El paraíso del aceite de palma convertido en infierno
Laura Villadiego
La producción de este versátil producto en Indonesia, el primer exportador mundial de aceite de palma, está relacionada con deforestación, incendios y abusos laborales, pero se dan dinámicas similares en otros países donde esta industria está en expansión.
El distrito de Aceh Tamiang, en el norte de la isla indonesia de Sumatra, es una de las principales puertas de entrada al llamado ecosistema Leuser, una selva tropical de alto valor ecológico donde conviven animales únicos, como el orangután, el elefante o el rinoceronte de Sumatra. La puerta es, sin embargo, mucho menos exuberante que el interior y en los alrededores una única planta predomina: la palma de aceite.
El fruto de la palma aceitera. Foto: Laura Villadiego
Para los habitantes de Aceh Tamiang, el aceite de palma ha significado mucho más que la pérdida de bosques, ha significado la pérdida de su forma de vida. Tengku Zainah fue una de esas campesinas que decidió cambiar sus campos de arroz y de vegetales por la atractiva palma, cuyos ingresos prometían ser mucho mayores. Durante los primeros años, las promesas se vieron cumplidas y la familia prosperó. Sin embargo, los cambios masivos en el paisaje no tardaron en volverse en contra de la población y en 2006 una gran inundación destruyó buena parte de Aceh Tamiang, incluyendo la plantación y la casa de Tengku Zainah. «Lo perdimos todo, ya nada ha vuelto a ser lo mismo», asegura esta campesina. Según un informe del Banco Mundial, la causa principal de la catástrofe fue la intensa deforestación en la región y el cultivo de palma de aceite. «El problema es la humedad del suelo, porque la palma de aceite lo seca y la tierra deja de retener agua», asegura Hendra Vramenia, un agrónomo que trabaja en la zona. «Muchos se dan cuenta ahora de que el agua lo es todo. Y los bosques son fundamentales en los ciclos del agua. Sin árboles, no hay agua. Y sin agua, no hay vida. Tampoco la nuestra», explica Rudi Putra, un activista medioambiental de la región.
LA LLEGADA DE LA PALMA A INDONESIA
La palma aceitera, una planta originaria de África, llegó a Indonesia de la mano de la colonización holandesa y se empezó a extender fundamentalmente por la isla de Sumatra. Entonces el aceite de palma era todavía una grasa minoritaria que servía fundamentalmente para hacer jabones. En el siglo XX, la industria de la comida procesada comenzó a desarrollarse rápidamente e Indonesia, con el clima tropical perfecto y experiencia con las plantaciones, entendió que este producto tenía un futuro brillante. El dictador Suharto lanzó entonces un programa para sacar de la pobreza al país a través de las exportaciones de materias primas, en las que el aceite de palma tuvo un papel privilegiado. Este programa vino acompañado de la llamada política de transmigración, un plan por el que la población campesina pobre de la poblada isla de Java era desplazada a otras islas del archipiélago indonesio para plantar, fundamentalmente, palma.
El origen del programa de transmigración se remonta a la época de los propios colonos holandeses, quienes ya empezaron a desplazar poblaciones para aliviar la densidad de ciertas partes de la colonia y proveer de la necesaria mano de obra a las plantaciones de Sumatra. Con Suharto, el programa recibiría el apoyo del Banco Mundial y se extendería por otras regiones del país como Papúa, Kalimantan o Sulawesi y causaría importantes tensiones culturales, por ser visto como una política de homogeneización, en un país que tiene más de 300 grupos étnicos diferentes. El plan se convirtió así en «uno de los mayores programas de reasentamiento de la historia», según el Banco Mundial, por el que 3,6 millones de personas fueron desplazadas entre 1903 y la década de 1990, cuando el programa redujo su escala de forma considerable.
A menudo, este programa se llevó a cabo a través de grandes empresas, a las que se concedía plantaciones a cambio de que proporcionaran parte del terreno al pequeño campesinado, además de la estructura necesaria para poder procesar y vender su cosecha. En el papel, el plan parecía perfecto. «El aceite de palma requiere de una estructura compleja, por lo que debe estar concentrada», asegura Pablo Pacheco, investigador del Center for International Forestry Research. Los frutos rojos pierden propiedades pasados dos días de su recolección, por lo que las fincas deben estar cerca de las plantas de procesado y estas, a su vez, cerca de puertos, para poder exportar el aceite, refinado o no. Todo ello debe estar conectado por una red de carreteras capaz de soportar camiones de, al menos, un peso intermedio.
Así se empezaron a formar los grandes grupos del aceite de palma que hoy todavía controlan buena parte de la producción mundial, aunque muchos como Sinar Mas, Sime Darby o Musim Mas, se hayan mudado a la rica Singapur, con una imposición fiscal menor. Wilmar, la principal comercializadora de aceite de palma del mundo, nació de la unión de uno estos magnates indonesios, Martua Sirtorius, con otro millonario singapurense, Kuok Khoon Hong. Ambos se sitúan actualmente en los primeros puestos de las listas de los más ricos de sus respectivos países según la revista Forbes.
Pequeños propietarios de fincas de palma en Indonesia. Foto: Laura Villadiego
Recolector de palma en Colombia. Foto: Jheisson A. López
CONFLICTOS, CORRUPCIÓN Y EXPROPIACIÓN DE TIERRAS
En realidad, la ejecución del plan, que sigue activo aunque a pequeña escala, no ha ido tan bien como se había planeado. Así, el aceite de palma reconfiguró el mapa de Indonesia y creó clases sociales en las que las personas descendientes de las familias que emigraron con el programa de transmigración, siguen ligadas a las mismas plantaciones. «Las generaciones procedentes de esa transmigración son tratadas como ciudadanos de segunda clase y tienen menos posibilidades sociales y laborales», asegura Fitri Arianti, investigadora de los impactos sociales del aceite de palma de la organización Rainforest Action Network. Es algo similar a lo que ocurrió en Malasia, aunque en este caso la fuerza de trabajo procedía de países más pobres, Indonesia incluida.
Dicen que el aceite de palma trae riqueza, pero ¿dónde está? Aquí solo hay casas de gente pobre.
En Indonesia, muchas de las empresas, además, no respetaron el acuerdo inicial y no dieron tierras a las comunidades, mientras que otras llegaban a pactos con las autoridades para obtener tierras ya ocupadas por las poblaciones indígenas. La ONG Sawit Watch, que monitorea la industria del aceite de palma en el país, tenía registrados 731 casos de conflictos de tierras entre comunidades locales y plantaciones en 2014. Incluso el sello de sostenibilidad de la Mesa Redonda por el Aceite Sostenible (RSPO en sus siglas en inglés) se ha visto envuelto en escándalos relacionados con expropiaciones de tierras y durante la última reunión de la organización, celebrada en noviembre de 2016 en la capital tailandesa, Bangkok, varios líderes indígenas indonesios se reunieron en una sala adyacente para pedirle al sello que se tomara en serio los conflictos con las comunidades. «Si no hay respuesta, la comunidad buscará sus propias soluciones», amenazó Redatus Musa, el líder de una comunidad indígena en Sanggau, en la parte indonesia de Borneo, cuyas tierras han sido expropiadas por Sime Darby, una de las principales productoras de aceite de palma del país e impulsora de la RSPO. «Hasta ahora, las decisiones de la RSPO se han alargado mucho en el tiempo y la realidad es que no se dan nunca soluciones reales a las comunidades», aseguraba entonces Andi Muttaqien, investigador de Elsam, un grupo para la defensa de los derechos humanos en Indonesia. Las expropiaciones de tierras no son la única polémica a la que se ha enfrentado la RSPO; varios grupos han denunciado desde corrupción en las auditorías hasta incendios en zonas de selva protegida para limpiar el suelo. A pesar de ello, sobre el terreno, la mayoría reconoce que los estándares, aunque insuficientes, son mejores que en el caso de las plantaciones que no tienen el sello, aunque persisten muchos problemas, sobre todo con la precariedad de las mujeres.
Muchas de las personas que han perdido sus tierras terminan trabajando por magros salarios en las mismas plantaciones que antes eran suyas. Lo mismo les ocurrió a los hijos de Tengku Zainah, después de que esta tuviera que vender sus tierras a una gran empresa para poder empezar de nuevo tras perderlo todo. «Dicen que el aceite de palma trae riqueza, pero ¿dónde está? Aquí solo hay casas de gente pobre. El dinero se ha ido a la ciudad», dice Panut Hadisiswoyo, director del Orangutan Information Center, una organización que trabaja con comunidades campesinas para ofrecer alternativas al aceite de palma y evitar la destrucción medioambiental asociada a esta industria.
EXPLOTACIÓN LABORAL
Para las personas que trabajan como jornaleras en las grandes plantaciones reina una palabra: las cuotas. Hassan (nombre ficticio) tiene que recoger 950 kilos al día para poder alcanzar el mínimo diario que su plantación le exige si no quiere ver su salario reducido por las sanciones de la empresa. Una tarea que, asegura, es imposible para una única persona. Normalmente, son las mujeres las que ayudan a los maridos a completar las cuotas, pero la mujer de Hassan apenas puede moverse cuando termina su jornada laboral rociando pesticidas. «Se siente muy mareada», explica Hassan. Su hija Desi, de 15 años, era la única opción posible. «Si estuviera solo, necesitaría 10 horas para poder alcanzar la cuota; con su ayuda, tardo siete», asegura el padre. El reloj juega en su contra: para no ver su sueldo reducido, debe hacer una primera entrega a las dos de la tarde; es después, al salir del colegio, cuando su hija le ayuda para que a las cinco de la tarde esté lista la segunda entrega.
El gobierno ha usado también el aceite de palma como programa para aliviar la pobreza en algunas regiones, especialmente cuando la población beneficiaria ha sido directamente la que tiene pequeñas propiedades y que aún controla el 40 % de la producción total. Así, en el pueblo de Dosan, en el centro de Sumatra, el gobierno local lanzó en 2003 un programa por el que dio tierras a quienes quisieran plantar la palma de frutos rojos. La mayoría del pueblo tenía entonces plantaciones de caucho, una industria que ha sufrido fluctuaciones durante las últimas décadas por la aparición del caucho sintético. «Vi a mis vecinos que tenían aceite de palma y que ganaban más dinero que yo, así que decidí plantar», asegura el campesino Pak Dahlan. Pero la palma vino asociada también a incendios que destruyeron varias de las cosechas y que cuestionaron la idoneidad de las nuevas plantaciones. «En realidad no tenemos opción. Si el gobierno decide que quiere impulsar ese producto, tenemos que seguir las directrices», asegura Pak Dahlan. «Si no, no tendríamos tierra».
Las comunidades, no obstante, no se quedan de brazos cruzados. Mientras que algunos como Redatus Musa están luchando para que las empresas devuelvan las tierras a quienes tenían la propiedad original, en Aceh Tamiang toda la comunidad está trabajando ahora para recuperar el ecosistema perdido y volver a una economía basada en las plantaciones de arroz, de vegetales y de agroforestería. «Aquí todo el mundo quería aceite de palma porque da dinero, pero no es sostenible», asegura Rudi Putra. «En los bosques tienen también otras opciones como la canela o el durián, que son muy valiosos». En la plantación de Hassan, a pesar del rechazo de la empresa, están luchando por poder organizarse sindicalmente y conseguir mejoras. En aquellas plantaciones en las que los sindicatos independientes han sido reconocidos, se han dado mejoras en los salarios y en la seguridad contractual, explica Herwin Nasution, líder del sindicato Serbunto. En Dosan, han iniciado un programa de sostenibilidad para reducir los incendios y reforestar partes de la comunidad, para recuperar el equilibrio ecológico. «El problema no está en el aceite de palma en sí. El problema es la gente», dice Pak Dahlan. «Entre todos necesitamos entender cómo hacer que sea sostenible».
La agresiva expansión de la palma en América Latina
Nazaret Castro
Aunque Indonesia y Malasia acumulan el 86 % de la producción mundial de palma aceitera, varios países de América Latina han apostado por este monocultivo. Colombia es ya el cuarto productor mundial y el primero del continente americano. Allí la palma aceitera se expandió rápidamente en los últimos veinte años de la mano de una legislación hecha a la medida de los empresarios palmeros y promovida por quien fuera ministro de Agricultura con Andrés Pastrana (presidente entre 1998 y 2002), el ingeniero agrónomo Carlos Murgas, hoy uno de los empresarios palmeros más exitosos.
Murgas tomó de Malasia el modelo de las alianzas productivas: campesinos y campesinas firman contratos a 25 años —el tiempo aproximado que la planta da fruto— con la empresa palmera, que les comprará el fruto en exclusividad y les proporcionará las semillas y la asistencia técnica. Para pagar la inversión inicial, sustraen un crédito que administra la empresa: así, cuando llega el momento de cobrar el fruto, el empresario resta el valor de los insumos y del crédito; no pocas veces, el cheque llega a los hogares a cero.
Pero es que, además, en varias regiones productoras de palma aceitera, como Montes de María, Chocó y Nariño, la palma llegó precedida de la violencia más brutal. Los años más aciagos del horror paramilitar, de 1998 a 2005, coinciden con la expansión de la palma. Solo en Montes de María, 250.000 personas campesinas huyeron del terror paramilitar dejando abandonadas sus tierras: cuando, meses o años después, se atrevieron a regresar, encontraron sus territorios sembrados con palma. Lo mismo sucedió en Chocó, donde la justicia demostró el vínculo entre los grupos paramilitares y los empresarios palmeros.
La activista Daira Quiñonez vio morir a manos de los paramilitares a su compañero y a su madre; ella misma tuvo que huir de su Nariño natal y refugiarse en Bogotá, donde sigue amenazada, pero resiste, recuperando las tradiciones de los afrodescendientes, sus plantas medicinales, sus deidades. Sus palabras llegan certeras, cargadas de la autoridad de quien supo transformar el dolor en fortaleza y la injusticia, en dignidad: «La lucha es por la tierra. Debemos recuperar la armonía con la tierra para sanar todas las impurezas que ha generado esta larga guerra. Debemos sembrar buenos vivires. Algún día entenderán que no somos nada sin el aire, sin la tierra. Que somos espíritu».
Colombia lidera la producción en el continente americano, pero a la zaga le van países como Ecuador, Brasil, Honduras y Guatemala. En este último, la palma aceitera ha tomado grandes extensiones en la región del Petén, dejando sin tierra y sin agua a comunidades enteras.
Desposeído de sus fuentes de sustento, el campesinado ya solo tiene una posibilidad de supervivencia: ser contratado por las empresas palmeras, aunque sea a cambio de sueldos míseros por un trabajo duro y peligroso, como es cortar el fruto cuando la palma está madura y por tanto, es más alta. Pero las empresas prefieren, muchas veces, contratar a migrantes, que aceptan condiciones laborales aún más nefastas. También se niegan a emplear a mayores de 40 años. Las mujeres se llevan la peor parte: en muchas comunidades visitadas, afirman que no les dan trabajo si se niegan a acostarse con el encargado. Condiciones de trabajo dignas de la esclavitud que sustentan los beneficios del agronegocio, ese mismo al que las autoridades califican de «desarrollo, empleo y progreso».
PARA SABER MÁS
El colectivo Carro de Combate ha realizado una extensa investigación sobre los impactos socioambientales de la palma aceitera en países como Indonesia, Colombia, Ecuador y Camerún. Sus informes pueden leerse en: https://www.carrodecombate.com/index/palma.