Marc Badal
Mural Libro Abierto. Juzbado (Salamanca). Autores: Joaquín Vila y Pablo S. Herrero
De noche, vistas desde el espacio exterior, las aglomeraciones urbanas dibujan una constelación de manchas incandescentes en la Tierra. Entre ellas, una trama casi continua de puntos luminosos salpica el fondo que permanece en la oscuridad. El medio rural es esta zona que todavía no ha sido iluminada.
El contraste lumínico que imprimen las ciudades sobre la faz dormida de los continentes puede entenderse como la materialización gráfica de la metáfora que ha vertebrado la modernidad: la luz de la razón imponiéndose a las tinieblas. Lo rural, en su condición de realidad invisible, solamente aparece en escena cuando se ve señalado. Cuando alguien dirige los focos hacia ese territorio oculto, como si de un interrogatorio policial se tratara, debe responder ante las conjeturas de quien tiene el poder de formular las preguntas. Es la ciudad, o determinados sectores sociales que la habitan, quien se escuda tras la lámpara que deslumbra al sospechoso.
Su poder reside en el control de la esfera económica, política y militar. Los ministerios y los parlamentos, las sedes centrales de los bancos o los cuarteles generales no se hallan por casualidad en el corazón de las capitales, pero es, quizás, el poder cultural de la ciudad el más inapelable. A diferencia de lo que ocurre en los otros ámbitos, en el terreno del discurso y del relato, la ciudad no necesita al medio rural para abastecerse de materias primas —recursos materiales, mano de obra, votantes, reclutas...— o para depositar las excrecencias y nocividades que, forzosamente, debe externalizar. En el terreno de lo cultural, la ciudad se basta a sí misma para indagar, definir, nombrar y caracterizar todo cuanto existe.
Lo urbano, por supuesto, cuenta con su propia marginalidad, pero el simple hecho de vernos obligados a reconocer la esencia heterogénea y conflictiva de la ciudad, constituye una prueba más de su dominio. No se puede pensar en ella sin atender a sus propias contradicciones y, sin embargo, nadie se extraña por tratar el mundo rural como si fuera una realidad singular y monolítica.
Es evidente que bajo la geografía laminada impuesta por la industrialización de las actividades agrarias, o por el abandono, en aquellas zonas que no han sido capaces de aguantar el ritmo de la modernización, los rasgos que permitían orientarse a través de los distintos universos de la ruralidad se desvanecen. La uniformización que nos impide saber a qué ciudad estamos llegando cuando atravesamos sus arrabales de polígonos y nudos viarios se está extendiendo al conjunto del territorio. En un plano topográfico y, sobre todo, antropológico.
Aunque la Real Academia Española todavía no se ha atrevido a borrar del diccionario la primera acepción de la palabra cultura (cultivo), cuando pensamos en este concepto, intuitivamente nos vienen dos aspectos a la cabeza. El primero vendría a ser el conjunto de representaciones, costumbres, rasgos o maneras de hacer propias de un determinado sector social. En este sentido, el proceso de desagrarización que está convirtiendo a la agricultura en una actividad marginal en el propio medio rural, viene a reforzar el proceso de colonización del estilo de vida urbano. Se trata de una tendencia que dista mucho de haberse consumado, pero las señales de que algo ha cambiado en nuestros pueblos y aldeas son demasiado llamativas para no reconocerlas. La conexión permanente con el mundo simultánea al desarraigo del entorno más inmediato, la fractura entre la esfera doméstica y la del trabajo, el hundimiento del entramado comunitario, la estandarización de cualquier actividad económica y la homogeneización de unos paisajes que se mueven entre el abandono y la artificialización extrema... Todo ello nos acerca a un escenario en el que el medio rural se transforma en un nuevo espacio urbano marginal.
Por otro lado, la cultura también puede entenderse como algo que se produce y se ostenta. El desequilibrio entre lo urbano y lo rural adquiere aquí su máxima expresión. No se trata solamente de que las universidades, los teatros o las galerías de arte se ubiquen invariablemente en la ciudad sino que, salvo raras excepciones, quienes transitan por este mundo cultural parecen dirigirse exclusivamente a una audiencia que vive de espaldas a todo cuanto queda fuera de los confines de la propia ciudad.
En este monólogo, el medio rural, convertido en objeto, se ve modelado a capricho de los prejuicios de quien habla por él. Los argumentos pueden variar. También el tono y las intenciones, pero siempre nos hallamos ante un ejercicio similar de ventriloquía. El campo, dicho desde lo urbano, puede adquirir los rasgos de un espacio claustrofóbico, retorcido y embrutecedor, así como encarnar la esencia pura de lo edénico. Para entender lo que ocurre en el medio rural es necesario atravesar los meandros de la producción académica, artística o periodística, pero, sobre todo, desbrozar la fuerte carga ideológica que impregna sus falsos atajos discursivos.
El arte como nicho ecosófico
Carla Roca, artista y técnica responsable del Centre de la Cultura de l'Oli de Catalunya
Imaginemos una realidad estratificada, hecha de capas que se extienden y entrecruzan entre sí. Como seres sociales insertos en una cultura concreta, sostenemos nuestra vida cotidiana en todos y cada uno de esos planos: desde aquello más inconsciente a la cosa más palpable.
El actual estado avanzado de la globalización, caracterizado por el flujo constante de información, produce un choque inevitable de símbolos y signos en el día a día. La omnipresencia de la imagen, definida por autores como Lipovetsky y Serroy como «estetización de la vida», provoca una sobrecarga de la sensibilidad, que afecta profundamente al tejido social y a sus flujos relacionales.
La mercantilización de la cultura y el arte es, a su vez, causa y consecuencia de este estado de las cosas. Aquello que idealmente podría haber sido un nicho ecosófico1, un entorno poliédrico donde cuestionar y experimentar nuestras interacciones, ha acontecido escenario de profundas tensiones materiales y simbólicas. El imaginario colectivo hace equilibrios para no caer herido de muerte por el descrédito, el individualismo, las tradiciones y el pensamiento hegemónico.
Sin embargo, de nuestra naturaleza creativa se derivan potencialidades de las cuales pueden emerger cambios de gran calado. Y es desde esta conciencia de autoría compartida, del hecho que todas producimos, recibimos y replicamos material simbólico, desde donde debemos construir el empoderamiento colectivo. En este sentido, la artista, en cuanto dinamizadora cultural, es un agente clave en el proceso de transformación de la comunidad. Su tarea es (o debiera ser) un ejercicio de militancia2 que incorpore y active a la población en la práctica estética, sin que esto quede reducido a la contestación o la provocación. Reivindicamos el papel de las artistas como ciudadanas, vecinas, compañeras, amantes y amigas; sujetos que trabajan por el desarrollo de su territorio y sus gentes, en el sentido más amplio de la palabra. Y su tarea, como un recordatorio amable y constante del valor de los vínculos sin los cuales no podemos ser.
1. Guattari, F., (2000) Las tres ecologías, València: Pre-Textos.
2. Benjamin, W., (2004) El autor como productor, México: Editorial Ítaca.
Más allá de esta cosificación que relega al mundo rural a la condición de personaje o paisaje narrativo, existen otras relaciones entre el mundo de la cultura y el campo. Una de ellas es la que se establece a través de quienes se exilian voluntariamente a un entorno rural en busca de un lugar donde el reposo y el silencio se alíen con la actividad creativa. Aunque los contenidos de su obra no tienen por qué estar vinculados a lo que ocurre en ese espacio, desde un punto de vista sociológico, económico y cultural, la presencia de talleres artísticos o intelectuales en pueblos pequeños o zonas relativamente despobladas deja su huella en el horizonte cotidiano que las acoge.
El campo puede ser también un escenario donde se muestra o representa algún tipo de expresión cultural. Es aquí donde aparecen todos esos elementos, más o menos folklorizantes, que podrían entenderse como retazos de una cultura rural en pleno proceso de hundimiento y desnaturalización. Desprovistas de su dimensión comunitaria y desvinculadas del modo de vida que las alumbró, estas expresiones adoptan el carácter de espectáculos destinados a entretener a un turista que se deleita con su atávico exotismo o a reforzar los estériles sentimientos identitarios de la población local. Es lícito reconocer, sin embargo, que algunos de estos eventos son capaces de activar procesos interesantes en el seno de las maltrechas comunidades rurales. Dejando a un lado las polémicas que a veces suscitan (cuestiones de género, maltrato animal, connotaciones clasistas, elementos religiosos...), quizás, el mayor problema vinculado a estos últimos testimonios del mundo rural tradicional es que constituyen, prácticamente, la única oferta de una programación cultural reducida a las orquestas o, en su versión precaria, al sintetizador que ameniza las fiestas patronales.
Una infinidad de equipamientos financiados con fondos europeos y concebidos, supuestamente, para dinamizar cierto movimiento cultural en los pueblos permanecen a la espera de que alguien les encuentre alguna utilidad más allá de almacenar sillas y mesas plegables. Bibliotecas itinerantes recorriendo decenas de kilómetros para atender un número ridículo de usuarios. Charlas o espectáculos a los que, salvo raras excepciones, asisten exclusivamente sus organizadores. Por mucho que sea un tópico recurrente, a menudo, el medio rural se asemeja a un vasto y sofocante desierto.
Existe, por último, una aproximación a lo rural desde el mundo de la cultura que intenta activar procesos de reflexión colectiva y de transformación a través de las herramientas y del lenguaje artístico. Algunas de estas iniciativas se orientan hacia la creación de espacios y dinámicas que pretenden sacudir el sopor y el desánimo reinante en las zonas más despobladas o remendar el tejido comunitario en localidades mayores. Festivales de cine temático en aldeas de montaña, muestras de teatro callejero, conciertos en caseríos, bienales de arte contemporáneo en antiguos edificios agrarios, etc. El reto al que se enfrentan estas prácticas es conectar con la población autóctona y desprenderse de su evidente tendencia al paracaidismo.
Más allá de la cosificación que relega al mundo rural a la condición de personaje o paisaje narrativo, existen otras relaciones entre el mundo de la cultura y el campo.
Con los mismos objetivos, pero a través de planteamientos muy diferentes, empiezan a desarrollarse proyectos, generalmente desde el mundo del arte, que ponen el foco en las actividades agrarias y los conocimientos que las sostienen. Suelen plantear mecanismos para visibilizar las críticas al modelo de desarrollo rural y al sistema alimentario hegemónico, colaborando estrechamente con el sector primario de un territorio determinado, recogiendo y amplificando la voz de quienes nunca la tuvieron. Las pocas experiencias que hasta ahora han explorado este camino representan, sin duda, una posibilidad para devolver parte de la dignidad negada a quienes viven de trabajar la tierra. Ensayos exploratorios para reconocer la condición de sujeto y de agente activo que siempre se le ha negado al mundo rural y a quienes lo han mantenido vivo.