Reseña
Elisa OTEROS-ROZAS
Como activista anarquista, ecologista y feminista, durante casi 20 años, Lierre Keith, de origen y residente en EE. UU., fue una ferviente defensora y practicante del vegetarianismo/veganismo hasta que sus intentos de mantener una alimentación coherente con todas sus inquietudes políticas y sus necesidades fisiológicas, colapsaron. Con este libro, la autora, en ocasiones con un tono tan beligerante como el de muchas personas animalistas, pretende invitar explícitamente a las vegetarianas o veganas a reconsiderar esas opciones de vida a través de importantes reflexiones ecológicas, políticas y nutricionales.
Desde mi afinidad con los mismos «ismos» que la autora, pero sobre todo como ecóloga, me dedico a estudiar el importante papel socioecológico de la ganadería extensiva en la cuenca mediterránea, especialmente aquella familiar con base agroecológica. Cada vez más a menudo, especialmente en espacios urbanitas, me veo inmersa en debates sobre el consumo de carne. Desde esta posición, lo que más me ha gustado del texto es que resulta muy didáctico y bastante riguroso frente a algunas de las —en mi opinión— lagunas de información que tienen con frecuencia las personas con sensibilidades vegetarianas o veganas. Veamos tres de ellas:
En primer lugar, existe un profundo desconocimiento sobre el funcionamiento básico de los ecosistemas, de sus flujos de materia y energía, y especialmente de algo tan esencial como los suelos y su fertilidad. La autora explica cómo los animales son esenciales para devolver a los suelos, entre otros nutrientes, el nitrógeno, fósforo y potasio que de otro modo solo pueden recuperarse con fertilizantes producidos y transportados a base de combustibles fósiles.
En segundo lugar, se explica de manera sencilla y bastante rigurosa el concepto y funcionamiento de las cadenas tróficas, es decir, las cascadas de «quién se come a quién». Los seres humanos, como otros animales carnívoros, apenas podemos digerir la celulosa presente en los vegetales; sin embargo, si incorporamos en nuestra dieta animales cuyo sistema digestivo sí puede metabolizarla, como los rumiantes, estaremos recibiendo un tipo de energía y nutrientes que necesitamos. A la pregunta de si para mantener una dieta sana y ambientalmente sostenible para toda la población mundial debemos o no contar con alimentos de origen animal, la autora responde con un sí rotundo, pero ligado a la cría extensiva de pequeña escala. El problema viene cuando se alimenta al ganado mayoritariamente con cereales (como hace la ganadería intensiva), transformando su metabolismo y generando enormes impactos ambientales, para satisfacer deseos de dietas hipercárnicas también muy poco saludables.
Y, en tercer lugar, mi argumento favorito: la creciente «disneyización» de la naturaleza («no comeré nada que tenga madre o que tenga cara») y la preocupación moral por la muerte de animales para alimentarnos. «No sabemos nada del gaviotín negro ni del porrón coacoxtle, no tenemos ni idea de quién muere para alimentarnos». La autora recuerda que, nos guste más o menos, la muerte, por definición, es inherente a la vida. La agricultura también desplaza de sus hábitats e (in)directamente mata animales, por ejemplo la fauna —lombrices, insectos...— de los suelos exhaustos o la de los ríos represados para el regadío —peces, aves...—, aunque estos sean menos fotogénicos y los relacionemos menos con nuestra comida. «No se trata solo de los que están muertos en el plato», dice la autora: incluso la alimentación basada en plantas que se cultivan mediante prácticas agroecológicas implica la muerte o el «trabajo» de animales (por ejemplo para la dispersión de semillas). Lejos de considerarlo un drama, la autora invita a pensar en términos de «coevolución»: la depredación «no tiene nada que ver con la moralidad ni la política», sino que «está profundamente entretejida en la naturaleza», invita a respetar, valorar y celebrar las vidas que nos alimentan, «cambiar el arrepentimiento por el agradecimiento», considerarnos a nosotras mismas como parte de esas cadenas tróficas, de materia y energía, de vida-muerte, ni por encima ni por debajo.
La autora recuerda que, nos guste más o menos, la muerte, por definición, es inherente a la vida.
Sin embargo, en mi opinión, este libro tampoco es ninguna receta definitiva sobre cómo alimentarnos de forma justa socialmente y sostenible ecológicamente y de hecho, cuenta con graves generalizaciones. Por ejemplo, afirmaciones como que «la agricultura es lo más destructivo que los seres humanos le han hecho nunca al planeta», que «generó una pérdida neta para la cultura y los derechos humanos» y «creó la esclavitud, las divisiones de clase, el hambre crónica y la enfermedad». Peca —como poco— de «estadounidocentrismo», ignorando que hay regiones en el mundo como la cuenca mediterránea, donde precisamente las actividades agrarias, pastorales y silvícolas tradicionales han sido las responsables desde hace milenios de que estos territorios sean importantes puntos calientes de diversidad biocultural. Además, si bien la autora plantea algunos ejemplos de prácticas de manejo agrario más respetuosas y hace un llamamiento a participar en la transformación de las políticas agrarias que subyacen a la globalización, el capitalismo, la industrialización y el patriarcado, parece ignorar el marco de la agroecología o el movimiento por la soberanía alimentaria.
Como feminista, Lierre Keith establece relaciones con el pacifismo y con la nutrición. Comparte cómo en su proceso de cambio personal el ascetismo fue una de las opciones que valoró para satisfacer su deseo de no matar y cómo sus convicciones políticas y feministas chocaron con esa opción, por la relación del ascetismo con las religiones y de estas con el patriarcado y con el control de los cuerpos.
Sobre los argumentos en torno a cuestiones nutricionales, honestamente, la autora cita estudios epidemiológicos pero establece dudosas relaciones causa-efecto y hace escasa referencia a factores como el estilo de vida o las adaptaciones evolutivas. Me consta que hay trabajos de investigación recientes sobre la necesidad de reducir drásticamente el consumo de productos de origen animal para acercarnos a niveles de sostenibilidad ambiental más razonables y que, a su vez, plantean la dificultad de mantener niveles mínimos de micronutrientes con dietas estrictamente vegetarianas o veganas (a menos que sea con aportes suplementarios). Pero las referencias más utilizadas por Lierre Keith son otros ensayos no muy actuales y sobre todo de origen anglosajón.
En definitiva, en mi opinión, «El mito vegetariano» no es el texto más actualizado ni más «científico» en torno a todas las aristas del vegetarianismo y del veganismo, pero sí que recoge de manera impactante, eficiente y razonablemente rigurosa argumentos ecológicos, políticos y filosóficos para reflexionar sobre la (in)utilidad y las contradicciones del vegetarianismo o veganismo en la transformación hacia un mundo más justo, más sostenible y más libre de patriarcado. Nos invita a reflexionar sobre la interdependencia porque, al fin y al cabo, del mismo modo que nadie en la tierra puede vivir sin bosques o ríos, tampoco podemos vivir sin pastos.
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