Carmen Da Fonte

Carmen da Fonte foto de Miguel Taboada

Nací en una pequeña aldea del sur de A Coruña, como muchas otras niñas, en unos tiempos muy distintos a los actuales. Corría el año 1949 y en Galicia era una época muy dura, tras una desoladora guerra civil. No tenía cuna y dormía en un recogido cesto de mimbre hecho por mi padre. Dicho esto, os adelanto que era una niña con suerte.

Vivíamos en una casa donde nunca pasamos hambre porque mis abuelos emigraron a Cuba el siglo pasado con el sueño de mejorar su vida y la de los suyos a su vuelta, entre otras cosas a través de la posibilidad de adquirir pequeñas parcelas de tierra y monte. Gracias a ellos, y a su sacrificio, era posible alimentar a la familia y a nuestros animales. Vendíamos los productos que obteníamos en las ferias próximas a las cuales nos acercábamos caminando kilómetros y kilómetros. Por ejemplo, vendíamos todos los huevos que producían las gallinas. Siendo un producto común hoy en nuestra casa, entonces, salvo en las fiestas, no podíamos permitirnos su consumo ya que eran un artículo de lujo que era necesario vender.

 

     ¿Qué será de nuestros pueblos cuando pierdan la posibilidad de alimentarse a sí mismos?  
 

Los niños y las niñas cuando crecíamos un poco teníamos que ayudar en el trabajo de las fincas para contribuir a la economía familiar. Sobre todo nos encargaban cuidar del ganado. Pasábamos todo el día en el monte. Mis primos se encargaban de las vacas y a mí me tocaba cuidar las ovejas. Por suerte, los niños de mi aldea me ayudaban mucho porque con 6 añitos cuidar sola de 40 ejemplares era una auténtica pesadilla. Recuerdo pasar mucho miedo porque no conseguía controlarlas y se escapaban por el monte, sobre todo cuando se hacía de noche. En aquel entonces, perder una oveja era perder mucho dinero para la familia y era demasiada responsabilidad para una niña tan pequeña. Recuerdo llegar llorando a mi casa casi cada día, empapada porque no paraba de llover y cómo me metía en la cama sin cenar suplicándole a Dios que al día siguiente estuviesen todas las ovejas muertas. Todas. Las odiaba tanto que con mi primera paga le hice una ofrenda a Jesús en la iglesia para que se muriesen. No se cumplió mi petición, y pasé a sentir mucha frustración a la vez que culpabilidad porque en mi interior sabía que estaba mal desear algo así cuando esos animales odiosos eran imprescindibles para la supervivencia de mi familia. Entonces volví a pensar que era muy afortunada porque nunca pasábamos hambre, a diferencia de otros niños y niñas, pese a tener que cuidar a unos animales locos. Era el menor de los males. Podíamos sobrevivir sin pasar necesidad.

Además, también disfrutábamos de algún lujo: fruta de todo tipo en abundancia. No en vano, mis abuelos y mi padre plantaron todo tipo de frutales que producían muchísimo e incluso nos alcanzaba para regalarle a toda la familia. Sí, hasta a las primas de mi madre que tenían a sus maridos escondidos en el monte porque los perseguían los falangistas o eran viudas de rojos a las que no les vendían comida. La casa Da Fonte y Rogelio, mi padre, eran conocidos por la abundancia de su casa y su generosidad. Incluso adoptaron a dos niños, hijos de familiares que no podían cuidarlos ni darles de comer. A uno de ellos lo llamaba padrino, aunque no lo fuese, porque tenía 30 años más que yo; me quería mucho y yo a él.

Cuando cumplí once años las cosas cambiaron, vinieron tiempos mejores. Mis primas, mis amigas y yo comenzamos a trabajar en distintas fábricas conserveras en Porto do Son y Portosín. Venían a buscarnos en un camión. Ganábamos 20 pesetas a la semana y nos sentíamos muy bien porque teníamos dinero como los hombres. Lo entregábamos en casa como contribución a la familia, podíamos ayudar y, de cuando en cuando, comprar vestidos y zapatos para ir al baile y al cine los fines de semana. ¡Cómo nos gustaba ir a bailar!

Trabajábamos de sol a sol. Las tareas de la fábrica eran durísimas. Éramos niñas fuertes y podíamos realizarlas sin problema, sobre todo porque teníamos muchas ganas de ser mayores. Durante el verano trabajábamos descalzas porque nos dolían los pies al estar tantas horas de pie. Sin embargo, lo que más recuerdo es que nos reíamos mucho, cantábamos, y los dueños de la fábrica nos regalaban chocolate al inspirarles ternura porque pese a ser muy pequeñas trabajábamos como las mayores. Nos encantaba el chocolate y solo podíamos comerlo allí. Realmente eran unos buenos jefes y nos trataban bien. En esta época fui muy feliz. Cualquier cosa era mejor que cuidar las ovejas.

Con 19 años me casé, aunque no quería hacerlo tan pronto, pero en esos tiempos las niñas éramos mujeres de forma prematura. La mañana de mi boda fui a regar una finca. Nos tocaba ese día el agua común de los vecinos de Goltar y no podíamos perderlo, pero no me importó porque para mí trabajar la tierra nuca fue un sacrificio. Una vez casada, tuve que dejar la fábrica porque mi marido lo veía necesario para cuidarle y crear nuestra familia. A mí no me parecía bien, pero lo acepté. Al año de mi boda nació mi primer niño, Juan Carlos, mientras mi marido estaba embarcado. Juan no pudo estar en el nacimiento de nuestro primer hijo porque las temporadas en el mar eran de largos meses de duración. Después vinieron José Luis, Rogelio y Carmen. Se pudo resarcir. Realmente no era el único, todos los hombres estaban fuera trabajando a miles de kilómetros y las mujeres teníamos que hacer de padre y madre. Era lo normal.

Pero otra vez volví a tener suerte, porque esa ausencia duró unos pocos años. Mi marido no podía estar lejos de sus hijos y de mí. Él había perdido a su padre con 2 años y no quería que sus hijos no pudiesen disfrutar de él, ni él de ellos. A ambos nos encantaba trabajar juntos las tierras aunque viviésemos de su sueldo del mar. Nos hacía sentir muy bien ver el fruto de nuestro trabajo. Teníamos animales en casa para el consumo familiar.

Cuando mi marido se quedó definitivamente en casa como marinero de bajura, se compró un pequeño barco al que llamamos Milena como uno de los grandes barcos noruegos en los que había pasado tantos años. Lo tenía amarrado en el puerto natural de Nadelas, en Queiruga. Lo pudo construir con los ahorros de su época de emigración y también una casa en terrenos heredados de su familia y de la mía. Las mujeres esperábamos despiertas hasta que llegaban a puerto y les llevábamos pequeñas cazuelas con comida porque pasaban mucho frío y horas sin comer ni dormir. Una vez allí les ayudábamos a limpiar las redes y a transportar el pescado. Eran trabajos duros pero que hacíamos todo el pueblo unido como una pequeña gran familia que nos ayudábamos en todo, inclusive cuando tocaba sembrar las cosechas de maíz y patatas y recogerlas.

Ese espíritu de trabajo entre todos nos hacía sentir protegidos y que no estábamos solos pese al aislamiento geográfico de nuestra tierra. Me da mucha pena ver como hoy en día el puerto natural está abandonado. No hay niños en las playas ayudando a sus padres y hermanos. Hay mucho paro. Las casas ya no tienen vacas y solo algunas conservamos las gallinas.

Desafortunadamente no me acompaña la salud, pero sigo trabajando mis tierras en la medida que puedo. Sufro al ver el abandono de los terrenos, de ese monte que nos dio de comer. No lo puedo evitar. Pero yo, y las de mi generación, seguimos cultivando nuestras fincas porque nos gusta y porque así podemos regalar a nuestros hijos alimento de una calidad que no encuentran en los supermercados: patatas, maíz, coles, ajos, cebollas, etc. Creo que esta riqueza no tiene precio, aunque este mundo tan avanzado de ahora no le dé valor. Y también pienso, además de la satisfacción que me reporta ver el fruto de mis manos y ver crecer lo que siembro, ¿qué va a ser de los pueblos cuando gente como yo, que cada vez somos menos, no cultivemos estas tierras y las condenemos al abandono? ¿Qué pasaría si se cortaran las comunicaciones y cerrasen las tiendas que nos traen productos de otros continentes? ¿Qué será de nuestros pueblos cuando pierdan la posibilidad de alimentarse a sí mismos?

Mis hijos piensan que es una tontería, pero a mí nadie me quita de la cabeza que tendremos que volver a recurrir a la tierra, como de pequeña, para sobrevivir. Algunos creen que esto sería un drama. No entiendo por qué, desde luego. A lo mejor, lo que no es normal es que me den de comer patatas de Marruecos cuando en mi pueblo nunca hemos tenido que pagarlas porque nosotros las cultivamos en abundancia. Creo que este mundo tal y como es ahora no tiene futuro. No tiene sentido y no es sostenible. Por eso espero que mis nietos y nietas tengan conciencia del valor de la tierra porque esta es la verdadera garantía de su supervivencia y de la de nuestros descendientes. Aunque los políticos, y estos que me cuenta mi hija que se denominan modernos o postmodernos, que creen que todo es relativo y que las tecnologías son el futuro, no valoren esto, yo les diría que deberían recordar que ante todo somos seres humanos, y esto es algo que no se aprende en sus lecturas ni en sus aparatos.

Es fundamental conocer las claves de nuestro pasado reciente para guiar nuestro presente y dar luz a nuestro futuro. Y que los pueblos puedan alimentarse a sí mismos será la única forma de sobrevivir en las décadas que vienen.

Carmen Da Fonte

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