro, que se abría paso otra forma de trabajar en el mundo rural. La ley creaba el Registro de Asociaciones de Montaña, que aumentó de 25 entidades inscritas en 1986 a 123 en 1988.
Una de las cuestiones que, a mi modo de ver, fue un acierto de la ley es la calificación de territorio de montaña. Se hablaba de «territorios homogéneos que estén integrados por comarcas, términos municipales o partes de los mismos» y que cumplan con alguno de los criterios que el artículo segundo de la ley establecía. Eran criterios físicos de altitud, pendiente, vocación agraria o ganadera, pero con limitaciones agroclimáticas y, en todo caso, la ley permitía que las comunidades autónomas pudieran justificar la incorporación de algún territorio, pero siempre de forma explicativa. Esto es importante, porque no todo el territorio rural es territorio de montaña; hacemos poco favor a los territorios de montaña, si al final, por tratar de apoyar su especificidad, diluimos sus características. Además, dentro de los territorios de montaña, se calificaban las «áreas de alta montaña» con algo así como un plus de singularidad.
Una vez definidos los territorios de montaña por las comunidades autónomas, el Ministerio tenía que aprobar las declaraciones de zonas de agricultura de montaña, para que después las asociaciones elaboraran los llamados programas de ordenación y promoción de recursos agrarios de montaña. Era prácticamente el año 1990 y coincidía que, como miembro de la UE, la PAC había comenzado a aplicarse en el Estado español, y justo en ese mismo año, empezaba a discutirse el concepto de desarrollo rural. Dos años después, se activó la iniciativa comunitaria LEADER I.
En Castilla y León y en otras comunidades, se llegaron a organizar varias reuniones entre las asociaciones de agricultura de montaña y cada una elaboró su plan de ordenación con muchísima ilusión y esfuerzo, pero, poco a poco, acabaron por desactivarse. En unos casos, el abandono de la propia administración hizo que las asociaciones murieran y, en otros, muchas desaparecieron porque las personas que las constituyeron pensaron únicamente en las ayudas y los beneficios fiscales y no en el trabajo de promoción que debía hacerse. Sin embargo, muchas de las que continuaron trabajando, fueron las que luego asumieron los primeros programas LEADER. Una de ellas, ASAM (Asociación Salmantina de Agricultura de Montaña), en la comarca de la Sierra de Francia, ha cumplido ya 31 años de trayectoria. Se ha reinventado muchas veces buscando siempre la manera de traducir su visión del mundo rural y de su territorio en acciones concretas que sirvan a la gente. Ángel de Prado, con ironía, me dice: «Lo único que conseguimos con la Ley de Agricultura de Montaña fue una subvención de 400.000 pesetas y un ordenador casi catatónico, que utilizamos los días 24 y 25 de junio de 1992 para redactar y mandar, deprisa y corriendo, el proyecto de lo que fue LEADER I».
Como en tantas otras ocasiones, se demuestra que somos únicos para hacer leyes fantásticas que no hay manera de ejecutar.
Fernando Fernández Such
Consejo editorial de la Revista SABC