Sobre la radical insostenibilidad de las ciudades

Gustavo DUCH GUILLOT

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Imagen nocturna desde satélite. Fuente: blue-marble.de

Si Turgot, padre de la fisiocracia, echara cuentas de nuestro mundo actual, le saldrían altamente deficitarias. Para esta corriente de pensamiento que consideraba que «el agricultor es la única persona cuyo trabajo produce algo más que el salario», un mundo con más de la mitad de las personas viviendo en núcleos urbanos donde la agricultura es solo residual significaría un mundo improductivo o, más exactamente, un mundo que gasta más de lo que produce.


Esta mirada, la del «gobierno de la naturaleza», fue la precursora de los actuales análisis empleados para determinar la sostenibilidad ambiental, que demuestran fácilmente que las ciudades, las grandes urbes, son insostenibles.

Imaginemos la ciudad como un ser vivo. Sería como un enorme cíclope encerrado en una cueva donde nada se puede producir. Ese gigante, con el mismo peso que el resto de humanidad, permanece inactivo e inmóvil en su cueva. Vive gracias a la otra mitad del mundo que, como esclavos, le traen diariamente su comida. Mientras, él solo produce residuos que no sabe aprovechar y, saturada ya su pequeña cueva, se esparcen por todo el planeta. Para mantener con vida a este gordinflón en una cueva que solo ocupa el 2 % de la superficie terrestre, se necesita utilizar el 75 % de los flujos de energía y materiales a escala global. Y sus emisiones, descomunales como él, generan el 80 % de los gases de efecto invernadero. Un animal desmedido viviendo claramente más allá de sus posibilidades y que pone en peligro una casa común. Si imaginamos esto, estamos retratando las cifras globales de la insostenibilidad del conjunto de las ciudades en el mundo.

LA CIUDAD DEJA HUELLA

Para analizar la sostenibilidad ambiental con más detalle de cada ciudad, podemos utilizar diferentes metodologías. Por ejemplo, la conocida como la huella ecológica que se expresa como la superficie (valorada en hectáreas por habitantes) necesaria para producir los recursos que consumimos, asimilar los residuos generados y absorber todo el CO2 liberado a la atmósfera. Según esta medida, la capacidad del planeta está alrededor de 1,7 ha por habitante. Cómo es lógico, las cifras de la huella ecológica para cualquier ciudad –con una superficie muy limitada y mucha población– siempre son muy negativas. Por ejemplo, según cálculos de Manuel Enrique Figueroa, las personas que viven en Sevilla necesitan 3,5 ha cada una de ellas, lo que significa que para asegurar la vida de toda su población se necesita una ciudad 23 veces mayor que Sevilla. Para poner otro ejemplo, ofrecido por FootPrint Network, la región del Mediterráneo en global ofrece una capacidad de 1,2 ha por habitante. Pero ciudades como Barcelona, Roma o Atenas necesitan 4,5, 4,7 y 4,8 ha por habitante, respectivamente.

Es cierto que analizar la huella ecológica de una ciudad podría parecer irrelevante y que deberíamos hablar en términos mayores y analizar en conjunto su región metropolitana, su comarca, su provincia o incluso su país. Si tomamos el caso español, con más del 75 % de su población viviendo en ciudades, las huellas ecológicas que triplican y cuadruplican la capacidad del territorio, hacen que, finalmente, también la huella ecológica de todo el Estado sea insostenible.

LA HUELLA ALIMENTARIA

Según Footprint Network, en muchos casos, entre una cuarta parte y la mitad de esta huella ecológica se corresponde a la alimentación. Pero podemos concretar más gracias a los estudios elaborados por Óscar Carpintero en relación con la ciudad de Valladolid. Para abordar la huella ecológica alimentaria, Óscar analiza tres dimensiones: la territorial, la hídrica y la huella de carbono.

Valladolid es una ciudad de pequeño tamaño (300.000 habitantes), comparada con capitales de 3, 4 o 20 millones de habitantes. Aun así, solo la huella territorial ligada a su alimentación se correspondía, en 2015, a 6,4 veces la superficie del término municipal. Es decir, con el patrón de consumo alimentario vigente, el potencial de autoabastecimiento alimentario del término municipal de Valladolid apenas alcanza el 8 %.

Respecto a las otras dos huellas, la huella de carbono alimentaria, explica Óscar, se refiere a la cantidad de gases de efecto invernadero asociados a un determinado alimento a lo largo de todo su ciclo de vida. Esta huella de carbono se situó en 2016 en 1,48 tCO2-eq/habitante, lo que supone que, si se quisieran absorber estas emisiones, se necesitarían entre 37.400 y 150.000 ha de encinares. La huella hídrica de los alimentos se refiere a la cantidad de agua dulce usada para su producción en todo su ciclo de vida y, en este caso, asciende a 1.545 m3/habitante en 2016, lo que equivale a 21 veces el consumo de agua doméstica en toda la ciudad.

Otra de las características de nuestro ogro en su cueva es su forma de condicionar el tipo de alimentación. Para tamañas dimensiones, los alimentos frescos deben de ser sustituidos por alimentos procesados resistentes a los viajes y al tiempo, y empaquetados en plásticos y cartones. En el caso de Valladolid, ya en el 2016 los productos preparados suponían más de la mitad del consumo. Pero, según Óscar, este gigante come mucho, come mal y también desperdicia mucha comida. «Se estima que, en promedio, una de cada tres toneladas que entran como alimentos en la cadena alimentaria en Valladolid se pierde en el proceso o se desecha con mayor o menor grado de aprovechamiento».

UN FALSO IMAGINARIO

Ante esta situación, son muy necesarias las nuevas políticas municipales que trabajan decididamente para corregir esta insostenibilidad, como desarrolla el Pacto de Milán; pero hablar de ciudades inteligentes, ciudades verdes o ciudades en transición ¿no puede estar creando un falso imaginario? ¿Acabaremos convencidas de que las ciudades son parte de la solución? ¿No estamos de nuevo ante una mirada urbanocéntrica?

¿De qué territorios llegan los alimentos para abastecer un sistema de vida donde las personas se concentran en pocos grandes núcleos? ¿Cuántos territorios pierden su soberanía alimentaria y ganan pobreza y hambre para alimentar a las ciudades?

Propongo que empecemos, al menos, a hablar con propiedad. Dejemos de hablar del terrible problema o de la lacra de la despoblación rural y definamos con claridad dónde está el foco del conflicto. El problema es la superpoblación urbana. Lo que hay que corregir es la España llena.

Gustavo Duch Guillot

Revista SABC

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