Silvia LOBERA i Annaïs SASTRE
Ilustración de Bitxo
Pronto hará un año del cierre del proyecto colectivo Xicòria, una comunidad de economía compartida que, desde el apoyo mutuo y la agroecología, trabajaba para construir una sociedad más justa a través de la autoocupación en producción ecológica, educación socioambiental participativa y cocina para grupos. Un año y las preguntas siguen presentes.
¿Es un fracaso o es un éxito? Este proceso de cierre es el resultado de nuestra evolución, es la respuesta a nuestro momento actual, que a su vez, no es lo que esperábamos ni por lo que hemos trabajado los últimos siete años.
Cada una de las personas que hemos formado parte del proyecto tenemos nuestra versión, el propio recuerdo de los tropiezos y de los saltos mortales, lo que el proyecto ha significado en nuestras vidas. Este artículo pretende ser una reflexión no-consensuada, fuera de la historia oficial, un puro ejercicio de amigas y compañeras de viaje. En nuestras reflexiones fue apareciendo el importante papel de las creencias y los dogmas y lo que tiene que ser el éxito: algo así como llegar a donde dijiste que ibas.
Las creencias que resultaron incuestionables en los primeros años del proyecto son los principios sobre los que nos unimos, nuestra IDEOLOGÍA común, muy necesaria para tener fuerza y dirección para caminar. Viviendo en una sociedad fomentadora de la individualidad, nos construimos una identidad en el otro polo: el del colectivo por encima de todo.
Con los años, llegó un momento en que el famoso «adaptarse o morir» hizo mella. Empezaron a aparecer necesidades individuales, empezamos a resentirnos de la intensidad del trabajo grupal y la respuesta social que esperábamos no llegaba en el contexto rural dónde vivíamos. Este cóctel se vivió a veces como una amenaza y otras, como una oportunidad para avanzar hacia el reto de ajustarnos, de darnos lo necesario, de permitirnos. La confusión se amontonaba en nosotras cada vez que tocábamos un límite ideológico y fundacional del colectivo.
Y es que estos dogmas o creencias eran nuestros pactos. Algunos nombrados y consensuados, otros de los que se transmiten con el hacer, con la mirada. Resultó ser especialmente liberador nombrarlos, discutirlos, valorarlos y en algunos casos desestimarlos. Buscamos herramientas: facilitaciones externas, trabajo personal individual, más dedicación de tiempo grupal para escucharnos, etc. Y nos permitimos flexibilizarnos e incluso cuestionar más de un dogma inicial sobre la estructura de convivencia, sobre la organización laboral, sobre la relación con los consumidores, sobre la producción... con el objetivo de reducir la intensidad del proyecto en nuestras vidas, como una manera de perdurar. Esto permitió abrir espacios de libertad creativa y liberó el colectivo de horas de asambleas.
Y al final...
En diciembre del 2014 pusimos punto final a la economía compartida y al proyecto de producción agroecológica, que resultaron ser los últimos pilares identitarios. Y así, casi sin darnos cuenta, o quizás con toda nuestra consciencia, cerramos este ciclo vital, como en la vida se suceden las etapas. No porque no nos hemos entendido, como piensa la mayoría, sino porque necesitábamos recorrer otros caminos y de nuevo adaptar nuestras vidas a nuestras necesidades.
Hablamos sobre todo esto para sentirnos un poco más recompuestas, para darnos respuestas sobre lo que quiere decir cerrar un proyecto colectivo, para reconocernos que hemos llegado hasta aquí, solo hasta aquí, y fíjate, ¡hasta aquí!
Y ahora, confrontándonos con la creencia de que es un fracaso aquello que no perdura en el tiempo, necesitamos nombrar que este ha sido nuestro caminar, y como tal, nuestro éxito.