Hacia un análisis feminista de la globalización agroalimentaria
Juana Moreno Nieto y Emmanuelle Hellio
Invernaderos de fresa en Moulay Bousselham. Marruecos 2012. Foto: Juana Moreno Nieto
El cultivo de fresa de contraestación constituye un modelo paradigmático de la globalización agroalimentaria. Se trata de una agricultura muy tecnificada y orientada a la exportación que necesita una gran cantidad de insumos (pesticidas, fertilizantes, plásticos de invernaderos, variedades patentadas de plantas…) y depende de las grandes cadenas de distribución para su comercialización en los mercados europeos. Es, asimismo, una agricultura intensiva en mano de obra que emplea aproximadamente a 60 000 temporeras y temporeros en la provincia de Huelva y a más de 20 000 obreras agrícolas en el norte de Marruecos.
Estos dos enclaves de producción intensiva de fresa ocupan una posición periférica en la cadena agroalimentaria, controlada por las grandes corporaciones de desarrollo de insumos y las grandes superficies comerciales que imponen precios y condiciones de venta. Ello hace que la reducción de los costes del trabajo constituya una de las principales estrategias de las empresas, agricultores y agricultoras para garantizar la rentabilidad del cultivo. El carácter altamente perecedero de la fresa, que debe recorrer miles de kilómetros hasta la mesa de los consumidores y las consumidoras en el norte de Europa, acentúa la importancia de una mano de obra abundante y disponible que asegure la recolección.
HUELVA: DE LAS FAMILIAS ANDALUZAS A LA CONTRATACIÓN EN ORIGEN DE MADRES MARROQUÍES
En la provincia de Huelva, el cultivo de la fresa comenzó en los años sesenta y durante los primeros años reposó sobre el trabajo de la mano de obra familiar en pequeñas explotaciones de 1 a 2 hectáreas. En la actualidad, se trata de un cultivo que, junto con el de otros frutos rojos, se extiende sobre unas 10 000 hectáreas de invernaderos que han dado lugar a un mar de plástico en el extremo occidental de Andalucía. Asimismo, se ha registrado un incremento del tamaño medio de las explotaciones que en 2004 era de 15 hectáreas. Durante los años noventa, la mano de obra familiar y las familias jornaleras andaluzas fueron sustituidas por temporeros extranjeros, principalmente hombres procedentes del Magreb y del África subsahariana. A continuación, las movilizaciones protagonizadas por estos trabajadores tuvieron como consecuencia su sustitución por jornaleras extranjeras traídas exclusivamente para la temporada a través de un programa de contratación en origen. Desde el principio, los empleadores [1] privilegiaron el reclutamiento de mano de obra femenina, en un primer momento, en países de Europa del Este como Rumanía o Polonia; a partir de 2006-2007, con la entrada de estos países en la Unión Europea, los contratos se redirigieron hacia Marruecos.
En Marruecos, la patronal fresera española y la Agencia Nacional de Empleo marroquí (ANAPEC), establecieron la contratación exclusiva de mujeres casadas, divorciadas o viudas, con hijos e hijas menores de 13 años a su cargo. Con ello pretendían asegurarse el retorno de estas mujeres a su país al finalizar la temporada, como está previsto en el programa. La identificación de las mujeres como principales proveedoras del trabajo de cuidados en el hogar, llevó a empleadores e instituciones a considerarlas como la mano de obra idónea, es decir, disponible cuando se la necesita y reenviable a sus responsabilidades familiares cuando no es el caso.
Este programa ofrece, igualmente, una gran flexibilidad a la hora de organizar los flujos de trabajadoras. Así, la Agencia Nacional de Empleo marroquí responde «just in time» a las demandas de cada explotación agrícola que solicita la llegada de las trabajadoras en función de la evolución de la campaña, independientemente de la estimación inicial que hubieran realizado al principio. Este sistema implica que numerosas trabajadoras se queden en Marruecos tras haber hecho todas las gestiones y preparativos para salir. Las que finalmente viajan tampoco tienen garantizada la continuidad del trabajo una vez en España. A pesar de que el acuerdo para el contingente indica que se debe garantizar una actividad continua fijada en Huelva en un mínimo de 18 jornadas al mes, se trata de una norma poco respetada en el sector. Esta situación permite disponer de una reserva de trabajadoras en las fincas que garantiza la fuerza de trabajo para los picos de producción, en contra de lo que les convendría para aprovechar al máximo su estancia.
VULNERABILIDAD JURÍDICA Y PRECARIEDAD LABORAL
El permiso de residencia de estas trabajadoras está condicionado a la vigencia del contrato laboral con el que accedieron al Estado español y la renovación la temporada siguiente depende exclusivamente de la voluntad de la persona o empresa empleadora. Ello instituye una dependencia absoluta de las trabajadoras ante el empresariado, colocándolas en una situación de gran vulnerabilidad. Esta situación se ve agravada por el hecho de que la gran mayoría de las trabajadoras residen en las fincas donde trabajan, lo que limita la interacción con la población local o el aprendizaje del español.
En consecuencia, las trabajadoras poseen una capacidad muy limitada para negociar sus condiciones de trabajo o reivindicar la correcta aplicación del convenio colectivo. Así, se ven obligadas a aceptar jornadas de trabajo más largas o más cortas que las seis horas y media reglamentarias y a adaptarse a los intensos ritmos impuestos por los capataces. Asimismo, la falta de separación entre los lugares de residencia y los de trabajo hace que se controle el tiempo libre de las jornaleras, por ejemplo, limitando sus salidas nocturnas a fin de garantizar su productividad o reteniendo los pasaportes para que no abandonen el programa. Ello también permite a los productores y productoras de fresa ajustar diariamente el tamaño de su plantilla en función de los pedidos que reciban o de las condiciones meteorológicas.
Paradójicamente, a pesar de su dimensión utilitarista, la precariedad laboral y jurídica que impone a las trabajadoras y el carácter sexista de la selección, el programa de contratación en origen en Huelva se ha erigido como modelo de «migración ordenada» y ha recibido numerosas subvenciones del Estado español y de la Comisión Europea para financiar los costes de gestión de mano de obra que correspondería asumir a la patronal del sector.
Por otra parte, la condición precaria de las mujeres procedentes de hogares rurales y pobres, donde los salarios son mucho más bajos, junto con la marginación que muchas sufren en sus comunidades por ser divorciadas o viudas, hace que las obreras marroquíes aprecien el trabajo en la fresa en Huelva y lo conciban como un medio para mejorar a corto o medio plazo su situación. Para ellas es un trabajo que va a permitirles construir una casa, pagar los estudios de sus hijos e hijas o, simplemente, garantizar la subsistencia de la familia.
Recolectoras de fresa. Zona de Moulay Boussel. Foto: Juana Moreno Nieto
Recolectoras de fresa. Zona de Moulay Boussel. Foto: Juana Moreno Nieto
MARRUECOS: DESLOCALIZACIÓN PRODUCTIVA Y FEMINIZACIÓN DEL MERCADO DE TRABAJO
El cultivo intensivo de la fresa comienza a desarrollarse en Marruecos a finales de los años ochenta y sus orígenes están íntimamente relacionados con la deslocalización de empresas españolas que, con su instalación, exportaron el modelo productivo vigente en Huelva en ese momento. En la actualidad, las empresas españolas (por citar algunas: Natberry, Felgar, Sol del Sur, Arbagri…) siguen siendo mayoritarias en el sector, si bien se observa una creciente presencia de grandes grupos transnacionales europeos y americanos (como Driscoll’s o Agrana) que encuentran en la costa noroccidental de Marruecos una excelente plataforma para exportar fresas y otros frutos rojos hacia los mercados europeos. [2] Un número importante de productores marroquíes agrícolas —y algunos industriales— se han incorporado al sector. Se trata de un tipo de agricultura en el que predomina la mediana y la gran explotación (el 60 % de las explotaciones tienen más de 20 hectáreas), debido a las altas inversiones que requiere, y en el que los productores agrícolas dependen de las empresas exportadoras, principalmente extranjeras, para poder acceder a los mercados internacionales.
El sector emplea cada año a más de 20 000 personas, de las que en torno al 90 % son mujeres. Se trata principalmente de jóvenes rurales, originarias de la región, que son transportadas diariamente en camiones o furgonetas entre sus hogares y los lugares de trabajo. La mayor parte de este transporte se realiza sin ninguna garantía de confort o seguridad y los trayectos pueden añadir de una a cuatro horas (no remuneradas) a las jornadas laborales.
Debido a su carácter de contraestación, en los campos agrícolas el trabajo se extiende casi nueve meses al año. Lo llevan a cabo principalmente chicas muy jóvenes, solteras, sin estudios o con estudios primarios que, a menudo, comienzan a trabajar antes de los quince años (edad mínima legal para trabajar en Marruecos). Las jornaleras realizan la inmensa mayoría del trabajo en las fincas, lo que incluye labores de plantación, desherbado y aclarado de las plantas, mantenimiento de los lomos y recolección. Esta última tarea es la más intensiva en trabajo ya que se extiende entre los meses de diciembre y junio. A pesar de que la aplicación de fitosanitarios se considera un trabajo masculino, no es raro que lo realicen también las mujeres. La remuneración es por jornal y los salarios recibidos son iguales o incluso inferiores al salario mínimo agrícola, que corresponde a 6,30 euros al día (69,73 dírhams marroquíes). Como señala un informe de 2015 de la ONG Fairfood, se trata de sueldos que se sitúan por debajo del umbral oficial de pobreza de Marruecos.
Las trabajadoras poseen una capacidad muy limitada para negociar sus condiciones de trabajo o reivindicar la correcta aplicación del convenio colectivo.
La ausencia de contratos y de declaración a la seguridad social, así como la eventualidad y la elasticidad de los horarios, caracterizan el trabajo en el sector. Las jornadas en los campos oscilan entre ocho y diez horas al día y las horas extras no son remuneradas. De hecho, el incumplimiento de los horarios de salida, junto con las condiciones de transporte y los malos tratos e insultos que reciben de los capataces —todos varones— constituyen los aspectos más criticados por las jornaleras. La exposición a estas violencias y las pésimas condiciones hacen que, salvo excepciones, este trabajo no sea aceptable para las mujeres casadas, quienes, en cambio, trabajarán en los campos de familias vecinas que cultivan patatas, cacahuetes o productos hortícolas de verano, o en la agroindustria fresera, que ofrece empleo entre cuatro y seis meses al año.
En efecto, en los almacenes de envasado y congelación de fresas, la media de edad de las trabajadoras es algo mayor. A diferencia del salario agrícola, el salario mínimo industrial está establecido por hora y actualmente es de 1,20 euros (13,46 dírhams), si bien no todas las empresas respetan esta norma: durante el trabajo de campo realizado en 2012 se constató que numerosas obreras cobraban el equivalente a 60 céntimos la hora. La remuneración por caja de fruta procesada es también habitual. Los contratos y la declaración a la seguridad social son más habituales que en los campos, aunque distan de ser mayoritarios. Así, es corriente que en una misma empresa coexistan, en proporciones variables, trabajadoras con contrato y otras que trabajan de manera irregular.
La persistencia de la vulneración de los derechos laborales debe entenderse en un contexto marcado por una clara voluntad política de atraer y retener las inversiones extranjeras [3] que se traduce, a escala local, en la inacción de la inspección laboral y la connivencia de las autoridades locales con la patronal fresera. Asimismo, el sector se caracteriza por una escasa presencia sindical, hecho que contrasta con la realidad de otras zonas agroexportadoras del país donde las organizaciones sindicales son muy activas, como es el caso del sector del tomate y otras hortalizas bajo plástico de la región de Souss-Massa, en el sur del país.
En suma, el empleo de mujeres jóvenes del empobrecido mundo rural marroquí [4] y la identificación de sus trabajos como una actividad transitoria hasta el matrimonio o una ayuda a la economía familiar (a pesar de que a menudo sus salarios constituyan significativos aportes al sustento de la unidad doméstica), permite la construcción de una mano de obra que se adecua a las exigencias de disponibilidad y coste buscadas por las empresas de producción y exportación de fresas. Ello no implica que las jornaleras acepten impasibles las condiciones que se les imponen, muy al contrario, junto a las estrategias de resistencia cotidianas, se suceden episodios de protestas colectivas y paros de trabajo, de carácter más o menos espontáneo, para reivindicar mejoras laborales. Ahora bien, la falta de estructura de estas acciones hace que su capacidad para revertir las condiciones de explotación sea limitada.
En definitiva, hemos visto que la importación de mano de obra con contrato y la deslocalización de la producción hacia el Sur constituyen dos estrategias divergentes para garantizar la rentabilidad del sector de fresas de contraestación que utilizan, al tiempo que refuerzan, las desigualdades de género y las territoriales, así como la vulnerabilidad de las personas migrantes producto de unas políticas migratorias utilitaristas y puestas al servicio del capital. Ello deja claro que la explotación de la mano de obra en posiciones subalternas, en este caso conformada por mujeres rurales marroquíes, aparece como un elemento fundamental para la agricultura intensiva, poniendo en evidencia la insostenibilidad social, además de la ambiental, de este modelo productivo.
[1] El uso del masculino genérico para referirnos a los empleadores, productores empresarios del sector en Marruecos, se justifica por el hecho de que, aunque existe algún caso de fincas o empresas dirigidas por mujeres, la inmensa mayoría están a cargo de varones.
[2] En 2016 había plantadas aproximadamente 3600 ha de fresa, 1000 de frambuesa y casi 900 de arándano. El 75 % de la producción se exporta.
[3]La actual política agraria marroquí, el Plan Marruecos Verde (2008), cuenta con atraer unos 1000 millones de euros anuales en inversiones privadas al sector y constituye una apuesta por la agricultura intensiva y orientada a la exportación. No en vano, este Plan identifica los sectores de exportación de fresas y otras verduras de contraestación como el tomate, como modelos de éxito y ejemplos a reproducir.
[4] El 85 % de las personas en situación de pobreza en Marruecos residen en el medio rural.