Las relaciones en los pueblos con el vecindario vacacional
María del Mar MARTÍN MARTÍN
El crudo invierno ha pasado y pasear por muchos de los pequeños pueblos de Castilla en estos días, especialmente de lunes a viernes, es encontrarte con las casas del pueblo en su mayoría cerradas a cal y canto, las calles desiertas y sus parajes solitarios. Los ruidos propios de la naturaleza son los pocos que interrumpen la cotidianidad del silencio. Todo parece estático, pero no es así, de vez en cuando y a lo largo del día se van sucediendo diferentes acontecimientos, el paso de un tractor, algún coche que va y viene a trabajar, los camiones de la venta ambulante, el pescadero, el panadero, la carnicera, el frutero, el de los congelados... la médica que viene a pasar la consulta, el cura a decir la misa, el secretario del Ayuntamiento, el autobús del colegio... Y por las tardes, las aulas de cultura, las manualidades, la gimnasia o alguna otra actividad esporádica. Al final de la tarde, un rato en el bar del pueblo, a compartir una buena conversación de fútbol, de política, del tiempo, o de lo acontecido a lo largo del día. Siempre hay algo que se mueve por imperceptible que parezca.
Todo transcurre sin prisas, las personas más mayores son las que menos actividad generan y en algunos casos las que más acusan esta sensación de soledad; las más jóvenes aún en activo, no paran con sus actividades agrícolas, ganaderas, turísticas, etc. Las niñas y niños pasan el día en los centros educativos, colegios e institutos y completan el día con actividades extraescolares en las poblaciones más grandes, donde pasan muchas horas.
Cuando nos vamos adaptando, todo se esfuma al ritmo de las despedidas, los coches se van de vuelta a la capital y las bicis se guardan hasta el verano.
Hoy solo somos unas pocas, diez, treinta, cincuenta, cien pobladoras, y, de repente, en un instante, de la noche a la mañana, y no es metafórico, nos multiplicamos hasta casi por diez. La llegada de la Semana Santa a la salida del invierno moviliza a muchas personas y familias que quieren pasar estos días en sus lugares de origen y vuelven al pueblo, a relajarse y huir del mundanal ruido de la gran ciudad.
Esos días, la escasa población de los pueblos nos convertimos y nos sentimos anfitriones pues nos gusta acoger a quienes han llegado a pasar unos días; en definitiva son nuestros primos, hermanas, hijos, las amistades de la infancia, y también nos apetece cambiar un poco el ritmo cotidiano.
En un pestañeo, las puertas y ventanas de las casas del pueblo se empiezan abrir y el aire se carga de nuevos sonidos: los coches que van y vienen, la chiquillería y sus gritos jugando por la calle y sus bicis circulando o tiradas en cualquier rincón, las voces, los saludos...
En pocos días se pretende hacer muchas cosas, el ritmo se acelera, hay que pasear, hay que preparar cenas y encuentros, hay que hacer juegos infantiles, hay que organizar las fiestas del verano, la reunión de la asociación, las misas, las procesiones. Y sobre todo tenemos que escuchar cuáles son las maravillas de nuestros pueblos y qué debemos hacer para mejorarlos, ponerlos más bonitos, más acogedores; muchas recetas mágicas, pero pocas soluciones reales.
Nuestra labor de anfitrionas esos días nos impide seguir con nuestra dinámica habitual. Si todos los días te juntas con tu vecina, con las amistades del pueblo de al lado, con las madres de los compañeros de tus hijos, hoy quien te requiere es este nuevo "vecindario temporal de tu pueblo". Han llegado con unas ganas locas de relajarse y pasar unos días de tranquilidad, y casi sin que nos demos cuenta nos imprimen su dinámica, su ritmo, de manera que nuestra actividad deja de tener importancia y pasa a un segundo plano.
Pero igual que empezó, en unos instantes termina. Cuando nos vamos adaptando, todo se esfuma al ritmo de las despedidas, los coches se van de vuelta a la capital y las bicis se guardan hasta el verano. Todo vuelve a la normalidad.
Esos cuatro días de Semana Santa son los de mayor concentración de personas en los pueblos y, sobre todo a las personas más mayores, les recuerda a su infancia cuando había tanta vida en la calle, y se preguntan por qué no puede volver a ser así. Las personas del pueblo y de los pueblos cercanos que tienen negocio han llenado sus cajas y esto les permite hacer un balance medio con los meses del invierno.
Volverán momentos similares, pero ¿seremos capaces algún día de equilibrar estos desequilibrios?
Todo esto nos debe llevar a una reflexión profunda sobre el modelo de ocupación territorial que hemos construido en los últimos 50 años y que no podremos mantener. Debemos ir en sentido contrario, recomponiendo y cambiando la relación rural-urbano hacia un modelo más equilibrado con nuestro medio y para las personas.