Vanesa FREIXA RIBA
Manifestación contra la despoblación en Madrid, marzo de 2019. Foto: Irene Díez Miguel
Tengo un amigo antropólogo que me explicaba que las montañas pirenaicas se mueven, que están en un proceso de tránsito. De hecho, podríamos decir que los espacios montañosos, humanizados y sin humanizar, de toda la península y más allá están en este tránsito. Se encuentran en un momento único de su historia en el que, por primera vez en muchos siglos, sus habitantes deben repensar, de forma radical, qué puede hacerse con su territorio.
Un territorio y unos cuerpos colonizados
Este deambular sin destino no es reciente. Hace decenios que las montañas están en este proceso de cambio, un cambio que se viene perpetuando lentamente a causa de una crisis profunda con el desmoronamiento del orden agrícola. Los momentos de tránsito son buenas oportunidades para que los territorios evolucionen. La pregunta es: ¿hacia dónde se dirigen los nuestros?
Aparentemente no hay timón ni timoneles. Las montañas se han vaciado durante más de un siglo, la actividad económica ha mutado de una manera radical. Nos encontrábamos entonces con territorios eminentemente agrarios que hoy en día son completamente terciarizados y, en consecuencia, capitalizados, pasando por un período fugaz en que las montañas fueron los espacios sagrados donde apoderarse de la fuerza de sus aguas, de sus rocas, de sus bosques y generar las macroinfraestructuras necesarias para abastecer de energía las grandes ciudades. Pasamos de producir utilizando la tierra y los animales como herramientas, a vender directamente el paisaje resultado de esta larga producción primaria, mientras un largo periodo de despoblamiento vació cada uno de los pueblos de estos valles y dio como resultado una sociedad debilitada, sin autoestima y sin fuerza para continuar esta supuesta evolución natural.
Por este largo camino de más de 100 años, sin darnos (casi) cuenta, hemos perdido mucho. Estábamos muy ocupadas, ocupando justamente la ciudad, ofreciendo mano de obra al sistema industrial para construir otro país [1], un país que, en su evolución, se olvidó de cuidar un elemento esencial: a quienes cuidan la tierra y producen alimentos. Aunque hago el esfuerzo, no puedo ni remotamente llegar a sentir lo que vivieron las montañesas al verse solas y menospreciadas por su labor, envueltas de estas montañas, prados, caminos y pueblos que sus ojos apreciaban diferente a lo que entendemos hoy como un paisaje de belleza supina.
¿Retorno al pasado?
Pero el tiempo pasa y estamos donde estamos. La falta de autoestima de mucha población local aún está allí instalada, aunque no se sienta por la mayoría, se aprecia en la toma de sus decisiones. Continuamos esperando la panacea de fuera y normalmente nos convence su verborrea cansina (construcción en masa, pistas de esquí, macrofestivales, juegos olímpicos), que acaba convirtiéndose en riquezas y beneficio, sí; pero para quienes viven lejos de las montañas. Y en paralelo seguimos generando pequeños feudos en nuestros pueblos, en los que desde nuestros castillos gestionamos este microterritorio con más o menos tolerancia, con más o menos fortuna, con más o menos justicia.
Cien años son quizás pocos para que un país promueva su nueva manera de ser, para que despierte de su aletargamiento, para que vea sus posibilidades con un capital humano desprovisto de sus capacidades y repetidamente colonizado.
Vemos unas ciertas ideologías políticas tragicómicas de retorno al pasado, que se empeñan en conservar lo que ya no se ha conservado: los nombres de las antiguas casas y su correspondiente placa de forja o piedra en la fachada de la casa, creando arquitecturas supuestamente tradicionales, recuperando iglesias —solo románicas—, fauna salvaje y tradiciones que ya no se usan y acaban siendo simulacros de su original. Proyectos de modernización que se revisten de la apariencia de lo rústico, lo tosco y lo viejo. Propuestas de retorno a un estado salvaje y primigenio, también en lo natural, que elimina referentes y significados colectivos, familiares y biográficos acumulados durante este período de crisis del que todo el mundo parece querer escapar y no nutrirse de él para renacer. Parece que queramos redimir la culpa de no haber podido trascender el impacto brutal de un cambio de modelo económico devorador. Y esto, que es legítimo, acaba también siendo un lastre; un lastre porque capa cualquier voluntad de evolución.
Trabajar de otra manera
Es momento de cambios. Es necesario decidir colectivamente cómo queremos que sean estas montañas de hoy y de mañana. Pero ¿cómo hacerlo ante una densidad poblacional tan baja, a la que le cuesta a veces abrazar a quienes quieren venir a habitarla?
Mi solución es clara. Es necesario invocar al espíritu creador de la comunidad. Los territorios como los que he descrito, extremamente prejuiciados, han aplacado su espíritu transformador, el que permite crear más allá de las preconcepciones conocidas y generar nuevos espacios, relatos y porvenires.
¿Cómo generar esta transformación? Haciendo un paralelismo con nuestra infancia —momento vital en el que nos permitían más desinhibición—, sería como dejar a niños y niñas las herramientas y materiales para que, desde la nada, construyesen un nuevo mundo, unas nuevas montañas que han de ser un espacio de vida para quienes deseen habitarlas.
Se me ocurren ejemplos de personas que desempeñan este papel experimental y de forma natural trabajan «de otra manera» y son pioneras en sus propuestas creativas y, digámoslo, productivas.
Arnau Obiols es un músico que toma la raíz tradicional de la música de sus ancestros para crear un nuevo sonido, una nueva música para nuestras montañas. Tost es su último trabajo y sería, por el momento y a mi entender, el máximo exponente de su estilo.
Anna Rubio es una bailarina que danza trepando árboles, en movimiento entre los campos y praderas, siendo ella misma parte de la naturaleza. Nos propone constantemente que la danza también es parte de nosotras, de nuestro movimiento, de nuestro deambular para no ser zombis en tránsito.
Josep Bunyesc, con su arquitectura sostenible, prioriza la eficiencia energética a cualquier concesión a la arquitectura supuestamente tradicional. Trabaja con materiales locales, desde la practicidad de generar espacios que sean pasivos y que no demanden energía para su funcionamiento.
La Gavasenca apuesta por el cooperativismo agrario y, en formato de cuatro mixto, han tomado el relevo de un proyecto de ganadería lechera y quesería, con la intención no solo de producir alimentos sino de gestionar y revitalizar su entorno con la motivación del amor al campesinado, a la tierra y al cuidado de los animales.
Marine Mercieux, diseñadora nómada, se provee de una materia prima tan noble, y tan poco utilizada como la lana. Sabe ver más allá de sus usos convencionales, tejiendo y entretejiendo nuevos significados para este material, retornándole de nuevo su valor original: el ser una fibra natural aprovechada.
Marta Casals y Aleix Gallardet no solo generan una nueva cocina de montaña en su espacio culinario, sino que también cuidan a su público ofreciendo un espacio cultural vivo, original, sin complejos, con el único objetivo de disfrutar.
Y todo esto pasa en una sola comarca, en una pequeña comarca. No puedo dejar de pensar en Carl Sagan y su libro Contact, cuando Ellie dice: «Verás, hay cuatrocientos mil millones de estrellas solo en nuestra galaxia. Si solo una de cada millón tuviera planetas y, de ellos, en uno de cada millón hubiera vida y si solo en uno por millón hubiera vida inteligente, habría, literalmente, millones de civilizaciones…», a lo que su compañero le responde: «Si no fuera así, ¡cuánto espacio desaprovechado!».
Intuición y mirada crítica
Una evidencia más que constatable es que las montañas se han dejado de comunicar. No existe casi relación transversal, de intercambio, como antaño. De hecho, ahora en el pico máximo de comunicación universal, casi no sabemos qué pasa en la montaña de más allá, cómo si fuera este vasto espacio exterior desconocido, lleno de agujeros negros. Volviendo a Sagan, en este universo montañés tan desconocido existen otros nombres y experiencias que están creando esta nueva montaña, este nuevo espacio rural de grandes alturas.
De todas estas formas de trabajar, me entusiasma cómo ponen en funcionamiento su dispositivo principal, su intuición y su mirada crítica. Me quedo con su criterio abonado de sentimiento que es su motor de creación. Dejando a parte cualquier tendencia, ellos y ellas se centran en su cometido y de una manera natural e instintiva proponen y dibujan estas opciones que conforman la nueva montaña.
Y a mí todo esto me parece una genialidad. Me obliga a dejar mi lastre antiguo, a desprenderme de mi tristeza, heredada por ósmosis, y a abrir la mirada para plantearme desde hoy que tenemos que hacerlo de otra manera, entre todas; como si una comunidad de brujas tramara un conjuro para que a partir de hoy mismo miremos estas montañas más allá del tópico costumbrista, más allá de recrear una naturaleza salvaje o una autenticidad artificial.
Las montañas y sus pueblos son el origen y el reducto de la cultura tradicional que, a todas —urbanas y no urbanas—, nos designa y describe. Es una de las identidades de la sociedad rural planetaria alimentada de aire puro, viento, nubes..., y regada de lluvia y tempestades que han ido modelando el carácter montañés. Un patrimonio vivo que silenciosamente se ha ido borrando, que se encuentra en pleno proceso de transformación y que depende exclusivamente de nuestro cambio de mirada para que sea realmente, auténticamente, una montaña viva, con autoestima y enfocada en sus necesidades internas; que encuentre el equilibrio perfecto entre su actividad pastoral y los nuevos usos, teniendo en la mano la creatividad y el bien común como herramientas principales. Las políticas del sentido común, con amor a lo propio, también tendrán que aparecer para materializarlo.
Os animo a compartir estas experiencias transmontanas.
Vanesa Freixa Riba
Artista, activista y habitante de las montañas
[1] Para mí, «el país» es la comarca. A la gente del Pallars le decimos la gente del país.