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David Segarra

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Cuando miramos el legado rural del Mediterráneo peninsular, la pregunta que nos podemos hacer es: ¿qué no es árabe? Sin embargo, las técnicas agrícolas llegaron a la península ibérica durante el Neolítico, hace milenios. Los pueblos ibero, romano y griego desarrollaron la agricultura que llegó desde los actuales Líbano, Palestina, Siria, Kurdistán, Turquía e Irak. Entre los siglos viii y x, serían clanes imazighen* y árabes los que impulsarían la gran revolución agrícola en nuestra tierra. Posteriormente la población de Aragón, Catalunya, el País Valencià y Murcia heredaría los saberes andalusíes y los continuaría desarrollando. Todo este legado de incontables generaciones ha hecho que la huerta de València sea en el siglo xxi el área irrigada histórica más grande y activa del Mediterráneo occidental.

 

 

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Alquería del Brosquil. Castellar-L’Oliveral, L’Horta Sud (València)

De todo esto hay un conocimiento claro en la comunidad científica. Y, a su manera, también en la misma huerta. Quien vive en una alquería de Alboraia, Burjassot o Benimaclet y cultiva chufas, alcachofas, berenjenas o calabazas, regadas por acequias y azudes, entre albahacas, naranjos, higueras y albaricoqueros, vive rodeado por raíces árabes y tiene una conciencia difusa de que muchas de sus cosas vienen «de los tiempos de los moros». En cambio, al conjunto de la sociedad se le ha ocultado por siglos esta realidad. Durante la época franquista y la actual, se ha intentado imponer que la huerta fue una obra de origen romano, una tesis imperial ha quedado desfasada en el ámbito académico. Una nueva investigación confirma los estudios históricos mediante la arqueología hidráulica: la huerta de València fue una creación de las comunidades labradoras árabes e imazighen, y nació de la iniciativa campesina, de manera autogestionada. El libro que lo explica es Los constructores de la huerta de València (València, Publicacions de la Universitat de València, 2018), del doctor en Historia Ferran Esquilache. El trabajo, que ha durado más de una década, profundiza en dos vertientes: el origen de la huerta y el sistema social andalusí rural. ¿Cómo vivían y se organizaban las primeras comunidades labradoras de la huerta?

Nace una nueva civilización

La llegada de árabes e imazighen a lo largo del siglo viii se produjo en el contexto de las guerras civiles visigóticas, en medio de una sociedad en declive, asolada por la peste, dividida entre facciones señoriales y en plena persecución contra los cristianos disidentes y los judíos. Los combatientes de origen amazigh y árabe vencieron a los señores y reyezuelos visigodos en pocos años. Nacía, lentamente, una nueva civilización formada por la mayoría iberorromana, la minoría araboamaziga y las pequeñas comunidades judías.

El origen de la población judía peninsular es ancestral, de la época romana. El historiador Thomas F. Glick planteó la posibilidad de que posteriormente llegaran comunidades judías imazighen desde el Magreb (Occidente, en árabe), ya que los pueblos de origen amazigh también habían vivido procesos de romanización y de conversiones al judaísmo, cristianismo e islam. Incluso es posible que entre los musulmanes que conquistaron la península se encontraran también cristianos y judíos magrebíes. La comunidad judía, como la mayor parte de la cristiana y la musulmana, se expresaba principalmente en árabe.

Quizás el punto menos conocido es que, a pesar de que las sociedades iberas, romanas, visigodas, judías, cristianas y musulmanas eran patriarcales, la nueva estructura social andalusí desarrolló cambios radicales. Así, se estableció que las mujeres tenían derecho a la propiedad, derecho a la educación e incluso derecho al divorcio. En el islam y en el judaísmo tradicional, la sexualidad no es considerada pecado, sino una fuente de baraka o energía bendita y sagrada. Por eso, uno de los motivos legales de divorcio, además del maltrato, podía ser que el marido no satisfacía el placer de la mujer. En el campo y la huerta, las mujeres y los hombres trabajaban codo con codo, puesto que la economía era de clan familiar y el sistema latifundista-esclavista hispanorromano se estaba deshaciendo. A pesar de los cambios, la organización social siguió siendo patriarcal. Sin embargo, cinco siglos después, la conquista católica aboliría, escandalizada, estos derechos. La invención de la figura de la bruja está ligada, en parte, a la existencia de mujeres rurales que se resistieron a las órdenes de la iglesia.

Cultivar es revivir la tierra

Árabes e imazighen llegaron con una bandera revolucionaria: la tierra es de quien la revive. Establecieron que aquella comunidad que sembraba un campo y construía sus propias casas era propietaria libre. ¿Qué campesino querría entonces ser siervo de un señor visigodo pudiendo ser libre? Con esta premisa se fueron deshaciendo los latifundios.

En esta sociedad que nacía se prohibió el maltrato animal y la caza por placer, puesto que se consideraba que todos los animales y criaturas formaban comunidades y naciones como los seres humanos. La muerte de un animal para alimentarse debía de ser ritual y con el menor sufrimiento posible. La tradición profética renovada declaraba: «La tierra es tu madre, así que cuida de tu madre». En un cambio profundo, el sentido de la vida era proteger la tierra y cultivarla, con la obligación añadida de la búsqueda de conocimiento, por lo que la ciencia, la filosofía y el arte volvieron a desarrollarse.

A raíz de esta revolución, las comunidades campesinas repoblaron la llanura del río Turia con las nuevas técnicas de regadío: abriendo acequias para canalizar y distribuir el agua de riego y construyendo norias, azudes y molinos hidráulicos. El agua era considerada sagrada y de propiedad comunal, hasta el punto de establecerse que bajo ninguna condición, ni en guerra, se podía contaminar un pozo, un manantial o un río. Thomas F. Glick escribió: «Solo la comunidad tiene el derecho de utilizar el agua de su acequia para riego y ellos mismos regulan los asuntos de la acequia. Los regantes establecen los turnos y ninguno de ellos puede erigir un molino o incluso construir un puente sobre la acequia sin el consentimiento de todos».

El último pleito por el agua encontrado en árabe data del 1222; sin embargo, el Tribunal de las Aguas ha continuado funcionando, con múltiples cambios y evoluciones, hasta nuestros días. Narra el periodista y escritor uruguayo Eduardo Galeano: «No está integrado por juristas el tribunal más justo del mundo. Que es, además, el más antiguo de Europa». Y nos recuerda que «esta justicia no viene de arriba, ni de afuera: los jueces son los labradores que cultivan sus propias tierras, y entre ellos resuelven los litigios por el agua de las ocho acequias que riegan las huertas de Valencia». Estos canales llevan todavía los nombres de los clanes fundadores: Favara por los Hauara imazighen, Mestalla por los Mexdala o el brazo de Benàger por los Beni Áger. Es muy significativo que después del colapso del califato de Córdoba, fueran dos administradores de acequias, Mubárak y Muzáfar, quienes establecieran un primer estado independiente en València en 1009.

Con el desarrollo progresivo de la población y la producción, las comunidades campesinas establecieron mercados rurales donde ofrecían sus excedentes y se producían reuniones. Explica Esquilache: «No funciona la ley de la demanda y la oferta, puesto que su única función es el intercambio entre grupos campesinos que viven cerca los unos de los otros». Pero, gradualmente, la ciudad generó un mercado propio y central donde el mostassaf vigilaba la calidad y los precios. «Por eso, las ciudades se fundaban en medio de una zona rural que ya estaba organizada y en funcionamiento, la cual podía alimentar la población urbana. Es decir, las huertas hicieron las ciudades, y no a la inversa». Por tanto, gracias a la constelación de alquerías y huertos, Valentia renació como Balansiya. Y así fue conocida como Madinat at-Turab, la ciudad de la tierra, de la tierra fértil.

 

DavidSegarra Clau

Llave de Balansiya (València) en el Museu Històric Municipal de l'Ajuntament de València

Alqaria, aljama y muwallad

Los nuevos clanes árabes e imazighen fueron uniéndose progresivamente a los nativos locales mediante el sistema de alianza muwallad. Así, nacía una nueva cultura: la andalusí, suma de iberos, romanos, visigodos, judíos, árabes e imazighen. Lo más interesante del proceso es que se hizo mayoritariamente por iniciativa clánica y comunal. El historiador e hispanista Pierre Guichard definió esta sociedad como «no feudal», por «la ausencia de señores extractores de renta». La propiedad de la tierra y de los medios de producción eran casi en su totalidad del pueblo.

La estructura de la nueva sociedad campesina se basaba en dos pilares: la organización en alquerías y la autogestión en aljamas o asambleas clánicas. Alquería significa literalmente el pueblo, el conjunto de casas, campos, animales y personas. Las aljamas eran las que elegían a los jeques, los hombres representantes de la comunidad ante otras comunidades y ante las lejanas autoridades califales. Las alquerías se aliaban por qábilas y qaums (clanes) para compartir graneros, pastos y bosques, y también para construir y mantener las obras hidráulicas. Precisamente porque el estado emiral y califal tenía un alcance mínimo en las tierras del Xarq (Este), los famosos Beni (hijos de o clan de) que impregnan tantos de nuestros pueblos son uno de los signos de su fundación popular. Los hijos y las hijas de los clanes de origen araboamazigh y de los clanes de los maualis iberorromanos revivieron la tierra.

Ferran Esquilache explica que en las comunidades rurales andalusíes «los grandes terratenientes no existían» y «los pobres parece que tampoco, la diferencia entre los que más tierra poseían y los que menos tenían no era excesivamente grande». Por lo tanto, podemos entender que había un lejano estado y unas mínimas élites urbanas que poseían algunas tierras, pero que el territorio rural era mayoritariamente dominio y señorío del campesinado. Un hecho singular que los ejércitos católicos intentarían, y casi conseguirían, eliminar.

Raíces de tierra y agua

 
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Balcón con motivos árabes y valencianos en Alcalà de la Jovada (la Marina Alta, Alacant). Foto: David Segarra

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Laúd, introducido en la península ibérica por los pueblos árabes. Foto: David Segarra

 

La conquista feudal en el siglo xiii supuso la imposición de un nuevo sistema basado en la monarquía, la iglesia y los señores. En los momentos de mayor persecución, revueltas campesinas moriscas estallaron una tras otra, como en la rebelión de Espadán (1526), liderada por el labrador y síndico de riego Garbau, Selim Almanzor. La monarquía envió expediciones militares a sofocar implacablemente la resistencia. Ya en 1492 todas las familias judías habían sido deportadas por orden de los reyes católicos. En 1567 Felipe II prohibió la lengua, la cultura y la música árabe. Y finalmente, en 1609, Felipe III ordenó la expulsión de toda la comunidad morisca. Hay que destacar que en esa época más de la mitad de la comunidad morisca peninsular se encontraba en la Corona de Aragón, especialmente en las tierras valencianas, un territorio que casi coincidía con el del antiguo Xarq al-Ándalus. Un milenio era borrado a sangre y fuego. La gente de la tierra había sido finalmente expulsada de su tierra.

La ciudad fue ocupada y las tierras fueron privatizadas y repartidas entre obispos, aristócratas y militares. Progresivamente, las comunidades nativas fueron arrinconadas en las sierras y montañas, donde crearon nuevas huertas y sistemas de irrigación. Y se obligó a vivir en morerías y juderías a quienes quedaron en las ciudades. Incluso se intentó, con poco éxito, sustituir la cocina tradicional con aceite de oliva por la de manteca de cerdo. Uno de los rasgos de identidad que sorprendió a los recién llegados del norte era el aprecio que se tenía por las verduras, hortalizas, legumbres y frutas. Y también por el amor al agua, que usaban para regar, bañarse y purificarse.

En pleno siglo xxi, conviene que nos preguntemos por qué no sabemos prácticamente nada de todo esto, por qué se habla tan poco sobre quiénes somos y de dónde venimos. Cómo es que no hay más películas, series y reportajes sobre el tema, por qué no se enseña en las escuelas. Aun así, la memoria de la gente de la tierra ha perdurado. Siglo a siglo, generación tras generación, el recuerdo nunca ha desaparecido del todo. Lo hemos escuchado en leyendas y cantos campesinos, en las crónicas de Bernat Capó, en las fábulas y versos recogido por Enric Valor y Josep Piera. En las músicas de Josep Gimeno el Botifarra, Ahmed Touzani, Al Mayurqa, Al Tall, Maria de Mar Bonet, Carles Dénia, Quico el Célio, Capella de Ministrers, Jordi Savall y L'ham de Foc. Porque la historia de la huerta de València es también la historia de las huertas de Lleida, Tortosa, Mallorca, Albarracín, Millares, Castelló, Segorbe, Alzira, Gandia, Xàtiva, Orihuela, Elche y Murcia. Y si tenemos pruebas científicas es gracias al coraje y la perseverancia de personas de la academia como Mikel de Epalza, Manuel Sanchis, Pierre Guichard, Thomas F. Glick, Dolors Bramon, Ana Labarta, Carmen Barceló, Josefina Veglison, Enric Guinot, Víctor Algarra, Manuel Ruzafa o Ferran Esquilache. Gracias a ellas, hoy sabemos un poco de lo que pasó. No solo lo sentimos con el corazón, sino también con el rigor de la ciencia. Pero sobre todo lo sabemos porque la civilización de la tierra sigue viva en nuestros pueblos, campos y sabores. Nuestras labradoras son sus herederas.

Comparando los grandes movimientos humanos de ayer y de hoy, es significativo saber que un porcentaje importante de la población de Marruecos, Argelia y Túnez es descendiente de las poblaciones nativas iberorromanas peninsulares. Y al revés, algunas de nosotras podemos ser descendientes de origen amazigh, judío y árabe. La cultura puede sobrevivir al fuego, a la sangre y al tiempo. Hoy, quien trabaja en la huerta vuelve a oír los bon dia de los labradores valencianos y los salam de los jornaleros magrebíes. Y quien pone atención, puede sentir que cada alquería, cada acequia, cada semilla y cada herramienta todavía hablan en la lengua de la tierra.

Por esta razón, en una época de crisis civilizatoria, económica y ecológica, amenazada por profetas del odio y por la confusión nihilista, nuestras raíces se hacen más necesarias que nunca. A pesar de que la huerta y su sistema de riego han sido reconocidos internacionalmente por la FAO y por la UNESCO, continúan estando tan amenazados como siempre. La destrucción en 2019 del centenario Forn de Barraca y de 80.000 metros cuadrados de la mejor huerta para ampliar una carretera supuso un shock para València. Recordando tiempos pasados, el gobierno central envió fuerzas especiales y un helicóptero para desalojar violentamente a quienes la defendían el mismo día que la ciudad, y el mundo entero, se manifestaba contra el cambio climático. Y es que aún hoy los intereses económicos se empeñan en devorar aquello que sobrevive de la civilización de la tierra.

La huerta valenciana tiene ya un milenio de vida y sabiduría; que viva mil más depende de nosotras. La huerta es mucho más que agricultura y mucho más que cultura local y tradicional; es la memoria viva que nos recuerda que es posible vivir en comunidad y en equilibrio con la tierra. La huerta nos enseña que quizás la tradición no es el pasado, sino aquello que no pasa.

¿Es que no ves marchitarse la rama
cuando de la raíz se separa?
Ibn Jubair

David Segarra

Periodista y documentalista


*  Imazighen es el plural de amazigh, pueblo originario del norte de África.

 

 

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