Enrique González

trashumancia cabra blanca andaluza

Trashumancia de la cabra blanca andaluza. Foto: M.ª Carmen García

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Ovino segureño en rastrojera. Foto: M.ª Carmen García

 

Cuando los primeros europeos llegaron a Norteamérica se hablaban en aquel territorio más de 500 lenguas, lo que puede dar una idea de la enorme diversidad de culturas existente. Si el pensamiento occidental moderno de los colonizadores que avanzaban hacia el oeste estaba marcado por la distinción radical entre materia y espíritu, en virtud de la cual se sellaba una meridiana separación del hombre del resto de la naturaleza y especialmente de los animales, puede resaltarse como característico que para los pueblos nativos de aquellas tierras lo sagrado impregnaba la naturaleza y a todos sus seres.

Los animales, a los que como hijos también de la madre tierra o gran espíritu estaban unidos por lazos de fraternidad, eran considerados intermediarios de la divinidad. Así, según declaraba el jefe siux Oso en Pie, «la creencia de que todas las criaturas de la tierra, del cielo y del agua pertenecían a una misma familia era un principio irrebatible y absoluto», lo que sin duda les hubiese llevado a aceptar la teoría de la evolución de Darwin (convenientemente despojada de sus victorianas adherencias teleológicas) con más facilidad que a quienes les tachaban de salvajes mientras les usurpaban sus territorios. Los animales tenían derechos propios, por lo que «respetaron la vida de todos aquellos que nos les eran imprescindibles para su sustento y su ropa».

Para el escritor de origen siux Ohiyesa, los pueblos indígenas «unían a su orgullo una humildad singular» que desterraba de sus vidas la arrogancia espiritual y su consecuente antropocentrismo. Si en nuestros lares el lenguaje o logos se ha considerado la cualidad definitiva del ser humano sobre la que se ha establecido una diferenciación irrefutable con el resto de los animales, Ohiyesa cuenta que para los pueblos indígenas el poder de la palabra no constituía prueba alguna de superioridad sobre el resto de los animales, pues ven en el silencio una señal de perfecto equilibrio del cuerpo, la mente y el espíritu para evitar caer en la fácil vanagloria. Este autor señala cómo buscaban reforzar esta camaradería especial con los animales a través de la adopción de un animal como tótem, que pasaba a convertirse en la figura emblemática de su sociedad, familia o clan. Otro gran jefe siux, Alce Negro, declaraba en sus últimas entrevistas: «Antaño éramos felices en nuestra tierra y rara vez sentíamos hambre, ya que en ese tiempo los de dos piernas y los de cuatro vivíamos juntos como una familia; y teníamos suficiente para ellos y para nosotros». Independientemente de la idealización en la que pudiese caer al hablar de un mundo que estaba siendo literalmente eliminado, es significativa su referencia a la percepción de una vida conjunta entre los seres humanos y los otros animales, y quizás por ello fueron merecedores del mismo trato por parte de los colonizadores. Escuchemos a Alce Negro: «Pero cuando llegaron los wasichus (hombre blanco) hicieron islas para nosotros y otras pequeñas islas para los de cuatro patas, y esas islas son cada vez más pequeñas, porque alrededor de ellas se agita la marea invasora de los wasichus, y es una marea sucia, llena de mentiras y de codicia».

A pesar de que la mayoría de estas culturas, y principalmente las mujeres, practicaban una agricultura mucho más desarrollada de lo que en principio cabe deducir del imaginario tan tergiversado que nos ha forjado la abundante filmografía, y siendo ajenas a la ganadería como eran, les era imprescindible cazar para vivir. En ocasiones, debían intensificar esta actividad a la fuerza a medida que los conquistadores iban expoliando sus campos más fértiles. Pero lejos de banalizar esta trascendental actividad para su supervivencia, se respetaba al animal abatido hasta el punto de dirigirle oraciones y ritualizar su sacrificio. Según Ohiyesa, «su respeto por la parte inmortal del animal, su hermano, a menudo le lleva hasta el punto de extender con gran ceremonia el cuerpo del animal y decorarle la cabeza con pintura y plumas. Luego permanece de pie ante él en actitud de oración, sosteniendo la pipa cargada, en señal de que ha liberado con honor al espíritu de su hermano, cuyo cuerpo se ha visto obligado a tomar para mantener su propia vida». En palabras del apsároque Thomas Yellowtail: «En la vida del indio tradicional, la caza era una ocupación principal, y la actitud con la que cazaba cada hombre era tan importante como las armas que llevaba. Cada cacería mayor comenzaba con la purificación de un baño de vapor y una oración. En todo caso siempre había el ofrecimiento del tabaco fumado y una oración».

Este barniz tan hondamente sagrado da idea del valor que tenían los animales, especialmente el bisonte, también en la base de su economía. Según cuenta Joseph E. Brown, Alce Negro resaltaba la especial generosidad de este animal, pues su pueblo satisfacía casi todas sus necesidades físicas con todo lo que el bisonte proporcionaba: pieles para cubrir las tiendas y vestirse, cuernos y huesos para herramientas y utensilios, tendones para hilos, y cien artículos más de todas las partes del cuerpo del animal. Para el jefe siux, «el bisonte era una madre que todo lo daba, que alimentaba al pueblo y, en el especial cuidado de sus crías, ofrecía un ejemplo de devoción mezclada con sacrificio. Así el bisonte era eminentemente sagrado, wakan, y contenía en esencia la naturaleza generosísima de la propia tierra». Lo inevitable de dar muerte al animal, del que obtenían gran parte de sus principales recursos, se tornaba en motivo de respetuoso recuerdo y homenaje.

Pero llegó la destrucción, quizás la primera gran matanza industrializada de animales. Alce Negro rememoraba: «los bisontes eran tantos que no se podían contar; pero más y más wasichus llegaron para matarlos hasta que no quedaron más que montones de huesos esparcidos allí donde los rebaños solían estar. Los wasichus no los mataban para comer; los mataban por el metal que los enloquece, y solo se llevaban las pieles, para venderlas. A veces ni siquiera se llevaban las pieles, solo aprovechaban las lenguas de los animales (...) Algunas veces, ni siquiera se llevaban las lenguas; solamente mataban y mataban por el gusto de matar. Cuando nosotros cazábamos bisontes, solo abatíamos a los que necesitábamos». Conscientes de dicha importancia, los paladines de la civilización diezmaron premeditadamente la población de bisontes con encarnizada saña hasta su práctica extinción. De ello se encargaron los cazadores, con la permisividad —cuando no complicidad— del ejército norteamericano; los unos con el objetivo principal de hacer beneficios rápidos, de facto lo único divino para ellos, o por matar su propio aburrimiento, y los otros para socavar este fundamental medio de producción de los pueblos nativos y exterminarlos a ellos y a su cultura, dejando así libre paso a la expansión de esa otra gran estructura de tintes sacros tan ajena a la cultura india: el Estado.

Enrique González
Activista y autor de la tesis Pensar los animales en Jacques Derrida

Bibliografía

C. McLuhan. Tocar la tierra. Autorretratos de los indios de América del Norte. Ed. Octaedro.

AA. VV. Canto por los animales. El indio y los animales. Ed. José J. Olañeta.

Manuel Sacristán, Sobre Gerónimo. Ed. El Viejo Topo.

Cristian F. Feest (ed.). Culturas de los indios norteamericanos. Ed. Könemann.

 


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