Mural realizado por Xoana Almar en el 10.º Festival do Desordes Creativas, en Ordes (A Coruña). Foto: Cestola na Cachola
Hace poco más de cuatro años que los movimientos sociales gestaban la «Carta por una soberanía alimentaria desde nuestros municipios». Una propuesta política acertada, puesto que en mayo de 2015, se construyeron nuevos gobiernos que apostaban por cierta transformación y ruptura de la política municipal. Fue un momento de euforia, de sentir que había una oportunidad de cambio que ampliaría el autogobierno y la participación dentro y fuera de las actuales instituciones, que podía y debía apoyar la transición desde un modelo de agricultura capitalista y alimentación globalizada hacia la soberanía alimentaria, revalorizando los criterios sociales, ambientales y de proximidad. Y cuatro años después, ¿dónde estamos? Es el momento de hacer una valoración crítica de lo que se ha conseguido para poder avanzar hacia ese municipalismo transformador.
Las estructuras y dinámicas locales no son ajenas al modelo neoliberal. La realidad municipal está condicionada por jerarquías, formas de toma de decisiones y reglamentos muy consolidados y pensados para impedir que se puedan transformar. Son estructuras que, como explica el artículo introductorio de David Algarra, favorecen un determinado modelo democrático y, por extensión, un sistema alimentario concreto. Este modelo de democracia representativa obliga a trabajar en ciclos de cuatro años, un tiempo que se queda corto para abordar cambios de fondo. Puede, incluso, que hayamos sido algo inconscientes al hacer propuestas municipales sin tener demasiado conocimiento de este funcionamiento y de las entrañas de los ayuntamientos. Hemos dedicado mucho tiempo a modificar normativas, ordenanzas, pliegos…, pero lo hemos hecho desde un posicionamiento algo sumiso. ¿Cuántos ayuntamientos han desobedecido la ley Montoro? ¿Cuántos han sido capaces de enfrentarse al poder agroalimentario a través de sus puestos de decisión, por ejemplo, en los mercados de abastos conocidos como mercas? ¿Qué respaldo han recibido aquellos gobiernos locales que sí se han atrevido? En este número, se da respuesta a alguna de estas preguntas a partir del análisis de los avances en algunas ciudades del Estado; pero, en cualquier caso, parece claro que trabajar para la soberanía alimentaria tiene que suponer, tarde o temprano, desobedecer e impugnar el orden establecido.
¿Nos estamos olvidando de que las políticas alimentarias no solo están para mejorar la alimentación, sino también para combatir las injusticias?
Aún somos una minoría. Y lo tenemos que verbalizar. La alimentación, a pesar de ser una necesidad y un derecho, no aparece en la agenda política de la gran mayoría de los municipios. Basta con revisar el presupuesto que se ha dedicado a la construcción de sistemas alimentarios. ¿Cuántos ayuntamientos han creado una concejalía o comisión municipal para abordar de forma transversal las políticas alimentarias? No hemos de conformarnos con las migajas, debemos exigir el pan entero.
Siendo todo bien complicado, pensamos que tenemos que ser más autoexigentes. La prueba la tenemos en que muchos ayuntamientos se han apoderado del relato de los movimientos sociales sobre la alimentación, pero han transformado poco o nada con sus hechos y de forma sutil han ido vaciando de contenido político algunas apuestas transformadoras para convertirlas en algo ambiguo. Hemos pasado de defender la soberanía alimentaria a defender simplemente «sistemas alimentarios sostenibles».
Analizar estas nuevas políticas obliga a salir de las zonas de confort para evitar construir hojas de ruta desde posiciones privilegiadas. No es lo mismo hablar de políticas alimentarias desde la comodidad urbana que hacerlo desde la realidad campesina o de quien trabaja como temporera. ¿De qué manera se han visibilizado estas realidades en las políticas alimentarias que se han desarrollado? Las agendas y proyectos que se ponen en marcha siguen teniendo una visión excesivamente urbanocéntrica donde la única prioridad es alimentar a las ciudades ahora con productos ecológicos, pero ¿la prioridad no sería una alimentación urbana que favoreciera al territorio rural? ¿Nos están marcando la agenda las modas que solo tienen en cuenta al individuo (eco, friendly, diseño...)? ¿Nos estamos olvidando de que las políticas alimentarias no solo están para mejorar la alimentación, sino también para combatir las injusticias? Las respuestas afirmativas suponen beneficiar a las clases acomodadas y cronificar la precariedad de la gente campesina, de las trabajadoras de mataderos, de las reponedoras de las grandes superficies, las cuidadoras, etc. Por todo ello, desde nuestra revista nos ha parecido fundamental abordar las políticas alimentarias de los pueblos, a través de algunas experiencias y del conversatorio con tres alcaldes.
No son críticas sin más; pensemos que mientras hablamos de democracia participativa, de procesos de cambio, de empoderamiento, hay quienes siguen haciendo su trabajo sin contemplaciones. Los lobbies agroalimentarios no se sienten amenazados por los gobiernos, no necesitan de consejos alimentarios municipales, ya tienen sus espacios de poder y decisión que, por cierto, no han pasado por los plenos municipales.
Todo esto nos obliga a preguntarnos desde dónde se puede hacer más por la soberanía alimentaria, ¿desde los movimientos sociales o desde los ayuntamientos? Está claro que los dos espacios son fundamentales, pero también es cierto que, en algunos territorios, los movimientos por la soberanía alimentaria han perdido capacidad de incidencia puesto que la apuesta municipalista ha acaparado su tiempo y sus recursos. Reactivar su capacidad de movilización, de interpelar a la sociedad, de visibilizar y motivar la multiplicación de proyectos que abran camino y de transformar desde abajo también es trabajar por un municipalismo transformador.