Reflexiones sobre gentrificación y turismo en la Asturies rural
Eva MARTÍNEZ ÁLVAREZ e Irene GARCÍA ROCESHace unos años me fui a vivir a una aldea en la zona central de Asturies, a cinco kilómetros de La Pola, Siero, la aldea en la que crecieron mi madre, mi abuela y la abuela de mi madre. Después de mucho tiempo fuera, tenía ganas de establecerme, de echar raíces. Pensaba, y pienso, que una forma de resistencia en tiempos de crisis es seguir viviendo aquí y negarse a que nos echen. La agroecología tendría que ser una herramienta para lograrlo, expandirse como un virus, sin embargo, esta tierra y el mundo que la rodea no lo ponen nada fácil.
Intervención del proyecto SenseMurs. "El puerto como agente depredador del territorio", obra de Blu. Foto: Juanmi Ponce
La vida en las aldeas y pueblos asturianos se transformó intensamente en los últimos años. Las aldeas del centro, como la mía, por su proximidad a las ciudades, se convierten poco a poco en lugares dormitorio para las personas que trabajan en Xixón, en La Pola o en las Cuencas Mineras. Las prejubilaciones de la minería mantienen a una parte de la gente de toda la vida, esa que, por costumbre, todavía conserva huertas y ganado pero que va teniendo cada vez menos energía para poder mantenerlas. Mi vecina recuerda, melancólica, cuando la quintana estaba llena de habitantes. En las cinco casas juntas que hoy todavía existen vivían alrededor de treinta personas. Se trabajaba en la mina y en el campo. Esta economía mixta permitía a las familias disponer de alimentos y excedentes de la huerta en momentos de mayor dificultad económica.
LAS ATRACCIONES DEL CAMPO
La otra cara del abandono rural es la llegada del turismo a las costas asturianas, sobre todo las del oriente. Este proceso de ‘turistificación’ supone cambios sociales y culturales muy fuertes. Por un lado, el campo se vacía de gente campesina para empezar a llenarse de turistas y visitas temporales de personas en busca de paz y tranquilidad, de un paraíso imaginado que permita desconectar de las ciudades contaminadas de ruidos, humos y estrés. Pero la realidad del campo tampoco es la que se espera. No hay un idílico territorio con casitas, vaquitas y verdes praderas. Porque las casitas deben ser vividas, habitadas por completo; y las vaquitas y las praderas, cuidadas. No hay campo sin campesinas, por mucho que nos vendan paraísos naturales o parques temáticos sin intervención humana.
Tampoco hay bucólicas comunidades rurales con las que compartir viejas historias a la luz del fuego. La vida de las campesinas y campesinos ha sido dura, siempre pendientes de las cosechas y del clima. Más adelante, se han visto obligadas a adaptarse a los tiempos y a los mercados para seguir viviendo en sus tierras. Pero en ningún momento han sido islas utópicas de apoyo mutuo, igualdad y libertad. Están tan atravesadas por el patriarcado y el clasismo como cualquier ciudad industrial, como cualquier comunidad humana a lo largo de la historia.
El turismo rural es un fenómeno relativamente reciente en Asturies. Apenas treinta años de casas de aldea nos han hecho olvidar que la casa de la familia está abandonada en un paraje que el monte ha recuperado. El campo vuelve a ser el eterno verano infantil. Y, sin embargo, no podemos evitar el deseo de ver gentes en él, de imaginar algo permanente en esas visitas temporales; de pensar alternativas reales de vidas reales, cotidianas, asentadas en la tierra. Quizá ya no haya campesinas, pero hay nuevas pobladoras que no añoran pasados felices, sino que imaginan futuros posibles.
A pesar de la gravedad del proceso también aparecen resistencias a este fenómeno turístico. En municipios de la zona costera surgieron en su momento luchas vecinales contra la recalificación de los suelos y sus correspondientes planes de ordenación urbana, como la Asociación de Vecinos y Amigos de Llanes (AVALL) o la Asociación de Vecinos para la defensa de Otur en Valdés. Las resistencias a ver las costas y las tierras de cultivo invadidas por segundas residencias o campos de golf no son muchas, pero han conseguido en algunos casos detener la industria del ladrillo.
El campo se vacía de gente campesina para empezar a llenarse de turistas [...] Pero la realidad del campo tampoco es la que se espera. No hay un idílico territorio con casitas, vaquitas y verdes praderas. Porque las casitas deben ser vividas, habitadas por completo; y las vaquitas y las praderas, cuidadas. No hay campo sin campesinas, por mucho que nos vendan paraísos naturales o parques temáticos sin intervención humana.
NUEVAS OCUPACIONES, RESISTENCIAS NATIVAS
En Asturies, igual que en otros territorios, irse a vivir «del campo» es poco común. Sin embargo, cada vez son más las personas que se animan a construir iniciativas y proyectos que intentan sobrevivir vinculados a la tierra. Cabranes, Bimenes o Piloña, relativamente cerca de La Pola, son algunos de los lugares más demandados en los últimos años, tanto por la existencia de una red de nuevas pobladoras como por su situación geográfica, cercana a núcleos urbanos como Xixón o La Villa.
Es en estos lugares donde queremos situar la ‘gentrificación rural’, que distinguimos de la ‘turistificación’. Las razones de las neorrurales asturianas para irse a vivir al campo son variadas e incluyen desde el pasado revolucionario de la región hasta las ventajas del territorio asturiano frente al recrudecimiento de los efectos del cambio climático. También influye la imagen bucólica de un paisaje de mosaicos, valles y montañas cada vez más en decadencia, y, por supuesto, la proximidad entre costa, núcleos urbanos y montaña. Otra cuestión fundamental para la elección de un lugar es la material: el precio de la tierra. Asturies es una región empobrecida y eso supone que los precios sean más bajos que en otras zonas del Estado español con características semejantes.
Es en estos lugares donde queremos situar la ‘gentrificación rural’, que distinguimos de la ‘turistificación’. Las razones de las neorrurales asturianas para irse a vivir al campo son variadas e incluyen desde el pasado revolucionario de la región hasta las ventajas del territorio asturiano frente al recrudecimiento de los efectos del cambio climático. También influye la imagen bucólica de un paisaje de mosaicos, valles y montañas cada vez más en decadencia, y, por supuesto, la proximidad entre costa, núcleos urbanos y montaña. Otra cuestión fundamental para la elección de un lugar es la material: el precio de la tierra. Asturies es una región empobrecida y eso supone que los precios sean más bajos que en otras zonas del Estado español con características semejantes.
Más allá de la reflexión puramente económica, y frente a las dificultades que puede suponer este cambio de vida, las personas que dan el paso de irse a vivir al campo hoy tienen en común más de lo que pueda parecer a primera vista. Aunque los proyectos vitales son, en la mayoría de los casos, individuales, se busca una red de afinidad que ya habite en la zona y permita una mejor ‘integración’. Esa afinidad viene determinada por la misma concepción de vida rural, por la pertenencia a una clase social determinada (estudiantes, con apoyos familiares, que ya han recorrido otras experiencias laborales o migratorias) que puede permitirse un margen de tiempo para probar esta alternativa pero que, en todo caso, puede volver al lugar de origen o buscar otras opciones sin mirar atrás. Esta ‘itinerancia’ dificulta, aún más, la buscada ‘integración’ entre las habitantes originarias y las neorrurales, y está en la base del fracaso de muchos de estos proyectos.
Aunque se comparta el mismo territorio, tanto las prácticas como las inquietudes y las formas de ver la vida son, casi siempre, antagónicas. Y cuanto mayor sea la presión demográfica, mayor será la polarización en el vecindario. En su mayoría, la nueva población trata de mantener la estructura tradicional de las casas o huertas familiares y de asumir costumbres como las andechas o las sestaferias, aunque estas se realicen siempre entre afines. Pero son pocas las iniciativas productivas realmente arraigadas a la tierra y vinculadas a un manejo del paisaje que mantenga, y a la vez reinvente, los usos tradicionales que lo conservan.
La adopción de ciertas costumbres, las más amables, las menos cuestionadoras, no deja de ser un pequeño gesto para la comunidad originaria, pero no una seña de identidad propiamente asumida por las nuevas moradoras. La sensibilidad hacia la cultura y las tradiciones no siempre se refleja en compromisos con reivindicaciones como la defensa de la llingua o la toponimia locales. El territorio, común a todas, es un objeto en disputa cuando se trata de pensar en alternativas de vida. Para las neorrurales, su defensa pasa por una vuelta a formas de vida sencillas y más cuidadosas con el entorno, de ahí la asunción de luchas contra las líneas de alta tensión o los trenes de alta velocidad, que cuentan con el apoyo parcial de las personas locales. Para estas, la idea de desarrollo y progreso no implica volver a la iluminación con velas (o placas solares, para el caso), por lo que ven con suspicacia los discursos ecologistas de sus nuevas vecinas.
La llegada de otras pobladoras tiene efectos diversos sobre la vida del territorio y las personas que ya lo habitaban. Su concentración acaba generando una masa crítica que rompe las resistencias atávicas del paisanaje a poner en valor sus propiedades.
En todo caso, lo que está claro es que la llegada de otras pobladoras tiene efectos diversos sobre la vida del territorio y las personas que ya lo habitaban. Su concentración acaba generando una masa crítica que rompe las resistencias atávicas del paisanaje a poner en valor sus propiedades, por lo que los precios suben, ligera pero inevitablemente. No solo eso, sino que se consideran alquilables o vendibles casas que fácilmente podrían calificarse como infraviviendas; espacios mal aislados con graves problemas de humedades, filtraciones en cubiertas, instalaciones precarias… El deseo de habitar una comunidad y las posibilidades de afrontar pequeñas reformas cierran los tratos. También existe la fantasía de habitar la frontera, pero quienes no cuentan con recursos propios o familiares no les queda otra opción que recurrir a rincones económicos, escondidos entre la espesura, donde iniciar sus proyectos vitales y cumplir sus sueños. Estas alternativas, además de encontrarse fuera del orden urbanístico, tienen el estigma de ‘marginales’ para la comunidad originaria.
Por otra parte, los efectos también pueden ser positivos. La llegada de gente nueva permite que se mantengan abiertos colegios rurales que, de otra forma, estarían en proceso de cierre o pertenecerían ya al olvido. Para una población tan envejecida como la asturiana, que los pueblos vuelvan a contar con niñas y niños jugando en las plazas es muy buena noticia. Y también lo que conllevan: actividades sociales, recuperación de fiestas tradicionales, aparición de otras formas de sociabilidad...
La complejidad de las relaciones y los intentos —aunque sean individuales— de acogida e integración generan tensiones cotidianas que aún están por resolver en muchos lugares. Y, como ya comentamos, son clave a la hora de analizar el éxito o fracaso del nuevo poblamiento rural.
¿Y QUÉ DECIMOS LAS FEMINISTAS?
Comenzaba el texto hablando de mi aldea, que es la de mi madre y fue la de mi abuela y la de varias generaciones de mujeres, con las que necesariamente se cerraría este círculo de vidas campesinas, éxodos y nuevas ruralidades. Los vínculos y alianzas entre estas mujeres, pobladoras antiguas y nuevas, pueden contribuir a visibilizar su papel como transmisoras de cultura, conocimientos y tradiciones, a la vez que cuestionan las relaciones de poder que atraviesan tanto la cultura campesina y de los pueblos como a los colectivos de nuevos pobladores. Esta posible alianza está llena de contradicciones y de conflictos entre los pensamientos situados de unas y de otras. Muchas veces las nuevas pobladoras reproducen discursos feministas muy centrados en realidades urbanas de mujeres blancas, de clase media, que chocan con otras realidades apegadas a la tierra, las vividas por las mujeres campesinas. Este choque produce, en ocasiones, un desentendimiento mutuo, que se agudiza si no somos capaces de repensar juntas otros modelos de relaciones, de vidas o de familias, también en y desde lo rural. Las dudas, tan presentes siempre en nuestros discursos, se trasladan allá donde nos reunamos a construir: ¿qué tradiciones mantener y cuáles no?, ¿cómo mantener las tradiciones y al mismo tiempo incorporar perspectivas feministas que cuestionen las relaciones de poder que se dan en la culturas campesinas sin caer en el etnocentrismo?
La vuelta a la aldea, a la comunidad rural imaginada o real, no es solamente una cuestión de deseo individual o de búsqueda colectiva de paraísos perdidos. Nuestros caminos se cruzan, necesariamente, con las que ya habitan el territorio, con sus necesidades y deseos, con sus formas de hacer.
Frente a la dicotomía entre campos vacíos y parques temáticos, tradición y ‘modernidad’, campesinas y neorrurales, está el empeño de unas pocas personas en sostener unas formas de vida en proceso de cambio, ¿hacia la adaptación permanente o la desaparición total?
NOTA: Las autoras, para el proceso de reflexión que ha dado lugar a este texto, han recogido puntos de vista diversos, entre los que agradecen especialmente el de Miguel Fresno Tomás.