Albert Vidal y Vanessa Prades
Les gusta cultivar. Y, además, les gusta cultivar juntos. Ya se conocían en Marruecos, cuando vivían en pueblos cercanos en el Rif y se dedicaban a las tareas del campo. La rueda de la vida les hizo reencontrarse unos miles de kilómetros más al norte, en Vilafranca, y aquí están, ahora, trajinando un huerto, a vueltas con los tomates y con los recuerdos que comparten.
Ahmed y Azar cultivan un huerto urbano en Vilafranca del Penedès (Barcelona). Un espacio municipal de unos 500 m2, cedido al Rebost Solidari, la entidad que gestiona el banco de alimentos de la población. Ellos dos se encargan del huerto, se quedan una parte de la cosecha para sus familias y dan el excedente a la entidad.
Ahmed en su huerto. Foto: Albert Vidal
Vanessa entre pimientos y berzas. Foto: Albert Vidal
Aunque aseguran que no es lo que realmente buscan y necesitan ahora mismo, pues se quedaron sin trabajo después del boom inmobiliario, y actualmente tienen dificultades para la reinserción laboral. El huerto, en ese sentido, les da una actividad, aunque no sea remunerada: «Por lo menos en el huerto tenemos algo que hacer...», dice Azar, con un tono resignado.
Para Azar y Ahmed el huerto suple parcialmente esa necesidad de desenvolver un rol activo, productivo, generativo, para sus familias y para la comunidad. Al caer el sol, llegan a casa con sus verduras «frescas, acabadas de cosechar, buenas, mucho mejor que compradas en el mercado», asegura orgulloso Ahmed.
En casa hablan del huerto, en la cocina y en la mesa, con sus mujeres y con sus hijos. Como otros hortelanos. A menudo, o casi siempre, vienen los recuerdos, que comparten con la familia. Recuerdos de antes, de cuando vivían en su comunidad de origen.
Ahmed y Azar ya eran hortelanos en aquel entonces, y se nota. De hecho, han convertido el huerto de hoy en una representación de sus huertos de antaño. Nos muestran orgullosos su plantación de hierbabuena: «A nosotros nos gusta mucho la infusión de hierbabuena, allí se bebe como si fuese agua», comentan y se echan a reír. Nos enseñan también la chiba, tienen tres matas. La utilizan en las infusiones de invierno, cuando la menta escasea.
Hacemos un recorrido guiado por todo el huerto. Estamos en septiembre, y por lo tanto, se intercalan plantas de temporada de invierno, como coliflor y habas, con otras de verano, como tomates, pimientos, maíz, melones, calabazas y judías. En Marruecos también las plantaban, aseguran, excepto el maíz. Nos enseñan una pequeña plantación de nabo blanco, lo llaman alaft en lengua tamazight: «Allí es muy típico, nos gusta. Viene en invierno. Lo cocemos junto con legumbres, patata, col y otras verduras, también con pollo».
Allí y aquí, entonces y ahora... el huerto es así, no entiende de espacio y tiempo. Lo mezcla todo, simbólicamente. Y consigue por arte de magia que la persona conecte consigo misma, con su pasado y con su presente. Preguntamos a Ahmed y Azar si cuando cultivan, cuando están en el huerto, o cuando están en casa comiendo de sus propias verduras, piensan en su pueblo de origen. «Claro, claro», responde Azar de inmediato, y añade con énfasis, «¡vienen muchos recuerdos, muchos recuerdos!». Ahmed asiente, pero no habla. Se hace un silencio prudente, un callar que refrena las emociones. Como si la simple alusión ya llamara a la añoranza. Parece que sus ojos se humedecen levemente, desvían la mirada... después seguimos la conversación, cambiamos de tema, nos enseñan el cultivo de habas; nos preguntan si no estarán creciendo demasiado con tanto calor. No insistimos en volver atrás...
En palabras del profesor Achotegui: «El duelo migratorio, es decir, el dolor por la marcha de la tierra de origen, es una de las pérdidas más dolorosas y uno de los duelos más largos y difíciles de superar». Prácticamente todo cuanto nos rodea cambia: la alimentación, las relaciones personales, el clima y el paisaje, la lengua, el estatus social, la cultura... En ese sentido, se trata de un duelo múltiple, ya que implica diferentes ámbitos del mundo interno. Las coordenadas vitales cambian por completo. También es un duelo progresivo, largo, pues a diferencia de otro tipo de pérdidas más abruptas, como la muerte de un ser querido o una pérdida material importante, el duelo migratorio es una herida probablemente menos dolorosa en su inicio, pero que cursa a largo plazo y, por lo tanto, se vuelve difícil de cicatrizar. Según el psicólogo Jorge L. Tizón, en ocasiones, su elaboración no concluida lleva a un duelo transgeneracional, de padres a hijos, con dificultades añadidas.
Pero el duelo migratorio, como cualquier otro tipo de duelo, puede ser elaborado con éxito, y aquí es donde el huerto puede aportar.
A todos los hortelanos nos atrae terriblemente probar cosas nuevas, experimentar, intercambiar. En ese sentido, se presta fácilmente a actividades interculturales, y es una excusa excelente para acercar comunidades.
El hecho es que ante la pérdida de personas significativas, pero también en la migración, tendemos a conservar objetos que nos ayudan en el proceso de duelo, en la medida que nos mantienen simbólicamente vinculados con el pasado que ha quedado atrás. En el trabajo del duelo, una foto, una prenda de ropa, incluso una canción, nos mantienen unidos a personas que ya no tenemos físicamente cerca, pero que permanecen en nuestro mundo interno. Es lo que se llama «objetos de vinculación».
La dinámica del huerto puede propiciar la emergencia de esos objetos con características vinculantes, que ayudan a elaborar el duelo siempre inacabado de la migración. La chiba, el alaft, la hierbabuena... son ejemplos que han salido de la conversación con Ahmed y Azar. Objetos con vida propia, plantas que se cuidan a la vez que se cuidan los recuerdos que evocan, frutos que se recolectan y se comparten en casa, con la familia, a la vez que se comparten sus recuerdos asociados.
Y el huerto va lleno de potenciales objetos de vinculación: plantas, semillas, herramientas, técnicas de cultivo, indumentaria del campo, olores, fauna silvestre, refranes... Y asociado al huerto, conservas y gastronomía tradicional.
Nos podemos preguntar por qué es tan importante trabajar el recuerdo, cuando de lo que se trata es de superar la pérdida y tirar adelante, de adaptarnos a la nueva realidad y continuar proyectando nuestra vida. Pues precisamente por ese motivo: recordamos para olvidar. O más exactamente para reubicar este pasado en un espacio adecuado, digno, pero que no nos dificulte seguir nuestro camino. Tizón ha llamado a ese proceso «olvidar recordando».
Recordar y a la vez olvidar. La relación con nuestro pasado no se destruye, se transforma. Ser conscientes de ese proceso es importante, porque nos permite gestionarlo, impulsarlo y desarrollarlo a nuestra medida y para nuestro bienestar. Como hacen Ahmed y Azar, en el huerto mantienen una relación simbólica con su tierra de origen, respetan y cuidan sus recuerdos, los evocan tiernamente cuando los necesitan. Y así construyen su nueva identidad, siempre a partir de la anterior, con orden y coherencia interna, buscando su espacio en la actual sociedad, que es compleja y cambiante.
Cuando terminábamos el recorrido por el huerto, Ahmed señaló unas cebollas recién plantadas. «¡Calçots!», exclamamos nosotros sorprendidos (los calçots son un cultivo típico del sur de Cataluña). «¿Y cómo habéis plantado calçots?», les preguntamos. «Bueno, nos lo recomendaron en el mercado, donde compramos el plantel. Es la primera vez que plantamos, sonríe. El huerto tiene esto, es tozudamente intercultural: es apertura, es curiosidad por lo ajeno. A todos los hortelanos nos atrae terriblemente probar cosas nuevas, experimentar, intercambiar. En ese sentido, se presta fácilmente a actividades interculturales, y es una excusa excelente para acercar comunidades.
Les prometemos que en invierno, cuando cosechen los calçots, les traeremos una salsa romesco que hacemos nosotros mismos, para que la prueben. Nos vamos cargados de hierbabuena, pimientos y tomates.
EL CASO DE VANESSA. EL HUERTO DE LA MORRIÑA
Extracto de: Vidal, A. y Prades, V. (2013). Elogi de l'hort urbà. Vilafranca del Penedès: Edicions i propostes culturals Andana
Vanessa es una chica de 32 años, procedente de la Galicia rural. Vino a Barcelona cuando tenía 19 años para estudiar la carrera de Psicología, y se enamoró de un chico de origen catalán. En la actualidad, viven juntos en una ciudad mediana, donde ella cuida un pequeño huerto en el patio interior. Allí vigila con especial dedicación los pementos do Padrón, que, según recuerda ella, unhos pican e outros non. Este año ha traído del pueblo semillas de nabo grelos, de una variedad propia de allí, apreciada en la gastronomía. Vanessa no recuerda haber disfrutado ni un solo día haciendo tareas hortícolas cuando vivía en el pueblo. Siempre que podía se escapaba, le interesaban otras cosas. Sobre todo durante la adolescencia, iba solo si la obligaban, a menudo después de discusiones. Ella misma no entiende cómo es que ahora, años después, se encuentra haciendo por voluntad propia aquello que aborrecía tanto... El caso es que un día, por casualidad, le llegaron a las manos unas plantas de pementos. Con ellas, su implicación en el huerto se fue volviendo cada vez más sólida, más real. A lo mejor, algo tienen que ver la distancia y la añoranza, la morriña.
Con estos cultivos, representativos de su pueblo natal, Vanessa consiguió mantener la relación a un nivel simbólico, pero en un plano vivo, interactivo, con la identidad gallega: el idioma, la comida, determinados recuerdos de la vida familiar... Una relación simbólica que de alguna forma compensa aquella ruptura, aquel viaje que la llevó a cambiar de estilo de vida, de amigos, de idioma..., que la alejó de relaciones familiares significativas, pero que también le dio la oportunidad de expandirse, de ampliar horizontes, de perseguir anhelos. Mientras cuida los pementos elabora su duelo migratorio. En todo este proceso, también la identidad catalana se va filtrando, se mezcla y se conforma, y surge algo que es viejo y nuevo a la vez, y que le permite vivir su morriña de una manera más benigna, más plácida.