Irene GARCÍA ROCES, Marta RIVERA y Marta SOLER
Mujer cargando alimentos en Burkina Faso. Exposición «We Feed The World». Foto: Andrew Esiebo
Pastora en la región de Mushki (Georgia) donde se gestiona el monte de forma comunal. Exposición «We Feed The World». Foto: Antoine Bruy
Soberanía alimentaria, agroecología y feminismo son grandes palabras que asociamos a luchas y proyectos políticos complejos y en construcción, que podemos sentir cerca o lejos de nuestras vidas cotidianas. Se trata de propuestas políticas múltiples y diversas, según quién, dónde y cómo las defina... Y lo son aún más cuando se mezclan, así que tendríamos que nombrarlas en plural: las soberanías alimentarias, las agroecologías y los feminismos. Son horizontes a los que queremos llegar, que nos aportan ilusiones y nos regalan también una mirada nueva y crítica, unas gafas de color rojo, verde y violeta, para comprender y analizar el mundo. También nos impulsan a la acción (o eso querríamos).
¿Conviven juntas fácilmente estas tres expresiones? Lo que es seguro es que demasiadas veces chocan con las crueles realidades que nos atraviesan en el día a día. Aspiramos a la soberanía alimentaria a través de una agroecología feminista, pero vivimos rodeadas de agricultura industrializada y alimentación globalizada en un mundo capitalista y patriarcal, de empleos y vidas precarias, con productos en los mercados que pueden no ser los más justos ni ecológicos, compras en el súper más cercano y asequible, y pasando el mínimo tiempo en la cocina porque no nos da la vida. En estas contradicciones vivimos.
¿LA SOBERANÍA ALIMENTARIA ES FEMINISTA?
La soberanía alimentaria nace de La Vía Campesina como propuesta política alternativa a la globalización agroalimentaria y se formula como el derecho de los pueblos a decidir y controlar de forma autónoma su alimentación a través de la agroecología campesina (¡casi na!). La agroecología es una alternativa a la revolución verde que recupera y actualiza saberes tradicionales, maneja la biodiversidad con sabiduría y arte, ecologiza la producción de alimentos y la hace más social. Y es campesina porque gracias al conocimiento y el saber hacer de quienes cultivan, crían y elaboran alimentos, se genera la autonomía.
No podemos, por tanto, asumir que la soberanía alimentaria y la agroecología campesina sean ya en sí mismas feministas.
La justicia social, tanto para quien produce los alimentos como para quien los consume, ha estado siempre en el corazón de la soberanía alimentaria. Podríamos pensar, por tanto, que la igualdad de género está también implícita, por lo que la soberanía alimentaria y, por extensión, la agroecología campesina son feministas. Sin embargo, las mujeres de La Vía Campesina necesitaron crear una asamblea propia dentro de la organización para luchar por su participación y para conseguir que los temas feministas se asumieran como temas de todas y de todos. Las desigualdades de género continúan bien arraigadas en el mundo agroalimentario, en los campos, las familias y las cocinas de todo el mundo. No podemos, por tanto, asumir que la soberanía alimentaria y la agroecología campesina sean ya en sí mismas feministas.
EL SESGO PATRIARCAL DE LA AGROECOLOGÍA Y LA SOBERANÍA ALIMENTARIA
La conquista de una alimentación agroecológica, soberana y feminista para nuestra vida cotidiana no va a ser fácil. Corremos el riesgo de construir una soberanía alimentaria patriarcal porque el patriarcado impregna nuestro mundo y orienta nuestra forma de vivir. La agroecología es un claro ejemplo de ello.
El enfoque agroecológico surge en la academia para analizar y transformar la agricultura industrializada, pero lo hace desde una mirada androcéntrica, ignorando las cuestiones de género y sustentando su análisis en categorías asexuadas (agroecosistema, finca, biodiversidad...) o en categorías cargadas de relaciones desiguales de género que han sido ignoradas (familia, campesinado, comunidad...). La agroecología idealiza la agricultura familiar, la cultura campesina de las comunidades rurales y los saberes culinarios sin cuestionarse las relaciones de género profundamente desiguales que se esconden en las familias, las comunidades y las cocinas.
Este sesgo androcéntrico de la agroecológica académica también está presente en su construcción práctica. Frecuentemente, cuando un técnico o investigador (o incluso una técnica o investigadora) acude a visitar una finca, busca o acepta hablar exclusivamente con «el cabeza de familia», las mujeres, en la mayoría de los casos, son invisibles o consideradas como una «ayuda» y no como sujetos activos protagonistas de la transición agroecológica. El técnico o la técnica casi siempre ignora la «división sexual del trabajo» y no se pregunta quién hace qué, con qué reconocimiento o en qué condiciones ni tiene en cuenta las opiniones, necesidades y trabajos de las mujeres. Nos alegramos cuando las mujeres campesinas ganan protagonismo en la agroecología, en la producción o la comercialización, pero ¿nos preguntamos qué sobrecarga de trabajo sufren para poder estar en estos lugares? ¿Han conseguido negociar el reparto de tareas domésticas para no morir en el intento y poder participar en la vida pública y económica? No en todas las fincas agroecológicas la toma de decisiones incluye a hombres y mujeres. Y si los mercados agroecológicos se llenan de mujeres comprando, nos parece normal y no nos preguntamos quién va a decidir los menús saludables ni quién va a cocinar esas ricas comidas con alimentos frescos que implican horas de elaboración. En ocasiones, caemos en la contradicción de querer visibilizar estos trabajos y terminamos ensalzando las responsabilidades tradicionales femeninas como exclusivamente nuestras sin reclamar cambios y repartos justos.
UNA AGROECOLOGÍA QUE GARANTICE UNA VIDA DIGNA DE SER VIVIDA
Hoy es muy difícil vivir del campo y muchos proyectos agroecológicos fracasan porque implican mucha precariedad, tanto por la falta de ingresos como por la excesiva carga de trabajo.
En la mayoría de los casos, no damos importancia a temas como la viabilidad económica, que en la práctica significa conseguir diseñar proyectos agroecológicos realistas que generen remuneración digna y que permitan vivir dignamente trabajando en el campo. Esta precariedad laboral (la falta de salarios dignos, de cotización, de derechos laborales, las altas cargas de trabajo...) afecta principalmente a las mujeres que, además del trabajo remunerado, tienen que asumir los trabajos de cuidados, también en las iniciativas agroecológicas. Una agroecología feminista debe cuestionarse cómo construir propuestas agroecológicas viables que colectivicen los trabajos de cuidados y cómo conseguir ingresos dignos para el campesinado y también precios asequibles para las personas consumidoras precarizadas.
Todas estamos contaminadas por el machismo y reproducimos violencias, relaciones de poder, papeles... ¿Se saben manejar los conflictos y las emociones en los proyectos agroecológicos? Las relaciones patriarcales están presentes tanto en el mundo rural como en el mundo urbano y, por supuesto, también en las iniciativas agroecológicas. Asumir esto implica asumir también la necesidad de preguntarse y replantearse constantemente cómo enfrentar esas relaciones y estas violencias en lo cotidiano de nuestras luchas.
No nos resistimos a lanzar algunas ideas sobre qué hacer, aunque somos conscientes de que tanto los diagnósticos como las propuestas de acción y cambio deben ser construidos colectivamente desde los territorios. Para nosotras, un primer paso es reconocer, explicitar y afrontar que existe una desvalorización social generalizada de los trabajos y de los papeles que tradicionalmente hemos realizado las mujeres tanto en el campo como en las cocinas, en las casas, en las familias o en las comunidades y en los territorios. Valorar socialmente estos trabajos debe implicar además el reparto en plano de igualdad, hacerlos responsabilidad colectiva de toda la sociedad y no exclusivamente de las mujeres. Esta propuesta implica, por tanto, una democratización del trabajo de cuidados.
Creemos que un segundo paso imprescindible es cuestionar las relaciones de poder en la familia y romper la idealización de la «familia campesina» para poder confrontar y modificar las relaciones patriarcales dentro de esta institución. Una transición agroecológica feminista tiene que ir unida a cambios de relaciones y roles entre hombres y mujeres en los hogares, construyendo nuevas formas de convivencia. Esto, unido al reparto del trabajo de cuidados, permitiría a su vez un reparto en los espacios de representación mayoritariamente ocupados por hombres.
Creemos que un segundo paso imprescindible es cuestionar las relaciones de poder en la familia y romper la idealización de la «familia campesina» para poder confrontar y modificar las relaciones patriarcales dentro de esta institución.
Consideramos que un tercer paso es trabajar en fortalecer y desarrollar nuestras articulaciones entre personas y colectivos para poder afrontar la falta de tiempo impuesta por los ritmos productivistas, tanto para los trabajos de cuidados de hijos o hijas o de otras personas que lo requieran, como para los trabajos productivos. Realizar planificaciones conjuntas, colaborar, corresponsabilizarnos o promover el trabajo colectivo nos puede facilitar el cuidado y la participación en la vida comunitaria: cocinar, organizar una dieta adaptada a cada estación, estar en un grupo de consumo o luchar para incorporar alimentos ecológicos en el comedor de la escuela. También nos puede ayudar a conservar las semillas, cultivar la huerta o cuidar de los animales, así como hacer conservas sin tener que aumentar nuestras jornadas laborales ni autoexplotarnos.
Los ecofeminismos y los feminismos decoloniales están proponiendo redefinir y reorientar la praxis de la agroecología y la soberanía alimentaria para situar la comida en el centro de nuestra organización sociopolítica como una parte esencial de la vida. Ello implica dar centralidad económica y cultural en nuestra sociedad tanto a los trabajos campesinos en el campo como a los trabajos domésticos para alimentar valorando que son esenciales para la vida común, desplazando así la centralidad actual de los mercados. Es esta propuesta la que creemos que tiene sentido continuar. Para nosotras es este debate colectivo y radicalmente democrático desde los territorios el que puede hacer avanzar la recampesinización feminista que necesitamos para la soberanía alimentaria de los pueblos.
¿DE QUÉ FEMINISMOS ESTAMOS HABLANDO?
Aunque las luchas de resistencia y autonomía de las mujeres son atemporales, la formulación política del feminismo como tal tiene raíces occidentales. Es con el impulso del liberalismo y el capitalismo en la Revolución francesa, a finales del siglo xviii, que se formulan derechos individuales y colectivos en una nueva sociedad de mercado y propiedad privada. El poder político se denomina democrático con la instauración del derecho al voto y la representación parlamentaria, pero las mujeres son excluidas de la categoría de «ciudadanas» y los nuevos derechos se reservan a los hombres. Es en este momento cuando se explicita el conflicto de género y se pone de manifiesto el patriarcado que concibe a las mujeres como inferiores y al servicio del hombre.
La dominación de los hombres sobre las mujeres es la esencia del patriarcado, que se consagra en la institución familiar y en la «división sexual del trabajo» como instrumento privilegiado de desigualdad. Mientras el lugar «natural» de las mujeres es el trabajo doméstico y de cuidados, no remunerado (o mal remunerado), no visibilizado y no reconocido; el lugar de los hombres es el espacio público político y de mercado, remunerado, visibilizado y reconocido.
Estos análisis tienen, sin embargo, un marcado sesgo urbano, industrial y occidental. Recientemente, la denominada «economía feminista de la ruptura» ha comenzado a formular propuestas para construir una economía no capitalista orientada por la «ética del cuidado» para la «sostenibilidad de la vida» (de toda la vida) que coloque «la vida en el centro» para que las vidas humanas sean «vidas que merezcan ser vividas» en equilibrio con la naturaleza.
En las décadas de 1960 y 1970 cobran fuerza las voces de las mujeres afroamericanas para denunciar que el discurso y las propuestas del feminismo dominante había sido construidos exclusivamente desde las vivencias de las mujeres blancas occidentales y en buena parte de las clases medias. Les seguirán las mujeres racializadas, indígenas y campesinas de todo el mundo que sufren la dominación colonial generando desde sus vivencias y visiones del mundo, análisis y propuestas políticas feministas emancipadoras propias.
En este momento comienza a visibilizarse lo que hoy denominamos «interseccionalidad», que no es más que el cruce de los ejes de dominación que atraviesan la vida: la clase, la etnia, el género... También, mujeres de distintos puntos del planeta comienzan a construir el llamado ecofeminismo, denunciando el sesgo antropocéntrico de la concepción del mundo occidental y del feminismo dominante que no cuestiona la apropiación y destrucción de la naturaleza y de la vida no humana que nos sostiene.
Los ecofeminismos que se alían con los feminismos poscoloniales y la economía feminista de la ruptura nos parecen que son los feminismos que alimentan las agroecologías y las soberanías alimentarias feministas en construcción. Pero es desde los territorios diversos y desde las vivencias de las mujeres desde donde construiremos en el hacer, sentir y pensar cotidiano ese «feminismo popular y campesino» al que aspiran las mujeres de La Vía Campesina.