Expresiones de violencia del sistema agroalimentario

Kylyan Marc Bisquert i Pérez

Desde sus inicios, el siglo xxi ha sido acuñado como el siglo de las migraciones, distinción que se consolida a diario al tiempo que numerosos conflictos armados sacuden duramente países y regiones enteras alrededor del mundo. Si nos atrevemos a preguntarnos qué más puede haber detrás de estos fenómenos sin caer en tópicos, podremos encontrar algunas relaciones incómodas entre los sistemas agroalimentarios y esas dramáticas realidades que afectan a millones de seres humanos.

 

A simple vista, parece obvio que las causas de los actuales y masivos flujos de migración se hallan en la huida de situaciones de violencia o pobreza, o bien en el legítimo anhelo de alcanzar mejores condiciones de vida. Pero ¿qué más puede haber detrás de esas circunstancias que impiden el desarrollo integral de personas y comunidades en sus propios territorios? ¿Qué les empuja a embarcarse en una odisea hacia un futuro incierto y repleto de riesgos y barreras? La respuesta no es única ni sencilla, pero sí podemos constatar que en la práctica totalidad de los principales países emisores existen complejos conflictos de carácter agroalimentario que conducen a extensas capas de población a situaciones realmente desesperadas. El campesinado y las personas que habitan las áreas rurales son, en general, las más vulnerables ante este tipo de conflictos.

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Frontera entre Hungría y Serbia. Foto: Bör Benedek (CC BY-NC 2.0)

DEFINICIONES OFICIALES VERSUS DEFINICIONES DE DERECHOS

Las palabras y los conceptos no son neutros. Detrás de cada definición existe un posicionamiento político y una manera de entender la sociedad. En términos como persona refugiada, desplazada, ilegal, migrante, hambre, violencia, terrorismo..., se han impuesto unas definiciones realizadas desde un pensamiento liberal que defiende el actual modelo capitalista. Casualmente, además, en las primeras se considera a las personas objetos... y no sujetos. Llamar a una persona ilegal es muestra de ello. En el caso de personas refugiadas y desplazadas nos encontramos en la misma situación. Denominar terrorismo tan solo a un tipo de violencia es apropiarse del término. Habría que preguntarse por qué motivo las Naciones Unidas no reconocen el estatus de refugiadas a personas que huyen por razones económicas. Que lo hicieran implicaría aceptar el fracaso del modelo económico que defienden y reconocer que ese modelo genera violencia, injusticia y hambre.

Persona refugiada es aquella «perseguida por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a un determinado grupo social u opiniones políticas y que se encuentra fuera del país de su nacionalidad». Desde movimientos como Stop Maremortum se defiende que se incluya también a todas las personas que se encuentran en una situación vulnerable por motivos económicos y sociales, haciendo extensivo el derecho a la protección y garantizándoles un procedimiento de acogida digno que permita su inclusión social y laboral.

Persona desplazada es aquella «forzada a huir de sus hogar para escapar del conflicto armado, la violencia generalizada, los abusos de los derechos humanos o los desastres naturales, pero que no cruza la frontera de su país».

La diferencia entre refugiadas y desplazadas es que las primeras reciben y tienen derecho a protección internacional y ayuda; pero las desplazadas no.

Como no existen instrumentos internacionales específicos para proteger a las personas desplazadas, se provocan situaciones injustas y consentidas por Naciones Unidas, puesto que se aplica, de manera interesada y sesgada, la no injerencia en conflictos internos. Ejemplos crueles los encontramos en Chad, donde en la misma zona hay campos de personas refugiadas y campos de personas desplazadas, que tienen las mismas necesidades, pero la escasa ayuda condicionada provoca diferencias de «clase».

 

LOS CONFLICTOS AGROALIMENTARIOS Y SUS VIOLENCIAS

Para situarnos, podemos entender como conflicto agroalimentario toda aquella discrepancia o contraposición de intereses, necesidades o voluntades que se produce en relación con los distintos eslabones de la cadena agroalimentaria: producción, transformación, distribución y consumo. Pueden presentarse de muy diferentes maneras, yendo desde el acaparamiento de tierras, recursos y patrimonio genético, hasta el deterioro del comercio local de nuestros barrios a manos de las grandes cadenas de distribución alimentaria, pasando por los impactos ambientales y climáticos del agronegocio global.

Ahora bien, aunque estos conflictos no tengan por qué desembocar necesariamente en dinámicas de violencia directa o conflicto armado, sí suelen llevar asociada una importante carga de violencia estructural, pues, por lo general, se trata de situaciones en las cuales tiene lugar una fuerte descompensación en las relaciones de poder entre agentes implicados: productoras, trabajadoras del sector alimentario y consumidoras, frente a grandes empresas, lobbies, gobiernos e instituciones supranacionales. Por este motivo, en esencia, suelen suponer la imposición de un modelo agroalimentario concreto y una visión de la realidad cada vez más hegemónica sobre la amplísima amalgama de realidades que han caracterizado los modos que el ser humano ha empleado para abastecerse de alimentos hasta hace relativamente poco tiempo. Este tipo de violencia, pese a no ser tan visible, conllevará también terribles consecuencias, pues se trata, en definitiva, de coacciones que impiden el desarrollo humano o la satisfacción de las necesidades más básicas de personas y comunidades, así como la aniquilación de la inmensa riqueza configurada por las culturas y saberes agrarios locales y su forma de interaccionar con los ecosistemas que las albergan.

En este sentido, dichos conflictos —junto con otras agresiones al territorio, como las represas o la minería— suponen en la mayor parte de los casos una clara amenaza a la soberanía alimentaria de los pueblos, cuando no un ataque directo.

EL CAMPESINADO, FORZADO A DEJAR DE EXISTIR

Entre algunos de los impactos más notables de la violencia estructural inherente a los conflictos agroalimentarios, destaca sin duda alguna la migración forzada. Ante la perspectiva de un futuro cada vez más hostil e inviable debido a las transformaciones en los sistemas agroalimentarios de los que forma parte y depende su sustento, el campesinado se ve obligado a optar entre tratar de sostener modos de vida cada vez más precarios en su tierra y emprender un peligroso viaje hacia un destino en muchas ocasiones incierto.

De este modo, asistimos hoy en día a un flujo migratorio sin precedentes, que ha aumentado en un 41 % desde el año 2000 y que se dirige mayoritariamente desde las periferias hacia los centros, nacional o internacionalmente. Según datos recientes, alrededor de 740 millones de personas son migrantes dentro de las fronteras de sus propios países, proceden principalmente de áreas rurales y se instalan en urbes cada vez más saturadas, mientras que unos 244 millones lo son con carácter internacional, y se desplazan en mayor medida hacia los centros globales más industrializados y urbanizados.

De toda esa cantidad de personas, únicamente el 7 % es reconocida oficialmente como refugiada, proporción que sería mucho mayor si incluyésemos a todas las refugiadas agroalimentarias que nutren los ingentes flujos migratorios y que abarrotan los suburbios de las cada vez más hacinadas megalópolis o se juegan la vida en los llamados puntos calientes de la migración global, como la frontera sur de EE. UU. que el actual candidato republicano Donald Trump amenaza con fortificar con un inmenso muro si resulta elegido, las fronteras de Ceuta y Melilla con sus infames concertinas o la enorme fosa común en que se ha convertido el mar Mediterráneo.

MIGRACIÓN POR ABUNDANCIA O POR ESCASEZ

Ahora bien, el deterioro de los sistemas agroalimentarios locales puede venir dado por conflictos identificables de una manera más o menos directa. Así, nos encontraremos ante dos situaciones que empujan al campesinado a abandonar su tierra: migración por abundancia y migración por escasez. En el primer caso se trata de una migración propiciada por conflictos agroalimentarios derivados de dinámicas de expolio de tierras especialmente productivas, pues son justamente estas las que despiertan la codicia de algunos gobiernos y corporaciones privadas que buscan establecer allí las explotaciones para sus agronegocios, expulsando para ello si es necesario a la población local, bien sea por la fuerza, por el acaparamiento de tierras y recursos o mediante otras presiones de distinta índole. En el caso de la migración por escasez, se trata de la imposibilidad de seguir viviendo de una tierra que ha quedado baldía por la sobreexplotación, la erosión, la contaminación, la sequía o las inundaciones. No queda más opción que escapar o vivir de la ayuda humanitaria. Es el caso de los llamados refugiados ambientales, y ahora cada vez más también climáticos, desplazados forzosamente por los efectos derivados de un cambio climático galopante que ya se percibe de forma desastrosa en extensas áreas del planeta.

Mención especial merece en este sentido la agónica situación que vive la zona históricamente conocida como el Creciente fértil. Este territorio conformado por los valles de los ríos Tigris, Éufrates y Jordán, donde hace nueve mil años floreció la agricultura y que actualmente ocupan Irak, Kuwait, Siria, el Líbano, Jordania, Israel y Palestina, lleva casi dos décadas sufriendo una tenaz sequía, con su consecuente desertificación, que distintos estudios relacionan directamente con el cambio climático. Asimismo, según denuncia un artículo publicado la revista PNAS, esta sería una de las principales causas de inestabilidad política y del estallido de los recientes conflictos armados desatados en la región, incluyendo la actual guerra de Siria, que ha devastado el país y está causando un altísimo número de muertes civiles, así como una de las mayores emergencias humanitarias de nuestro tiempo, con casi 5 millones de personas refugiadas y más de 6 millones de desplazadas internas.

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Campo de refugiados en Zaatari, Jordania. Foto: Photo Unit. (CC BY-NC 2.0)

Ante escenarios tan adversos, otra opción que le resta al campesinado es emprender distintas vías de organización y resistencia en defensa de sus modos de vida. Las múltiples iniciativas y movimientos de lucha por la soberanía alimentaria son un claro ejemplo de ello. Sin embargo, casos recientes como la muerte en Honduras de Berta Cáceres, que se suma a los alrededor de 300 asesinatos de activistas ambientales estimados en los últimos dos años, o el encarcelamiento del histórico sindicalista agrario andaluz Andrés Bódalo, nos recuerdan las prácticas de terror e impunidad de las que algunos agentes involucrados en los conflictos agroalimentarios hacen uso para alcanzar sus objetivos o castigar a quien se interpone en la consecución de sus intereses. La represión y la guerra sucia son otra de las caras más deplorables de los conflictos agroalimentarios, aún más si cabe cuando estos adquieren un carácter armado y la violencia se intensifica y expande al unísono.

LA MÁS RABIOSA Y ATROZ ACTUALIDAD

Como ya hemos avanzado, los conflictos agroalimentarios no tienen por qué implicar necesariamente violencia directa. Sin embargo, aunque pudiese parecer un anacronismo en nuestro mundo contemporáneo, el control de extensiones de tierra fértil o el precio de los alimentos se está situando cada vez más en la base explicativa de muchos de los conflictos armados más crudos y recientes.

Un ejemplo claro de ello lo podemos encontrar en la reciente guerra civil en Ucrania, tradicional granero de Rusia o Europa, según el momento histórico, debido a las características de su clima, su orografía y su abundancia en agua y suelos profundos y fértiles —el célebre chernozem—. Más allá de la evidente pugna geopolítica entre la UE con sus socios de la OTAN y el gigante ruso, o su innegable relevancia energética y siderúrgica, el país eslavo supone para ambas partes interesadas el territorio europeo con mayor extensión de tierra arable (casi el 55 % de su vasta superficie) y uno de los principales exportadores de grano y otros cultivos —girasol, patatas y nueces— del continente. Su sector agrario desempeña, además, un papel crucial en el control global del precio de los alimentos, con una influencia aún mayor en el escenario europeo, siendo uno de los principales proveedores de cereal para la UE. Que el potente sistema agroalimentario ucraniano se integrase en el mercado común europeo o en una eventual Unión Aduanera promovida por Putin, podía suponer un importante revés para ambas partes en el juego global de equilibrios comerciales. Asimismo, corporaciones agroalimentarias internacionales —occidentales y chinas, principalmente— e instituciones como el FMI o el Banco Mundial tuvieron también su parte de implicación en el desarrollo del conflicto, siendo el sector agrario el prioritario para sus inversiones y paquetes de reformas.

Otro caso paradigmático, por su carácter mediático y el gran impacto que tuvo en una región tan extensa e inestable en la actualidad como es el Norte de África y Oriente Medio, fue el conjunto de revueltas conocidas como Primaveras Árabes, las cuales tuvieron su principal detonante en las consecutivas crisis de subida del precio de los alimentos (en 2007-2008, 2011 y 2012), que causaron serios problemas de seguridad alimentaria y hambruna en una zona altamente dependiente de la importación. Los elementos que fraguaron estas crisis fueron principalmente la desvertebración de unos sistemas agroalimentarios locales eminentemente orientados a la exportación y subordinados a la deriva hacia un modelo de desarrollo cada vez más industrial y urbano, el aumento de la demanda de biocombustibles —fundamentalmente desde EE. UU. y Europa—, el alza en el precio del petróleo y el propio carácter globalizado y especulativo del mercado agroalimentario. Así, debido a que en estos países la proporción de ingresos destinados a la alimentación es altísimo (60-80 %), el incremento de su precio habría funcionado a modo de percutor para iniciar las revueltas en países como Argelia, Túnez, Libia, Egipto, Baréin o Yemen. Se trató, claro está, de una situación coyuntural para unos países ya con graves problemas estructurales, pero su implicación en la génesis de los posteriores conflictos armados e inestabilidad en la región es innegable. Los efectos del cambio climático sobre las cosechas también se situarían detrás de estas crisis, causando hambrunas que tendrían también un gran peso en los recientes conflictos de regiones como el Sahel y el África occidental.

Con todo, esta relación entre conflictos agroalimentarios y violencia armada es bidireccional, pues los conflictos bélicos suelen acarrear también terribles consecuencias sobre los sistemas agroalimentarios locales. En este sentido, uno de los efectos más notorios de los conflictos armados sobre la población civil, más allá de la violencia directa y la destrucción de infraestructuras básicas, será el saqueo y la privación de acceso a los recursos alimentarios como estrategia de guerra. Esta atroz práctica de matar de hambre en un contexto bélico es cada vez más evidente en lugares como Palestina, Sudán del Sur o la República Centroafricana. La población siria que permanece en el país es otro caso realmente alarmante, pues la inseguridad alimentaria afecta ya a alrededor de 9,8 millones de personas sitiadas por los diferentes bandos del conflicto, mientras la ayuda humanitaria sufre serias dificultades para hacerles llegar por tierra los recursos más básicos.

Se trata, en definitiva, de un bucle perverso que se retroalimenta: los conflictos agroalimentarios generan violencia estructural y algunos incluso pueden desencadenar conflictos armados, que tienen a su vez un terrible impacto sobre los sistemas agroalimentarios locales que se vuelven mucho más frágiles. Existe asimismo un feed-back también en sentido contrario, pues la consolidación de sistemas agroalimentarios resilientes y el fomento de la soberanía alimentaria pueden resultar excelentes herramientas para la construcción de la paz y la generación de expectativas de futuro dignas y seguras para el campesinado y el conjunto de la población.

MIRAR TRAS LA CORTINA DE HUMO

Para terminar, solo queda apuntar que este texto no pretende ser sino una invitación a explorar más allá de los tendenciosos y sesgados titulares que los medios de comunicación de masas nos ofrecen acerca de los conflictos armados o de las realidades migratorias globales. Es, en definitiva, una propuesta para la reflexión crítica acerca de las implicaciones que el sistema agroalimentario hegemónico, mediante los conflictos y las violencias que genera, puede llegar a tener en relación con estas realidades que atenazan a la humanidad, y una apuesta por la soberanía alimentaria que puede abrir caminos de paz y dignidad, para que migrar sea algún día una elección voluntaria y nunca más una huida desesperada.


Los datos de este artículo están basados en:

— Informe Paz y Seguridad Alimentaria (FAO): www.fao.org/3/a-i5591s.pdf

— Informe sobre las migraciones en el mundo 2015 (OIM): www.iom.int/es/informe-sobre-las-migraciones-en-el-mundo-2015

Kylyan Marc Bisquert i Pérez
Grupo de Investigación en Pedagoxía Social e Educación Ambiental SEPA-interea (Universidade de Santiago de Compostela).
Desarrollando la tesis doctoral sobre la dimensión socioeducativa de las iniciativas agroecológicas gallegas en la promoción de la cultura de la sustentabilidad.

  PARA SABER MÁS

   Mapas y figuras interactivas sobre flujos migratorios globales en: iamamigrant.org/es y www.global-migration.info

   Shiva, Vandana. Las nuevas guerras de la globalización. Semillas, agua y formas de vida. Madrid: Editorial Popular, 2007.

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