Fernando Fernández Such
Hace casi un año y medio, un dirigente agrario me reconocía la preocupación existente en su organización por el hecho de que sus bases cada vez reaccionaban de forma más conservadora ante los problemas, y por la dificultad de introducir posiciones y debates más amplios.
Convertir los sentimientos de abandono, frustración e incomprensión en movilización política, es algo relativamente fácil, justo y legítimo. Sin embargo, cuando se adereza con la cuestión identitaria sin espacio para el debate y se identifican enemigos absolutos sin tener en cuenta que quizás podrían introducir elementos a considerar, empezamos a tener un problema. Observo desde entonces una deriva política preocupante en ciertos sectores sociales del mundo rural, que, sintiéndose menospreciados o atacados, reaccionan encerrándose cada vez más en sus principios y evolucionan hacia posiciones que nada tienen que ver con la defensa del mundo rural. Seguí con atención la convocatoria y extensión en redes sociales de la manifestación por la caza y en defensa de las tradiciones rurales del pasado 30 de septiembre en Córdoba y estoy siguiendo la próxima manifestación masiva que se está preparando para el 3 de marzo con el mismo lema: «En Defensa del Mundo Rural y sus Tradiciones».
Cada vez más frecuentemente, asisto con estupor a conversaciones de bar, o en los mercados o en el vermut de la fiesta, cargadas de comentarios que, sin más, pasan de defender la caza o la necesidad de controlar la fauna al ataque feroz a las organizaciones ecologistas; y de ahí, también sin más, a la defensa, cómo no, de España y sus tradiciones. Me preocupa ver banderas españolas preconstitucionales en manifestaciones por el agua o el regadío, o cuando algunas personas convocantes transigen con que aparezca la foto del «caudillo» y luego no se desmarcan. Cuando en algunos chats o grupos de comunicación, siempre sobre los mismos temas, se ven comentarios directamente fascistas o racistas, me pregunto: ¿dónde está todo el esfuerzo impulsado en las últimas décadas —no años, décadas— en defensa de la soberanía alimentaria y de un mundo rural vivo, abierto y solidario?
La estrategia reaccionaria y de autodefensa se desarrolla en varios pasos:
Se parte de un sentimiento de abandono y menosprecio de los valores y la forma de vida rural —cuestión con la que estoy de acuerdo.
Se identifican, de forma simplista, valores rurales con ciertas actividades como la caza, la pesca o la tauromaquia, que se elevan a la categoría de identitarias, olvidando que hoy el mundo rural no es un espacio aislado del resto de la sociedad y que no a todas las personas les gustan estas actividades.
Se reducen problemas complejos, como el futuro de los regadíos y las políticas de aguas, el control de la fauna salvaje, los incendios forestales o las condiciones de trabajo de los temporeros agrícolas, sobre los que toda la sociedad tiene derecho a opinar, a una cuestión en la que las necesidades de la población rural o agraria se contraponen a las de la urbana.
Se identifica a un colectivo o grupo como enemigo: la sociedad urbana —los partidos urbanos que no entienden— o, de forma más grave, a las organizaciones ecologistas o a las propias personas ecologistas.
Partiendo de este caldo, debemos tener en cuenta que, como explica la moderna sociología política, no es el electorado quien elige a sus representantes, sino que son más bien los partidos políticos quienes deciden cuáles son sus grupos meta. Para ellos se trata, entonces, de analizar en torno a qué cuestiones se unen las mayorías ciudadanas, elegir bien los temas aglutinadores y sumar una coalición social y políticamente compatible que sea capaz de alcanzar mayorías. Sin embargo, la relación entre temas aglutinadores y el voto a favor de una determinada opción política no es automática, sino que influye también el grado de politización o conciencia de los grupos, y esto se puede o se debe favorecer desde un actor externo. Por ello, me hago varias preguntar para tratar de comprender lo que observo:
¿Conviene comparar lo que está sucediendo en otros países como Francia, Reino Unido, Alemania o Austria?
No puedo dejar de preocuparme por el advenimiento de partidos de ultraderecha o fascistas en toda Europa. Todos estos partidos se han construido sobre elementos comunes, pero también sobre grupos de electores similares. Observo con preocupación cómo, en general, en todos ellos el electorado rural y agrario conforma una de sus bases, como es el caso de la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas de 2017. Allí el sector agrario y ganadero distribuyó su voto con un 60 % a favor del Frente Nacional de Le Pen, otro porcentaje de en torno a un 30 % votó por Fillon y Macron y un porcentaje pequeño votó por la Francia Insumisa. Pero, además, es preocupante que Le Pen encontrara su granero rural de votos en el pequeño y mediano campesinado, en las personas jubiladas agrarias y obreras del campo, ya que las vinculadas a la agroindustria o a la agricultura a gran escala optaron por el voto liberal en sentido económico.
Debemos tener en cuenta que, como explica la moderna sociología política, no es el electorado quien elige a sus representantes, sino que son más bien los partidos políticos quienes deciden cuáles son sus grupos meta.
¿Dónde está el voto más reaccionario y por qué no ha surgido en el Estado español todavía un partido de ultraderecha?
En los últimos tiempos, se han publicado numerosos artículos que plantean esta pregunta. Las explicaciones son compartidas, aunque cada uno pone el énfasis en unas u otras. Entre las razones evidentes está la propia herencia, larga y cercana, de la dictadura franquista; otra es que la propia configuración del Partido Popular (PP) y su origen en Alianza Popular, integró a personalidades importantes y fuertes del régimen fascista que arrastraron al electorado más conservador; la tercera de las razones tiene que ver con el hecho de que la ultraderecha española no se ha «modernizado», ni aunque solo sea en la estética y en las formas. Por último, las diversas facciones de la ultraderecha española están permanentemente a la gresca entre ellas.
¿Tiene el Partido Popular algo que ver?
Situando entre el 0 y el 10 todo el rango ideológico, en el que el 0 es la extrema izquierda y el 10 la extrema derecha, la realidad es que todos los análisis de la base social y electoral del PP lo sitúan en un rango ideológico que va desde el 6 al 10. Sin embargo, el precipitado proceso de ruptura del Régimen del 78 y la quiebra del bipartidismo que de facto ha existido durante los últimos 40 años, puede haber acelerado movimientos que todavía hoy no alcanzamos a saber dónde acabarán. Por una parte, el surgimiento de Ciudadanos como fuerza en el espectro conservador-liberal le ha restado en torno al 10 % de los votos justo de la parte más liberal, 6-7. Por otra parte, y pensando en clave electoral, el PP sabe que si quiere volver a ser un partido hegemónico tiene que tratar de recuperar parte de esos votos y desde luego afianzarse en el lado de más a la derecha. Tras el fracaso de VOX, podemos considerar que el Partido Popular ha elegido la vía más fácil, rápida y rentable, y para ello se apoyan allí donde las estadísticas les dan mayor fuerza: por desgracia, en el medio rural.
No es una estrategia torpe, para nada. Los analistas del Partido Popular saben que 25 000 votos en las 25 provincias más rurales suponen la diferencia entre tener 30 diputados más o menos que el PSOE y Unidos Podemos, repartidos entre ellos. Afianzar los elementos culturales e identitarios es lo más práctico. El PP ha disfrutado de la casi total hegemonía electoral en el mundo rural hasta las últimas elecciones municipales, en las que, a pesar de que siguieron saliendo vencedores, el voto se dispersó en un grado nunca conocido desde las primeras elecciones municipales de la democracia en el año 1979.
¿Está haciendo alguien este trabajo de aglutinación?
Yo me arriesgaría a decir que sí. Este conjunto de temas identitarios que se erigen en la «esencia de la ruralidad» ha ido tomando forma desde hace apenas medio año. El 12 de julio de 2017 se constituyó la Alianza Rural Española, formada por 150 organizaciones y liderada por ASAJA, la Real Federación de Asociaciones de Caza de España o la Asociación Internacional de la Tauromaquia. Desde entonces, se han celebrado nada menos que 6 asambleas.
En su documento fundacional se plantean, entre otros temas, «la importancia de estar unidos en un frente común ante los múltiples agravios que se padecen de forma endémica y por diferentes organizaciones amparadas bajo la denominación de ecologistas, que pretenden en sus acciones la aniquilación de las tradiciones y supervivencia de las gentes que viven en el mundo rural». Entre las organizaciones integrantes destacan dos partidos políticos: Acción Natural Ibérica (ANATUR) y Tradición y Futuro. Lo que me resulta relevante es que en el año justo que llevamos de legislatura, el Partido Popular haya presentado 8 iniciativas distintas, todas relacionadas con las propuestas de esta alianza.
Retos del movimiento por un mundo rural vivo
Dicho todo esto, no me gustaría terminar el artículo sin pensar en las responsabilidades que existen en otros ámbitos sociales y políticos para que estas visiones del mundo rural triunfen y, sobre todo, en los retos que deberíamos asumir por nuestra parte.
Para empezar, el avance del movimiento animalista es un hecho innegable que merecería un análisis profundo. Han tenido la virtud de plantear cuestiones éticas que el antropocentrismo dominante no nos había permitido analizar hasta la fecha. El movimiento animalista puede resultar un aliado social importante en muchos temas como, por ejemplo, la crítica del modelo de ganadería industrial, entre otros. Sin embargo, vincular sin más el animalismo con el ecologismo, desde mi punto de vista es un error que ha hecho que ciertos mensajes salgan del movimiento animalista como si fueran del conjunto del movimiento ambientalista. Es evidente que ciertos ámbitos radicalizados del animalismo pueden ser ofensivos y agresivos, y los escarceos de las organizaciones ecologistas con estos sectores buscando impacto mediático les acaba situando en el mismo lugar sin matices, lo que ha provocado reacciones de autodefensa del propio sector agropecuario sin que se hayan producido muchos esfuerzos por ninguna de las partes para comprender las diferentes posturas.
Pero me quiero fijar en otros dos espacios. Por una parte, en la responsabilidad histórica de los partidos políticos de izquierdas, que no han comprendido el mundo rural y que han considerado que el sector primario era atrasado y que estaba llamado a desaparecer. Nunca han entendido el potencial de transformación de la economía campesina y comunitaria, ni del modelo social y familiar de producción y no han hecho mucho esfuerzo por tratar de profundizar en ello. Tampoco han comprendido los valores que sustentan las sociedades rurales y que serían necesarios para un nuevo modelo de desarrollo. En cierta forma, por simple incomprensión, dejaron el terreno rural a la derecha clásica. En los últimos años, las banderas de la soberanía alimentaria y de la defensa de un mundo rural vivo han prendido en sus planteamientos, pero quizás hayan llegado un poco tarde, y en todo caso, ahora falta defenderlos y extenderlos como alternativa.
¿Cuál es la responsabilidad de las organizaciones agrarias y los movimientos sociales que desde hace ya 20 años hemos ido sembrando la idea de la soberanía alimentaria, articulando diferentes plataformas y redes por un mundo rural vivo?
Por otra parte, ¿cuál es la responsabilidad de las organizaciones agrarias y los movimientos sociales que desde hace ya 20 años hemos ido sembrando la idea de la soberanía alimentaria, articulando diferentes plataformas y redes por un mundo rural vivo? Sabemos que somos cientos de grupos más o menos numerosos y miles de experiencias. Nos reconocemos como alternativa de futuro para el mundo rural, para el sector agropecuario, para el medio ambiente y para alcanzar un mundo sin hambre. Tenemos propuestas de profundidad y calado; y, sin embargo, no sé hasta qué punto hemos dado pasos para tratar de ganar terreno en los límites de nuestra comodidad ideológica o para debatir con los sectores que defienden otro modelo, o incluso para arriesgarnos a plantear y defender las propuestas en un plano más institucional. En el fondo, estamos dejando de ejercer nuestra responsabilidad como actor social y político y nuestra debilidad acaba por dar espacio a estos otros movimientos y sectores que dicen defender al mundo rural.