Tamara BALBOA GARCÍA
La hermana de la autora con una cabrita del rebaño comunal. Foto: Tamara Balboa
Hoy todavía quedan algunas iniciativas de comunidades de montes que emplean rebaños, sobre todo de vacas, para limpiar el monte y generar algún empleo, pero en algunos pueblos, como en Vilardecervos (Vilardevós, Ourense), hubo una cabrada, un rebaño de cabras particulares con pastoreo común en el monte comunal desde no se sabe exactamente cuándo.
Vilardecervos es un pequeño pueblo que actualmente cuenta con 119 habitantes, afectado por la tendencia general de despoblación rural que le ha hecho perder más de 400 habitantes en el último medio siglo. Si por algo es conocido, es por las minas de wolframio y estaño, estas últimas explotadas hasta finales de la década de los sesenta y principios de los setenta. Esta actividad ha generado muchas historias, anécdotas y penurias al vecindario.
Yo no tengo memoria de la actividad minera ya que no había nacido, pero guardo muchos recuerdos del rebaño de cabras comunal. Casi todas las casas del pueblo tenían algún que otro animal que aportaba recursos extra a la economía familiar y cabritos para las celebraciones navideñas o las fiestas religiosas. Era un sistema perfectamente organizado: ibas al monte tantos días como cabras tenías. Durante el invierno se iba todo el día, desde las diez y media de la mañana hasta el anochecer; se llevaba la comida, algunas veces algún chorizo de la matanza que se asaba en la hoguera que se hacía para calentarse. Durante el verano se salía al romper el día hasta las once de la mañana y luego por la tarde, desde las cinco y media hasta la noche. Las únicas personas exentas de ir eran las que tenían los machos; no mucha gente quería tenerlos debido a su fuerte olor.
Cuando era hora de salir, tocábamos una corneta, también comunal, que pasaba de casa en casa con el turno de pastoreo. La verdad es que muy higiénico no era, a lo sumo se lavaba con aguardiente, pero nunca nos hemos contagiado nada. A mí me tocaba a menudo; en parte me gustaba, aunque había que recorrer las calles de casi todo el pueblo.
A la salida de la cuadra, las cabras sabían perfectamente cuál era el lugar de reunión, una de las plazas del pueblo, el eiró, y a la vuelta sabían cuál era su casa, aunque no era nada extraño que se quedasen remoloneando en algún saliente de las paredes lamiendo las piedras. Alguna gente salía a recogerlas y entonces se generaba un momento de distensión y charla.
Los animales aprenden rápido, era bastante frecuente que las primeras veces que las cabritas salían al monte se cayesen en algún estanque de agua, pero pronto aprendían a beber sin caerse. Tampoco era nada raro que alguna desapareciese, no tanto por los ataques del lobo, sino por algún accidente, fundamentalmente en las antiguas chimeneas de las minas abandonadas.
Faena aparte era el día que las cabras parían en el monte. Era responsabilidad de quien pastoreaba ese día traer a casa los cabritos y a veces era imposible por el número de crías, entonces se mandaba aviso a la persona responsable de los animales para que fuese a recogerlos. De estos nacimientos guardo un recuerdo que aún hoy rememoro con un tío abuelo, el tío Paulino. Como me gustaba tanto ir con las cabras, también iba cuando era su turno. Tendría unos siete años y un sábado nos fuimos a pastorear todo el día y, en un monte no muy accesible, a unos tres kilómetros del pueblo, parió una cabra y trajo dos cabritos. El tío Paulino tenía que guiar el rebaño y me dijo que si podía fuese llevando detrás los cabritos, y así lo hice, hasta llegar a casa. La dueña de la cabra, muy agradecida, me dijo que me iba a dar unos caramelos y veinticinco años después sigo esperando saborearlos.
Todo se aprovechaba. Cuando el cabrito se comía en casa, se secaban las pieles a la espera de algún tratante que pasase a comprarlas y obtenías unas pesetas extra.
Tengo que decir que cuando yo era niña ya no era habitual que fuéramos al monte, yo lo hacía porque me gustaba. Cuando nos tocaba en primavera y verano iba casi siempre, durante el otoño y el invierno iba los fines de semana, con mi madre o con la persona de la familia. En primavera era un pequeño tesoro saber dónde anidaban los pájaros: mirlos, tordos, tórtolas, urracas, lavanderas, petirrojos, carboneros y muchos más que hoy apenas se ven. Con la desaparición de la actividad agrícola y ganadera tradicional también han ido desapareciendo. Era motivo de alegría la llegada del cuco al empezar la primavera y si se retrasaba la gente decía «entre marzo y abril el cuco ha de venir; si el cuco no viene, o el cuco está muerto o el fin del mundo vendrá».
Hará unos veinte años que este rebaño ha desaparecido, la gente se ha ido jubilando y al ir menguando el número de animales, quienes quedan se han ido desmotivando y han terminado vendiéndolos o regalándolos.
Actualmente, permanece en nuestro recuerdo y a varias mujeres con dificultades para conseguir un empleo estable les gustaría retomar el rebaño, pero no se han decidido a pesar de que les sobra monte bajo de gestión comunal, ideal para este tipo de pastoreo, y sería una muy buena iniciativa para luchar contra la lacra de los incendios forestales que nos afectan año tras año. Tampoco supone ninguna competencia para las vacas o las ovejas, ya que no quedan muchas y tienen reservadas las praderías.
Tan buenos recuerdos guardo que hoy en día aún tengo tres cabras. La primera cabrita que tuve me la regaló mi abuelo materno cuando tenía un año y medio, mi abuelo paterno me la crio y el dinero de la venta de los cabritos me lo ahorraba; un año de suerte, unos ciento ochenta euros, ¡toda una alegría!
Tamara Balboa García
Vecina de Vilardevós (Ourense)