Las huellas de nuestra tierra. Ilustración de Patricia Bolinches
Esperamos que estos contenidos provoquen controversia y reflexión. La actividad turística en pequeñas dimensiones tiene la capacidad de ser algo hermoso y generador de intercambios y diálogos que difuminen supuestas dicotomías como la urbana y la rural o que derriben estereotipos y fronteras, tanto externas como internas. Pero como ocurre con tantas otras cosas, encajada en los moldes de la búsqueda ciega de beneficio, mercantiliza lo material y lo inmaterial, y transforma irreversiblemente los territorios.
Como le gusta contar a Jorge Riechmann, poeta muy atento a la prensa, en más de una ocasión en los últimos años han aparecido noticias sobre una nueva moda. En nuestras playas ya es casi un rito apilar piedras en originales formas, a modo de pequeños monolitos, de pequeñas pirámides, como tótems con los que agradecer esos días de vacaciones o como selfis naturalizados, pues no dejan de ser una forma más de inmortalizar el momento y de decir «yo he estado aquí».
Es una moda que a simple vista parece simpática, mística y artística, y desde luego inofensiva. Pero deja de ser así cuando el turismo empieza a ofertarse a gran escala y se convierte en industria, y de repente hay miles de turistas haciendo lo mismo en temporada alta. Los impactos de toneladas de piedras desplazadas de su lugar ya se han cuantificado sobre la fauna y la flora local. ¿Son igual de vulnerables las comunidades humanas que habitan esas zonas costeras?
Hemos querido partir de este punto de vista de la vulnerabilidad para construir un número que nos ayude a entender la interacción entre actividad turística y medio rural en el marco de la sociedad de consumo capitalista. Para ello hemos acudido a personas que se dedican a estudiar estas relaciones, pero también a quienes las sufren o las aprovechan desde territorios como Asturias, Illes Balears o Catalunya, abriendo debates nuevos como la gentrificación que puede provocar la población neorrural o descubriendo nuevas propuestas como el pasturismo.
Esperamos que estos contenidos provoquen controversia y reflexión. La actividad turística en pequeñas dimensiones tiene la capacidad de ser algo hermoso y generador de intercambios y diálogos que difuminen supuestas dicotomías como la urbana y la rural o que derriben estereotipos y fronteras, tanto externas como internas. Pero como ocurre con tantas otras cosas, encajada en los moldes de la búsqueda ciega de beneficio, mercantiliza lo material y lo inmaterial, y transforma irreversiblemente los territorios. Que el balance final sea bueno o malo depende de cada caso y de quien lo mire, pero desde la revista Soberanía Alimentaria, Biodiversidad y Culturas apostamos por dejar a un lado los cristales convencionales y valorar otras dimensiones de la economía, como la vida.
En «En pie de espiga» escuchamos la voz de las organizaciones sociales que recientemente han conseguido la prohibición de la minería a cielo abierto en El Salvador, y nos conectamos con nuestras abuelas y bisabuelas para reflexionar sobre nuestras necesidades, el uso de los recursos y las relaciones con los animales. Las «Visitas de campo» nos llevan a todos esos establos en los que se almacenan sacos llenos de lana, el que fue el producto de exportación más importante de la península ibérica, que numerosos colectivos trabajan hoy por recuperar. Y también a Mercavalencia, en una de cuyas inmensas naves existe un mercado en resistencia, la tira de comptar.
En estas fechas puede que muchas de vosotras estéis leyendo esta revista en el pueblo donde residís o donde habéis ido a pasar unos días de descanso; como dice Cristóbal en su «Palabra de campo», «pueblos donde nos hemos criado con las puertas de nuestras casas abiertas para que entre el fresco de las tardes de verano y para crear comunidad». ¡Buen verano de puertas abiertas!