Oleg LAZOVSKI
Foto: Jaime Escribano
Últimamente, es fácil ver titulares que vinculan al rural términos como despoblación, abandono, éxodo, etc. Efectivamente, en los últimos años numerosos estudios han mostrado que nuestro espacio rural (o la mayor parte de él) está atravesando un proceso de muda tanto económica como social. Para más inri, el proceso está siendo tan acelerado que nuestra capacidad de reacción se ve menguada por no saber contestar con precisión a una simple pregunta: ¿por qué lo estamos perdiendo? Algunas voces afirman que la transformación del sistema productivo, en su carrera por avanzar, ha dejado en el banquillo las dinámicas relacionadas con el rural. Otras aseguran que este fenómeno de transformación es algo cíclico y que los espacios rurales están en un proceso de adaptación a nuevos ritmos del mundo contemporáneo. A la postre hasta hay quien dice que el rural que conocimos antaño es muy aburrido y monótono, y que solo adquiriendo una multifuncionalidad de su espacio podrá alzarse de nuevo.
Cada vez más, podemos observar la constante evolución de los espacios rurales. Con frecuencia nos topamos con esa «multifuncionalidad», enclaustrada en acciones y proyectos de índole vacacional con la finalidad de aprovechar territorios con dinámicas clásicas en proceso de agotamiento. Efectivamente, las actividades turísticas se están proyectando como las hadas salvadoras de un rural cuyo olor ha cambiado de esencia. Estamos intentando levantar pilares nuevos sobre fundamentos añejos. Pero las leyes de la oferta-demanda guían estos procesos, y a menudo somos testigos de la siembra de reconstrucciones de aquello que antaño florecía de manera natural. Cabe destacar que el nuevo visitante del rural también ha cambiado. Con el paso del tiempo el frenetismo urbano ha ido forjando a la sociedad según sus normas, haciendo que la parábola entre el rural y la ciudad se abra progresivamente. Por ello, algunas personas ya no relacionan la aldea con el espacio residencial, sino con un santuario de reposo emocional lejos de la jungla de asfalto.
La idea de que el turismo salvará nuestro rural está ganando puntos in crescendo. Una actividad relativamente pionera se está haciendo hueco en unos territorios desarmados de ideas. Pero ¿qué se pretende lograr exactamente? Algunos proyectos, sobre todo en comunidades como Asturias y Galicia, apuestan por la reconstrucción de aldeas como símbolo de perdurabilidad de la memoria —pero sin olvidarnos de la finalidad lucrativa—. Un enfoque honorable, que pretende salvaguardar las diferentes vicisitudes que la aldea ha ido acumulando entre sus paredes durante muchos lustros. Pero el clon siempre dista del original, tanto en aspectos arquitectónicos —donde el pladur ha de convivir con la piedra de granito— como en aspectos socioculturales. Precisamente ese vacío social, carente del olor a leña quemada que recorría las calles de la aldea, es algo que el turista moderno está condenado a aceptar sin más. Donde antes sonaba la armoniosa orquesta del rural formada por la forja del herrero, el chiflo del afilador y el cacareo de las gallinas, hoy hemos de claudicar y aceptar el silencio de mala gana. Y es que la suma de objetos, circunstancias, olores y sonidos que formaban el concepto de aldea se ha disipado dando paso a una valiente reconstrucción.
Las actividades turísticas se están proyectando como las hadas salvadoras de un rural cuyo olor ha cambiado de esencia.
Soy un enamorado del rural, pero como la mayoría de los que me rodean soy incapaz de ser un amante fiel y dedicarle todo mi tiempo. Durante mis innumerables viajes por el rural gallego y asturiano he compartido una considerable cantidad de conversaciones de taberna con todo tipo de personas, tanto con las anfitrionas como con las urbanitas aventureras como yo. En buena parte, mi concepción del rural moderno está construida por el discurso de aquellas cuyo tiempo les permite disfrutar de ese ámbito en pequeñas raciones. Una de las reflexiones más significativas fue fruto de un discurso de un matrimonio madrileño (que rondaba los sesenta) y, cómo no, de un buen mencía. Con un tono de aceptación y sin notas de repudio afirmaban: «No hay tiempo. El tiempo nos domina. Siempre es el tiempo. Lo odiamos y lo queremos. La escapada rural nos hace olvidar por un instante ese vínculo, pero la inercia nos vuelve a empujar a la sumisión del tiempo, y volvemos a la ciudad de nuevo». Una reflexión que nos lleva a cuestionarnos de dónde viene ese magnetismo que nos hace regresar a la ciudad y por qué no encontramos en el rural lo que antaño saciaba nuestro apetito vital.
Hemos mutado, nos hemos dejado llevar por un río de neón que nos lleva hacia el otro extremo donde el tempo de la aldea ya no es capaz de llenar los nichos de nuestras necesidades cotidianas. Estamos ante una encrucijada, donde la comodidad y la impasibilidad amenazan con que el tiempo decida por nosotros. Y quizás llegue el día que nos topemos con un gallinero de plástico (que nunca hemos querido aceptar) construido con nuestras propias manos.