Reseña del libro Los últimos, de Paco Cerdá
Eva Martínez
En el momento de escribir este texto son ya cuatro las ediciones de Los últimos. Voces de la Laponia española que ha sacado Pepitas de Calabaza. Se ha escrito un buen número de reseñas en periódicos y revistas. Y se ha comentado la coincidencia de varias publicaciones con la misma temática en los últimos tiempos. El mundo rural olvidado y casi desierto ha cobrado un protagonismo sorprendente y, probablemente, efímero. Del campo, ya se sabe, solo escuchamos hablar por los incendios y por el abandono, tan relacionados entre ellos. Poco más. ¿Por qué este repentino interés?, ¿será una moda pasajera o supondrá algún cambio?
El viaje de 2500 kilómetros que propone Paco Cerdá nos lleva a recorrer «la llamada Laponia del sur o Serranía Celtibérica: un territorio montañoso y frío con 1355 pueblos que se extiende por las provincias de Guadalajara, Teruel, La Rioja, Burgos, Valencia, Cuenca, Zaragoza, Soria, Segovia y Castellón. En su interior viven menos de ocho habitantes por kilómetro cuadrado. No hay un lugar tan extremo y vacío en toda Europa».
Dice el autor en alguna entrevista que su libro «no es sobre la España rural, es sobre la despoblación y los estragos que esto conlleva en la gente que vive allí». Es cierto, en el texto apenas se habla de los cultivos, las estaciones o las políticas de la PAC. Son las pocas personas que lo habitan las protagonistas del relato. El periodista pregunta, busca una y otra vez explicaciones para ese vacío que le rodea, para el silencio de las casas de piedra bien construidas que aguantan años de abandono en pie. Se habla de la soledad, de la identidad, del vacío inmenso que suponen kilómetros de territorio sin habitar. Y las personas que lo habitan tratan de responder: desde la memoria, quienes llevan toda la vida haciendo recuento de las que se fueron; desde los deseos, quienes llegan de nuevo con el afán de huir de las ciudades y de vidas insatisfactorias. Curiosamente, la percepción de pérdida es más notable en las nuevas que en las que han nacido y vivido allí siempre. O el afán por conservar la historia. Quizá tiene que ver con esa idealización de la Arcadia perdida. O con los recuerdos de la infancia siempre insuperables. Quizá queremos volver a un lugar que nunca fue como imaginamos.
Las voces que recoge el libro van en consonancia con la dureza del territorio. No hay muchas concesiones al romanticismo de la naturaleza ni a la belleza del paisaje. Se perciben el amor y el vínculo con la tierra, pero también la consciencia de luchar contra un proceso inexorable y de estar solas en esa lucha. De todas, las que hacen el análisis más certero, a mi parecer, son las voces de las mujeres. Isabel Goig, autora de El lado humano de la despoblación y otra veintena de obras, dice: «Era un mundo que no interesaba mantener. Convenía apoyar la periferia y la industria. Aquí nadie gastaba y era preferible que se marcharan para alquilar o comprar sus tierras y enterrar así el minifundismo. A sus habitantes les ofrecían de mil maneras posibles que emigraran a las ciudades».
Desde la oficina de la Coordinadora para el Desarrollo Integral del Nordeste de Segovia, María del Mar Martín ahonda en la explicación: «Para frenar la sangría y mantener la población se propone una gran cabecera de comarca que lo aglutine todo. Y eso, que es la tendencia actual, aboca al desastre. Primero, porque cuando un pueblo pierde su ayuntamiento y sus órganos de gobierno, pierde una parte muy importante de su identidad y de su vitalismo reivindicativo. Y segundo, porque esa acumulación demográfica concebida para facilitar el acceso a los servicios acaba convirtiéndose en la cabecera de La Nada. […] Cuanto más juntos estén, más a mano están todos los clientes. ¡Porque esto es un mercado!».
Políticas de despacho frente a realidades asentadas sobre la tierra. Capitalismo frente a sostenimiento de la vida. Se puede decir de otras formas, pero el mensaje está claro.
A lo largo de las poco más de ciento cincuenta páginas del libro, Paco Cerdá observa desde fuera un mundo rural que le es ajeno y a veces extraño, sin perder de vista el urbano de donde viene y las relaciones entre ambos. La soledad, que no tiene que ver con la cantidad de gente que nos rodea, no es patrimonio de las y los habitantes de Laponia. El autor nos cuenta que en Corea del Sur dos aplicaciones de móvil están teniendo un enorme éxito: la primera consiste en una conexión en directo que muestra a actores y actrices cenando, así las personas que los ven se sienten acompañadas y la segunda proporciona un amigo imaginario a personas solitarias. Quizá lo que buscamos cuando miramos al mundo rural es la sensación de pertenencia, de tener un lugar que guarda nuestra historia, una comunidad que nos conoce, que sabe de qué casa venimos.
Más allá de la sensación de pérdida o de tristeza que empapan muchas de las páginas de este libro, las voces que lo habitan son también reivindicativas. Hablan de la resistencia a abandonar la tierra, de la lucha por conseguir población nueva, de las dificultades para mantener un modo de vida que no tiene cabida en la sociedad de mercado. Y sin embargo ahí siguen, demostrando que es posible.
No puedo contestar aún a las preguntas que me hacía al principio del texto, pero sin duda es una buena noticia que estas y otras voces sean escuchadas. Autores como Paco Cerdá y libros como Los últimos nos ayudan a entender, y a no olvidar.
Eva Martínez, Cambalache